Bienvenidos!

Bienvenidos.
Gracias por visitar el pequeño nido del cisne.

Cuento con un pequeño compendio de escritos que van resultando de luces esporádicas de imaginación. Ratos de cielos color violeta sobre mi cabeza.


Escritor amateur, graduado de Letras, aunque lejos de los mejores honores. Aficionado también a la Historia y a la Filosofía.
Espero que encuentren amenos mis breves relatos. No aspiro a nada, pero me alegraré de saber si al menos una persona logró cautivarse un par de minutos. Supongo que eso hace la diferencia entre una rutina trazada y un devenir diferente.

¡Gracias de antemano!

viernes, 9 de abril de 2021

120. El fin

 He decidido poner punto final a este blog.


Sé que soy el único que consistentemente recuerda este espacio, así que supongo que lo hago por mí. De cualquier modo, "El cisne de cristal" es un proyecto que ha quedado absolutamente muerto, y sólo faltaba que decidiera reconocerlo. 

No me importa hacerlo. Después de todo, esto nunca tuvo un rumbo definido. Comenzó como una curiosidad en un ya lejano 2011, cuando deseaba colocar en algún sitio fijo algunas cositas que escribía en un cuaderno verde por aquellos ayeres. Poemas, escritos cortos e incluso relatos demasiado juveniles y absurdos -algunos hasta de muy mal gusto- que tenía elaborados y que no encontraba un lugar en donde publicar, aunque fuese para mí mismo. En aquellos tiempos, no sólo tenía mucha más creatividad e imaginación que ahora, sino que también sentía mucha más necesidad de expresar a través de versos y palabras las cosas que atravesaban por mi alma. 


Hoy, reconozco que no puedo hacerlo más. "El cisne de cristal" de algún modo representó un gran descenso al infierno de mi depresión. Inició siendo un jugueteo, un refugio, una forma cálida de abrazar mis trastornos emocionales. Me divertía con palabras, con escenarios, describiendo sitios idílicos a donde mi cuerpo jamás iba a poder llegar. En mis comienzos tenía una debilidad por hablar sobre la noche y el amanecer, sobre lagos de cisnes, sobre praderas, sobre rosas abandonadas y sobre versos extraviados en la oscuridad. Lugares y situaciones de amenidad, en donde podía esconderme. Después, poco a poco, el viaje comenzó a ensombrecerse. Las entradas fueron volviéndose más opresivas, las palabras que salían ya eran más amargas, los relatos y los poemas mucho más fríos. Al cabo de un par de años, todo lo que pasaba por mi cabeza eran escenas de muerte, de tormento, de castigo, de sangre. Hay no pocas entradas que hoy encuentro muy escalofriantes por esos entonces. Pero al menos, estaba siendo sincero en mis emociones. Ninguna de ellas reflejaba algo que estuviese realmente deseoso de hacer, tan solo eran el escape a un montón de sentimientos negativos que parecía que fluían por mis venas y no dejaban descansar a mi mente. Tenía que materializarlos de alguna forma. 

Luego traté de volcarme a otros intereses, a volver mis entradas a un sitio que me distrajera más. Pero terminó por no funcionar. Me sequé, me quedé sin ideas, necesitaba volver a expresar más frialdad, pero ya no quería hacerlo. El resultado fue un bloqueo absoluto primero, y luego una aridez emocional. Había aprendido a convivir con tanto de ese dolor, tanto de esa miseria, incluso tanto de esa culpa desgarradora, que ya no podía materializarla en nada. No pude reconocerlo en su momento: simplemente sentía que era un pequeño desierto en mi ruta como escritor, pero al final tuve en claro que todo se había terminado. Esto no daba para más. El blog dejó de ser mi refugio, que primero usé para vivir una existencia alternativa, luego para despotricar contra mí mismo y mi entorno, y luego para fingir que no estaba pasando nada. Una montaña rusa demasiado extrema. 


Es mejor cortar por lo sano y aprehender la idea de que todo se ha terminado. No soy una persona de ciclos, en lo absoluto, pero me parece simpático venir a escribir esto exactamente 10 años después de haber comenzado todo, a principios de abril de 2011. Hoy, 08 de abril de 2021, pongo punto final a este proyecto. No es, en lo absoluto, un adiós a mi afición a la escritura, que aunque he tenido una sequía extremadamente prolongada debido a la gravedad de mi depresión, tampoco voy a despedirme de ella de manera definitiva. Pero eso sí, jamás volverá a ser bajo la figura del cisne de cristal. Ese cisne ya se ha roto, y no volverá. Fue un sueño, un sueño frágil que se desvaneció y se perdió en la historia. Fue algo que simplemente, no renacerá. El cisne de cristal está muerto. 


Gracias a todas las personas que alguna vez, bajo cualquier motivo, llegaron a este lugar. Quizás bajo otras formas, volvamos a encontrarnos en nuestros caminos. Adiós.


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Valga como aclaración final, aunque creo que ya quedó bastante dicho: nada de lo que se reflejó alguna vez en este blog tuvo intenciones de ser un grito de auxilio, ni tampoco de defensa ante actitudes nocivas. A lo largo del mismo hubo entradas de lo más variopintas, pero muchas de ellas con un gran componente oscuro. Todo ello siempre representó ni más mi menos que ficción pura. En ninguna de ellas tampoco busco hacer apologías al suicidio, a la muerte, al odio o a la violencia. Todo ello era materialización de mis emociones galopantes. Bastante juveniles también, para ser franco. Con la madurez caí en cuenta de que quizás nunca debí ser tan gráfico, tan directo o tan obsceno con estas ideas. Pero de cualquier forma, tampoco pienso eliminar nada. El blog es un viaje para mí, como he dicho, de cómo navegué de mis inocentes inseguridades a mis 18 años, a cómo me fui hundiendo más y más en una depresión profunda y abrasadora que fue y sigue siendo muy real. Es sólo que, por favor, no hay que tomar nada de lo escrito aquí muy en serio. 

jueves, 23 de febrero de 2017

119. Al fondo del patio

El texto es muy viejo. Con mucho asombro lo he rescatado del olvido.




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Al fondo del patio, en donde nadie concibe su existencia, ahí justo en donde nadie se aflige por verlo, y cual fantasma desarrolla una vida saturada en penurias, vive el pobre desgraciado royendo su dolor. Lo encierran cuatro paredes traicioneras, llenas de agujeros cuadrados que le muestran de forma cruel e inhumana el mundo de la libertad tras ellas, una inmensidad por gozar si tan solo supiera cómo superarlas.
La nariz asoma, no puede más. Aspira el aroma del mundo, cinco, diez, quince segundos, luego vuelve a intoxicarse con el hedor natural. No es su culpa, después de todo es sólo un animal, que no posee raciocinio, y al que se le dedujo la ausencia de sentimientos, que ya tiene clavados en realidad a manera de dagas en su pequeño corazón acelerado.


Lo tapan varias tablas al fondo, apergaminadas por la humedad, en la esquina, en donde la humedad comienza a escalar por los muros dejando su estela de oscuridad por donde ha pasado. La pequeña criatura blanca no tarda en olisquearla y no se da cuenta que es precisamente eso lo que lo está matando.


¿Pero quién se preocupa de los organismos maliciosos que se infiltran en su cuerpecito, orillándolo a la enfermedad, a la muerte? Si hoy, con suerte, se acordarán de darle de comer...




El pequeño roedor blanco sigue dando vueltas en su prisión, como un torbellino pasivo, a saltitos mínimos que le permiten llegar de un rincón a otro... una y otra vez, a la derecha, luego a la izquierda, de nuevo a la derecha, de nuevo a la izquierda... medio metro recorre por vez, nunca lo suficiente. Nunca lo que su conciencia le indica que sería lo ideal. Medio metro. ¡Eso no es lo suficiente! Sus ojos rojos no denuncian la claustrofobia que lo enloquece, pero no alcanza a desdoblar en su mente aquellos recuerdos que le convenzan de la crueldad humana. Sólo vive, sólo se aferra con sus uñitas a un agujero negro abstracto. Pero no lo sabe. Izquierda, derecha, izquierda, derecha... si fuera libre ya hubiese recorrido quizá un maratón entero.


A un lado, a otro, y la tarde ha pasado. Como el pobre no se ve, al fondo del patio, en una jaula de medio metro cuadrada y rodeada de tablas podridas, han olvidado alimentarlo nuevamente. Sus pupilas con sangre tiemblan, igual que el cuerpo de un niño al que lo consume la fiebre. La conexión de un límite prudente era demasiado pedir para su mentalidad de roedor. El sólo sabía roer y sabría vivir. Se encontraba demasiado débil, enfermo y solo... pero continuaba en pie.


De vez en cuando asoma su carita por las rendijas crueles de su cárcel, a ver la vida pasar, a anhelar con todo su corazón el mundo que nunca pisaría, al menos con su espíritu de libertad. Podía palpar la esencia de su derecho salvaje, pero apenas lograba rozarlo, nadie se lo advertía, por lo que continuaba sumido en la confusión. Algo quería, y no lograba descifrar qué. Sólo se veía a sí mismo correr y doblar por la última esquina del muro que alcanzaba a ver al fondo de su triste panorama, que contorneaba la casa en la que lo tenían prisionero. Las rendijas... eran su escape al desatino. Nunca sintió tantas ganas de correr, de movilizarse como nunca lo había logrado.


El atardecer hizo del cielo un lienzo experimental, en el que con ayuda de las nubes, trazó las líneas de la expresión más audaz. Los colores rojos de la bóveda inmensa trastornaron el espíritu inquieto de la criatura, que golpeaba una y otra vez su rostro contra las recias que lo encarcelaban.


Nunca había reflexionado. Era imposible saber el tiempo que había muerto junto con él en prisión, pero toda una vida fue educado por la ley de las cuatro paredes. Ignorándolo, podría convertirse en un infeliz.


Transcurrió una noche más, inagotable, como la meta que se espera sin que llegue. La melancolía atisba en su mirada cada vez que brilla débilmente a la luz potente de la luna.


La represión humana lo había condicionado a un estado de miseria absoluta, no importaba si se acordaban de él o no, ellos seguirían obstinados en mantenerlo enjaulado, pasara lo que pasara. Era caer en el absurdo caótico, rodar en lo miserable.
Hubiera querido meditar aquello por las noches, incluso hasta que el Sol volvía a salir sonriente de su mirada.


Los días han estado arrastrándose por el tapete del tiempo, y nada cambia. ¡Si tan sólo el viento, si un ciclón apartara las tablas que cubrían la jaula desde la profundidad del patio! Entonces sería visto por los amos, se acordarían de él y lo amarían como antes, cuando fue adquirido.
Por la tarde, los niños corrían por el patio en medio de un océano de carcajadas con olas de felicidad. Con el alborozo infantil, reían sin saber por qué, sólo por placer. El también se hallaba triste, sin comprender la razón, y hubo de hacer una delicada comparación mental, que no duró mucho, pues fue interrumpido por una voz que le causó un hundimiento en su estómago.


—¡Miren, qué hermoso conejo!


Y una niña, que había descubierto su jaula por casualidad, corría a verle más de cerca. El, expectante pero instintivo, con los ojos sanguinolentos, se echaba hacia atrás tocando la barda musgosa opuesta, sumamente temeroso de lo que pudiera suceder.


-¡Déjalo, es mío! -protestó otro de los niños, y luego enfatizó nuevamente, jalándola del brazo-. ¡Déjalo!


Y su mirada carmesí los contemplaba, cómo se alejaban poco a poco, rompiendo nuevamente sus esperanzas de que alguien lo liberara, de que alguien descorriera el cerrojo de su prisión.




La tarde continúa igual, entre risas que parecen lamentos que no se extinguen. Pegado a los orificios de la reja, por el lado en que las tablas se lo permitían, el conejo blanco imaginaba el sabor de la libertad plena, el correr como el viento hasta quizá alcanzar la luna. No podía, no sabía hacer más que eso, imaginar.
La niña simpática hubo de contentarse ese día con tirarle cáscaras de frutas al conejo, que ya no le sabían a nada, por estarse cuidando del celoso amito.


Para el conejo, las noches siempre fueron pesadas y plomizas. Lo único bello de la oscuridad es que la molesta plaga de hormigas que a diario amenazaba con comérselo vivo se retiraba a dormir, y él podía cerrar los ojos al fin, sin fastidios. Sacudirse el cuerpo el día entero para ahuyentar a los hambrientos insectos era sumamente irritante, además de doloroso: se infiltraban por su pelaje, una tras otra, pero sin la debida coordinación, y sus picaduras eran aberrantes. Eso lo había aprendido bien la pobre mascota desdichada.
Las noches de Luna llena eran particularmente interesantes para él. En sus ojos carmesíes, se reflejaba fielmente el disco plateado cada vez que lo miraba con fijeza, ahogándose en su luz poderosa.
Era lo único que lo consolaba en su triste vida: esperar a que la noche arribara y que la Luna comenzara su navegación por el negro océano infinito. Sacudiéndose las penas, el animalito soñaba con cosas que no podía concebir y que, en definitiva, no debía ni imaginar.
Pero sus ojos le pesaban, eran sus párpados como de roca, y las únicas cosas que lo mantenían despierto eran las hormigas que lo devoraban vivo, y la lechuza que cruzaba con fiereza a través de la noche. Su ulular lo estremecía de terror puro, y la sombra que se proyectaba por la luz lunar de la criatura de rapiña le generaban los pensamientos más revueltos.
Y sus ojos se cerraban, al compás de las contracciones de su estómago. Ya era demasiado sufrir por una simple hoja de lechuga seca que le lanzaran en un gesto compasivo.
Fue la Luna quien observó cómo se marchitaba la rosa de su corazón. Nadie más se asomó por un miserable agujero cuando sus ojos temblaban febrilmente. En un mundo injusto, la criatura que sufre suele ser audaz.
Nunca deseó más de lo que su naturaleza exigía. Jamás imploró por mayor misericordia que su atención más somera. Tratarlo como el ser vivo que era.

Y las gotas de la tristeza escurrieron por los muros, trémulas. Al compás de la noche, la oscuridad cayó sobre sus ojos. ¿A quié le importaba lo que sufría el pobre?

Sólo por la tarde del día siguiente, cuando las hormigas se acumularon más de lo normal haciendo un llamativo tumulto en el suelo, alguien se dignó a asomarse por el recoveco en el que el desgraciado se mantuvo.
Sólo entonces hubieron de sacarlo de su terrible jaula, de sus cuatro paredes custodias. Sólo entonces fue rescatado por manos humanas: por la noche, su alma ya había sido liberada.

viernes, 13 de mayo de 2016

118. Mi Ofelia


Tú vienes, te robo el fulgor de tus ojos.
Modelo de ángel, en dos te has partido:
el golpe en el pecho frente a los despojos
de rancias morales que te han dirigido.


No adviertes, mujer, del engaño en que fundes
razón y pasiones, mandatos mezclados
de dos propietarios que siempre confundes;
en ti no hay ni rastro de juicios procreados.


Juguete abismal de nigérrima suerte:
mis gestos locuaces tu fe te abnegaron.
¡Mi dulce atavío! A mi ansia divierte
tu ingenua actitud que hasta ayer te implantaron.


Voluble doncella, cambiante, inestable;
cadenas de plata tu cuello sujetan.
Hermosa y absurda, mujer miserable:
tu alma y tu cuerpo mi alcoba ornamentan.​

sábado, 19 de septiembre de 2015

117. Palmira





Tú eres, Palmira, mi vida y pasión,
columnas heroicas y efigies doradas;
a fuerza de espada tracé mi morada
la mano en la rienda, montada al bridón.

Eternas arenas, marcando el caballo
las huellas valientes que ya desmoronan
las viles pisadas romanas: ¡pregonan
que ha de ceder al Imperio el vasallo!

Tú eres, Palmira, mi fuerza, mi fe
que yo desconozco alejada de ti;
en Roma, ¡maldita!, me buscan rendir,
¡pero antes luchar, combatir, perecer!

De frente al desierto, ¡ya viene Aureliano!
asedia rampante, jinetes y arqueros.
¡Luchad, palmiranos, que hoy venceremos
al cruel detentor, al Imperio Romano!

¡Por estos desiertos, arenas y ríos,
que rueden los cuerpos, los miembros, cabezas,
defiendan las torres, cerrad fortalezas,
derroten legiones, que vuelvan sombríos!

¡Tú eres, Palmira, la tierra que rijo
espada y espuelas, por ti yo perezco!
¡Tú eres mi sueño, el fin que obedezco,
a ti mi firmeza y mi temple dirijo!

¡Ya caen, palmiranos, redoblen vigor!
¡Que el cielo a las flechas las vea perforar
y el suelo de botas se sienta temblar!
¡Esfuerzo! ¡Presteza! ¡Coraje! ¡Valor!

Contemplo, Palmira, tus casas en llamas,
Soldados más fieles mandobles reparten,
Los unos, los otros, el suelo comparten,
Venciendo al final, Aureliano y sus armas.

No caigas, Palmira, mi hogar adorado,
mi mente me parte al soñar el recuerdo:
"La reina guerrera", fatal desencuentro
de aquel sobrenombre y mi fin ultrajado.

Tus ruinas evocan, belleza que inspira,
la enorme escición, suceso que oprobia
a Roma, y mi nombre, Septimia Zenobia,
¡azote que humilla: el Imperio Palmira!​

miércoles, 1 de julio de 2015

116. Al emperador filósofo.







"Ve hacia el Sol de Levante, yo soy el Sol de Poniente…"

Bajo el manto oscuro: celeste providencia,
tras la sombra alada, su triste decadencia;
a los sueños vaga, ya otorga la sentencia
de su fausto Imperio a la vil indiferencia.


~


¡Ya mueres, oh sabio, ya acaba tu historia,
la plebe ovaciona al veraz Marco Aurelio!
¡Ya dejas a Roma en la cumbre y la gloria;
el Águila llora, no así tu heredero!


La muerte se asoma, la peste te azota,
tu hijo aferrado a los pies de tu lecho,
tu mano temblando, tu alma está rota,
la mente fugada; tu cuerpo, deshecho.


Le cedes grandezas y honor a tu hijo,
tu imberbe heredero, tu endeble reflejo;
a Elíseo ya marchas, no imploras cobijo,
y en Roma se gesta un indigno festejo.


No adviertes las manchas de sangre en sus manos,
la daga traidora del fiel pretoriano;
no encuentras los brillos letales cercanos,
los ojos huidizos del ruin soberano.


Al óbito Cómodo prisa le imprime:
tu médico ingrato cianuro te paga.
¡Oh, pío Antonino, figura sublime,
tu vida a traición y conjura se apaga!


El grito de “¡Ave Imperator!” te olvida,
un nuevo Señor se laurea tu corona.
¡La Eterna Ciudad, mortalmente herida,
al mundo y su Historia su fin conmociona!


Tirano es tu hijo, tu sangre, y pecado
mortal el error cometido de criarlo.
Le diste al Imperio lo justo en tu mando,
dejaste al morir arrebatos y caos.


¡Loado por siempre, magnánimo Marco,
filósofo estoico, gentil ser humano!
Ejemplo a seguir de poder y nobleza,
¡que el mundo recuerde tu inmensa grandeza!



"La vida de un hombre es lo que sus pensamientos hacen de ella".
-Marco Aurelio.

martes, 21 de abril de 2015

115. Gris



Frente al vidrio de un mostrador que la fría mañana paradigmática empañó, me hallaba un día contemplando el tosco rasgo de negación permanente que surcaba mi rostro.

La calle, gris y áspera, con su multitud de seres iguales circulando de norte a sur, me profetizaba un presente aún desesperanzador cuando seguía viéndome a través del reflejo y éste me dibujaba el entorno detrás de mí.

Las líneas que debían marcar un aspecto convencional para calmar los corazones necios aún se hallaban muy lejos de mi propia realidad.



Yo, como ese muñeco de trapo que fue utilizado para jugar con un estigma volcado hacia lo intolerante, me miré a mí mismo y cuando lo hice sentí la fuerte opresión del insecto enorme que, por más vil que sea su condición, siempre surge y termina aplastándome contra los adoquines de la acera.



Levanté la mano que más temblaba, la derecha, y traté de tocar el fantasma de mi ser, que el vidrio amigable se encargó de dibujar frente a mí. Era tan invisible como mi propia existencia escondida en un rincón de mi alma, y tanto o más real como la ciudad, la plaza o las ramas secas de los árboles.



El ave cantora siempre guía sus notas bajo el señuelo ancestral; la débil criaturilla que se posó en el árbol a mi izquierda me recordó su condena eterna del instinto y un escalofrío gélido me recorrió por completo. Quién iba a decir que yo estaba condenado a mí mismo: esa rebeldía mundana y a la vez necesaria para brillar con un color distinto, con muchos colores distintos. El pajarillo cantor desplegó sus alas grises y mientras volaba, mi corazón vomitó las cenizas que se habían colado por mis oídos.



Planeé echar otra fugaz mirada al espejo y no pude despegar mis ojos del mismo. Quizá el empleado del mostrador pensaba que me hallaba admirando los trajes incoloros del aparador, pero esos están disponibles para las personas que calzan con ellos. Mis ojos empañados, mancillados, pueden ver más allá, y aún así luchan por ver aún detrás. El reflejo del mostrador me devolvía el aspecto de la ciudad tras de mí, pero no mi propio interior. Ahí veía un tipo como cualquier otro.



Quería caer de rodillas pero pronto hubiese llamado la atención. En un espacio en donde la furia de la culpabilidad me había enseñado a no demostrarme mucho, llamar la atención era casi el preludio a la degradación. La experiencia sabia no podía dictarme otro consejo de mayor prudencia: triste, callado, apesadumbrado, hecho un ovillo, rodando bajo como un pequeño bichito bajo los zapatos grises, ésa era mi manera para vivir, mi destino fatal. Vivir bajo el acecho de miradas que me laceran por mi propia existencia, por mi propia identidad, eso no era fácil ni tampoco me brindaba felicidad alguna.



Unas lágrimas querían asomarse y dejar de estar encadenadas en mi alma. Pero no podía permitírmelo. No lo decidí yo. Mi única decisión fue luchar contra el estigma de la estulticia colectiva.
Intenté clavar mis uñas débiles en el vidrio del mostrador, sin éxito. No podía arañar la imagen estúpida que éste me devolvía. Y arañarme a mí mismo sólo me alejaría un par de pasos más del ideal de belleza que mi cálido corazón anhelaba. Pero, ¿qué más da? No soy bello.

Decidí que prefería ocultar lo degradante de mi ser ante un mundo que prefiere ver la fealdad antes que la distinción. El vaho que brotó de mi garganta tapiaron primero una mirada decadente y luego unos rasgos funestos hasta dejar convertido aquel espejo improvisado en un muro de neblina infranqueable. No me vería más.

Unos pasos hacia atrás, me alejé del mostrador y sin darme cuenta me hallé sentado en un banco próximo, en la misma acera. La mañana seguía fresca y el aire a mí me pareció pesado e infernal. Arriba en el cielo, las nubes de fina nieve tapaban la visión de un domo azul perfecto, convirtiendo a la ciudad en una prisión blanca y gris. Tras mis ojos, otras nubes obstruían mi propio universo, mi universo personal.

Nunca podré llegar a lo alto, como las aves y como el vapor de mi boca que deshace mis entrañas y se eleva hasta el confín en donde se torna invisible. No soy capaz de liberar mi propio yo. Ante el estigma eterno de este gris de desesperanza, tengo que fingir ser lo que no soy. Por dentro, los gritos eternos de una nueva persona me aterrorizan clamando y amenazando para salir. Pero tengo que contenerla. Los hombres que venían caminando por la acera y que efectivamente pasaron sin siquiera reparar en mi presencia, no hubieran de ningún modo aceptado verme convertido en la quimera que ellos mismos temen. 
En mi propio yo; intolerancia disfrazada de preocupación por el bienestar del prójimo.

Un insulto, un sermón, dos regaños, tres consejos. Intolerancia. Preocupación. Más intolerancia que preocupación. Personas que se detienen normalmente frente a mí a proporcionarme palabras que no necesito.
Me lo evito. Pero que me permitan borrar mi reflejo de los espejos de esta gris ciudad. Porque si ellos no soportan mi yo interior, yo no soporto mi exterior que no muestra absolutamente nada.

viernes, 3 de abril de 2015

114. La insurrección



Con la vista fija al horizonte, quizá viendo revolverse las arenas eternas de África, aquel anciano esperaba la condescendencia divina. Sus hombres lo habían elegido a él. El cielo quizá amparaba un devenir diferente para el Imperio.

Achacoso, doloroso, sus piernas le temblaban. La toga púrpura colgaba del hombro y olía a usurpación. Todos le dijeron que no se preocupara. Le susurraron que era necesario. Aquel coloso que investía el título de imperator no era sino un enemigo público: Maximino iba a perecer porque las legiones deseaban acabar con él; era un tirano que no gobernaría más.



Cansado mental y físicamente, el octogenario se sentaba con pesadumbre. Su destino ya no le preocupaba. Había vivido tiempos mejores. Ahora le parecía que los intensos rayos del sol caían como la cortina final a su alrededor. Pero se hallaba convencido de que su poesía no cambiaría al Imperio en su rumbo desastroso hacia el abismo. Tenía que luchar aún.

Algún mensajero surgido de las dunas y el horizonte le advertía en la tarde al anciano, que el primer peligro de aquella osada aventura se dirigía hacia su posición. Un legado del brutal Maximino cabalgaba raudo por las imperturbables arenas del desierto. Los silenciosos caballos enemigos sofocaban el aire con sus relinchos, haciéndolo pesar aún más. Su trote lo absorbía el suelo blando, en cruel complicidad. El oponente, fiel a los designios del tirano que le mandaba, tenía la única misión de regresar a Roma después de asegurarse que el usurpador había muerto.



El viejo gobernador de África, investido por sus propios hombres como el nuevo emperador, no tenía miedo de sí. Le apuraba un poco, no obstante, que los planes trazados por sus mismos consejeros y el Senado no diesen los frutos esperados. Sabía que se jugaba la vida, no sólo él, sino también su propio hijo: ante la evidente falta de fuerzas del octogenario, había sido nombrado co-emperador. Padre e hijo regirían juntos, en una unidad de sabiduría y arrojo. Nada podían ser el uno sin el otro.



Los vientos secos del Sahara parecían detener la velocidad del Sol, el calor era constante, el paisaje imperturbable. No sería la primera vez que una revuelta local terminaba asfixiada por órdenes del emperador.



Ordenó, pues, que su hijo reuniera al ejército fiel a su causa y saliera al encuentro del comandante del tirano Maximino. Tenía que hacerle frente y derrotarle. El enemigo era impopular en el Imperio, y tras esa victoria, padre e hijo se coronarían y tomarían las riendas de la Magna Roma.



Grande y desastrosa fue la sorpresa del anciano cuando se le comunicó que no contaban con un ejército listo para enfrentarse al oponente, un vilipendiado gobernador fiel al césar, que tomaba la batalla aún más impulsado por cuestiones personales, cuentas pendientes del pasado. Bastaría la única legión que comandaba para arrasar con la provincia de los insurrectos y teñir de rojo la ilusión de una nueva era.

El octogenario emperador no podía ya cabalgar, y el carro demoraría más de lo convenido en llegar al lugar del enfrentamiento. Dio su antigua bendición a su hijo y lo impulsó para que combatiera y comandara con fiereza y valor; aunque su ejército fue reunido por milicianos, eran más numerosos que el oponente. Luego imploró protección a los dioses y sus plegarias se elevaron por los cálidos confines del desierto.



¡Ah, la grandeza de un sueño, la fuerza que imprime una visión en los brazos de los arrojados combatientes! Frente a frente, los ojos del hijo del anciano autoproclamado se encontraron con los del comandante fiel al nefasto Maximino. Ambos levantaron sus espadas cortas sobre sus cabezas, la refriega por un mañana incierto había comenzado.
La polvadera propia de la arena perturbada por las salvajes pisadas de los guerreros se elevó formando una densa nube dorada. Los relinchos de los caballos y los gritos de los hombres que se encontraban, eran truenos devastando el campo de batalla. Los unos, pretendiendo acabar con insurgentes infieles al único emperador Maximino; los otros, rebeldes ante las desgracias del Imperio, luchando por un nuevo orden.

“¡Roma Victrix!”, se escuchaba rompiendo de las gargantas de aquellos milicianos ardorosos, que eran cortadas de tajo por los legionarios experimentados, felices ante la débil oposición del enemigo; hombres que caían uno tras otro a la arena hirviente, heridos, mutilados, muertos, el Sol inclemente descubriéndoles el rostro. Y al verse solo de repente tras una cuadrilla de enemigos que lo acorralaban y encerraban entre sí, el hijo de aquel anciano quebradizo hizo frente con honor y valentía hacia la legión que traicionaba el ideal de Roma en defensa de un tirano.

Las espadas enemigas se incrustaron en su cuerpo como una tormenta. Soltó un alarido y cayó a las patas de su caballo, que espantado, echó a correr a todo galope abandonando el yerto cuerpo de su amo.

La ignominiosa derrota de los insurgentes culminó en aquella tarde soleada y enfermiza. Pisoteados los milicianos ilusos, Maximinio el Tracio sumaba una victoria más, y un odio aún más creciente por parte del S.P.Q.R.



La triste noticia de la aplastante derrota africana llegó a oídos del octogenario emperador, que se dirigía apenas en su carro hacia el lugar del combate rodeado de su raquítica guardia. Hacía mucho tiempo que no se erguía con tanto ímpetu de su lecho. Se levantó casi de un salto y preguntó al mensajero por su hijo.

—Tu hijo, César, ha muerto en la batalla. Las tropas de Maximino le han aplastado.



El anciano tuvo que preguntarlo tres, cuatro y hasta cinco veces, con los ojos acuosos, incapaz de controlarse, esperando una respuesta diferente, como si los dioses le jugaran una broma. Y cinco veces obtuvo la misma respuesta. El joven co-emperador insurrecto, su propio hijo, había perecido.

La guerra estaba perdida. Nada podía hacer aquel hombre frágil frente a la brutalidad de su oponente. El bífido imperio nuevo, que había surgido tímidamente en la provincia de África para retar al legítimo tirano de Roma, se había quedado sin una cabeza. Ya no tenía sentido continuar. El enfrentamiento contra el sistema se perdió apenas al comenzar.

Gritando a los dioses, bajó de su carro con torpeza, y apresurando sus rodillas a las dunas del desierto, prorrumpió en amargos llantos. Sus milicianos fieles le comprendían. Era cierto. La brevísima guerra civil, que recién había empezado, ya finalizaba.

No pareció pesar tanto a aquel anciano el sueño roto de una nueva Roma, la aniquilación de aquel gigante emperador guerrero que azotaba el Imperio con desdén. La idea de perder a su único hijo le laceraba su corazón. La vida cruel le había arrebatado todo cuanto tenía en la vida.



Se dirigió precipitadamente al fondo, tan rápido como sus débiles piernas se lo permitieron, y tomando su propio cinturón, se lo anudó a su cuello, y tirando de él con la fuerza que su propia alma desgarrada le procuró, acabó con sus días por voluntad propia. El anciano emperador había muerto tras 22 escasos días de ser investido.

Salve, Gordiano I.
 

martes, 3 de marzo de 2015

113. Fruto






Ornamento especial de tu espíritu, vil fruto cien veces maldito por los anales de la Historia; le darías un nuevo enfoque con la gloriosa hazaña que te va a investir dentro de poco.

Héroe que salva a la cobarde multitud, aglomerada tras de ti, junto a mí; curiosos, expectantes, no merecerían mi vida, porque ni siquiera merecen las suyas.

Diestro, hábil cazador, ésta podría ser tu mayor recompensa, tu figura trascenderá más allá de los montes, la mía quizás caiga maltrecha, atravesada y mancillada, bajo la eterna sombra de este tronco.


Cincuenta efímeros pasos, difuso y preciso reflejo de nuestra propia fraternidad. Tú ves mi sombra sumada al apéndice sobre mi cabeza, una silueta casi antropomórfica. Yo te veo claro bajo el dorado del sol y conozco tu rostro tenso. No desconfío de ti, pero sé lo que representa. Ese destrozo que revives cuando pierdes a tus presas. Te enfrentas a la mayor de ellas, aun siendo pequeña e inmóvil. Está sobre mí.


Gritan a nuestro alrededor. No dudo del morbo. No todos están de tu lado.


Vil manzana de la discordia, hostil fruto que fue en el Paraíso objeto del desplome; más arriba de mi frente la he puesto y es para ti. No tengo miedo. No estoy pensando en mí.

Podría colocarla frente a mi pecho, que tu feroz saeta funda su color carmesí con el de mi corazón, y hacernos uno mismo: mi falsa voluntad y la desavenencia.

Pero no quieres eso y no es por mí.

Yo tampoco lo quiero para ti.


Apresúrate a ser, pues, el héroe de los siglos. Tu hazaña está escrita en la punta de tu flecha. No te preocupes por mí. Padecer mi vida entera tras tu sombra de gigante, que opaca los corazones grises, no es problema para mí. Tampoco clavarme entre el tronco y el quebranto de tu honor personal.


Sólo hazlo, padre.

viernes, 6 de febrero de 2015

112. Gólgota


Como el fuego eterno que los pregones de aquella, tu garganta poderosa, exclamaba, y que torpes intentan embarrar en el fango de lo eludible ­(pues todo lo he contemplado desde mi posición cien veces negada), ¡qué difícil es, oh, Rabí, aplicar el perdón hacia los propios corazones atormentados! Sin la mano poderosa, sin esa fuerza celestial que siempre creí que tu espíritu poseía, ¿cómo curar el veneno interno?

Condenado a lo nefasto y vulgar, vil pecador de calumnias imputado, ladrón, pillo, incestuoso con otras afrentas extraídas de las lenguas viperinas del Diablo. ¿Qué soy yo, Rabí? ¿No soy lo que tú esperaste? ¿No soy lo que tú mandaste? ¿No es así que tu dedo firme señaló a este malhadado hombre cuya historia ha sido desprestigiada a través de los siglos? ¿Es que acaso tu omnisciencia no indicaría mi destino trazado en tu corazón?
¿Y no soy yo quien te acompaña en la eternidad, como te juré en vida? Mi propia redención, Rabí, la tiene la Humanidad en sus puños apretados, y siento mi cuerpo lapidarse año tras año por vanas mentiras, ¡por la reafirmación de la ambición podrida! Yo creí firmemente en ti, te besé, con el afecto a flor de piel, exento de cualquier traición que los de abajo me señalan ahora, ¡lo sabes bien! 

Inerme, incapaz, indigno, con la dignidad hecha pedazos al notar mi error, cometí el pecado mayor, que confesé ante el Sagrado Tribunal. Esperé de ti, Rabí, ¡hermano mío!, aquello que mi belicoso espíritu deseaba ver en las llanuras de un corazón tan apacible como el tuyo. Y así como las arenas del desierto nos advierten de su perenne condición, de su incapacidad para que el manantial de ellas broten, era tu pacífica misión la que despertó en mí las víboras de la perdición. Y cada vez que allá abajo mi nombre apedrean, es a Ti a quien me dirijo para excusarme una vez más, como si de alguna forma no sintiera merecer el Paraíso que me ofreciste en tu Santa compasión.

¡Indigno, digo, pues mientras en una vil cruz romana pendías, tu madre lacrimosa a tus pies y tu mujer Magdalena al costado, en la soledad y en el vacío, tras la sombra de un árbol sin travesaño, acababa yo mis días en la fiel soledad!
Te amé, Rabí, y traté de disponer que tus sagrados milagros nos liberaran del yugo opresor. ¡Ah, en ningún momento te entregué! ¿Será que la perfidia puede ser tan grande, que en los hombres se geste la idea de un monstruo que llevó por nombre Judas Iscariote? Sólo importa lo que Tú sabes, pues la verdad absoluta sólo tiene cabida en la sabiduría infinita de Dios. 

miércoles, 14 de enero de 2015

111. De bellum gallicum






Perdidos los pasos andantes,
extinta la chispa, la fiebre
exánime en hierros brillantes,
¡los años ingentes remembren

que al crudo calor del estío
tras amplias murallas de piedra
la sombra del vasto gentío
de furia y de gloria las medra!

¡Y qué hábil es la blanca espada
cuando ésta de arrojo se viste!
Mas, ¡qué estragos trae la nombrada
si el peso abusivo la asiste!

La Galia cayó, ¡no se olvide!
La sangre, la hierba encharcaba;
yerto el sitio muerte despide,
¡la alcurnia romana empapaba!

Idos, rapaz, el oro tomad,
frente en alto, tu indigna maldad.
Sea el puñal que ahora portáis
juez y verdugo de tu crueldad.

¡Que los idus de marzo desciendan
que la muerte y tormento te aprehendan!
¡que más de una veintena de dagas
te hagan pagar tu justa condena!
Septiembre, 701 a.u.c.​

martes, 6 de enero de 2015

110. El asedio



Hambrientos de poder y sedientos de sangre, más que de alimento y agua, ellos se revolvían entre sus propias barreras artificiales. Los nuestros los contemplaron desde el refugio con rotundo desdén, una mezcla de satisfacción, preocupación y ansias. No eran muchos.

Pero aquéllos eran organizados y esforzados. Trabajaban con más dureza que sus propios esclavos, levantando la empalizada y fortificando sus intenciones. Nuestros hombres sólo podían limitarse a mirar: estaban quedando atrapados dentro de su propia ciudad.


La muralla de madera que aquellos hombres de rojo realizaban era rotunda: circulaba todo el exterior de nuestra ciudadela. Sin duda, estaban bien curtidos en las técnicas militares. Nadie podía creer la hazaña que estaban realizando: no se habían tenido noticias de un asedio tan increíble en toda la historia. Poco a poco, las sonrisas de los nuestros fueron desvaneciéndose; se transformaron finalmente en muecas de horror. Los romanos estaban cumpliendo con su cometido.


Encaramados en las murallas de piedra, los galos observaron a los romanos levantar la fortaleza de madera sin precedentes que encerraba a Alesia en un gran círculo. Pretendían dejarlos sin escapatoria. Nuestros hombres previamente habían quemado toda la tierra aledaña, fértil y rica en alimentos primos, para que los enemigos al asediar sólo encontraran cenizas y destrucción y tuvieran que retirarse por el hambre y la necesidad de descansar.


Pero el comandante hostil no pretendía cejar en su empeño. Tenía atrapados en Alesia, el último refugio, a los galos. Éstos se habían escurrido hasta la ciudadela, escapando de las feroces espadas gladii de los romanos. Eran tan pocos a comparación de los nuestros, y sin embargo su fiero azote estaba tornando los ánimos de los guerreros en un miedo trepidante e intenso. Ahora, resguardados en Alesia, sólo esperaban el momento decisivo: ¿sería que podrían expulsar para siempre a aquellos romanos invasores de la Galia, o ellos vencerían y nos los someterían como esclavos, como basura?


Y ahí se encontraban: cien mil galos que habitaban la ciudad de Alesia, albergando a otros cuarenta mil guerreros recién llegados de los campos de batalla, que huían del enemigo. Sí, ahí estaban: mirando desde las inmensas murallas de Alesia cómo una pequeña porción de Roma, apenas diez legiones, los rodeaba para dejarlos sin escapatoria.


Julio César no pretendía luchar cuerpo a cuerpo. Sus soldados eran capaces, pero no pretendía tener bajas significativas en su ejército. Su técnica fue mucho más cruel como inteligente: ¿los galos se refugiaban en su fortificación? ¿Sí? ¡Pues que se acaben sus provisiones, que mueran de hambre, que nadie dejaría escapar ni uno solo de esos bárbaros!

Trabajando como obreros, como esclavos, con el ímpetu bravío y la moral por los cielos, los legionarios levantaron dos tremendos muros de tablas y palos alrededor de Alesia y de sí mismos: uno al frente, rodeando la gran ciudad, otro detrás de ellos, para protegerse de los refuerzos galos que podrían llegar. Ahí los miraban: se habían encerrado a sí mismos, entre púas, torres de vigilancia y arqueros apostados cada diez pasos.


¡Oh, quién dijera que la gloria de los galos, su honor, sus convicciones, estaban casi a punto de ser condenadas! ¿Es que acaso los romanos pondrían fin a sus rebeliones? ¿Es que debían ser sumisos de nuevo, como viles perros, ante los atacantes?


. . .


La desesperación invadía poco a poco los espíritus animosos de nuestros bravos guerreros. Un mes atrapados, con las provisiones de grano terminadas hacía poco, los pobladores de Alesia se retorcían de hambre. Algunos, con su honor quebrado, comenzaron a ver con ansias de saciar su necesidad de alimento a los cuerpos de los muertos, a los ancianos, a los enfermos... ¡comerse a sus mismos compañeros! Deliraban aquellos, estaban proclives al descenso a la locura, pero rendirse, ¡eso jamás!


Las tentativas de paz habían fallado. Los romanos no iban a retirarse. ¡Querian ver muertos a los nuestros! ¡Ni un paso atrás darían ahora que habían llegado tan lejos, que los habían acorralado!


Transcurría un día, y otro, y otro más. Aquellos estómagos exigían la comida que no les era otorgada, porque se terminaba a velocidades preocupantes. Alesia no estaba destinada a ser el refugio improvisado de miles de guerreros.


Finalmente hubieron de tomar la cruel decisión crucial. La ignominia se nos viene al rostro al recordarlo, y la sangre hierve en nuestros cuerpos. Pero la Historia es fría al repetir los sucesos llenos de vergüenza.

Vercingétorix, nuestro líder, expulsó de la ciudad a mujeres, a niños, a ancianos, a enfermos. A las familias inocentes. Sus propias familias. Las pobres mujeres galas, con sus niños en la mano, hubieron de salir a morir de las puertas de Alesia. La comida no alcanzaba para ellos. Salieron a la muerte, a la desesperación, al inframundo en nuestra tierra. Una fila casi interminable de bocas que ya no podían ser alimentadas por el escaso trigo que quedaba en la ciudad, el cual sería sólo destinado a los guerreros que aguantaban.

Las puertas de Alesia se cerraron tras los civiles que quedaron desamparados, a su propia suerte en tierra de nadie, entre la inmensa muralla de su ciudad que ahora les daba la espalda, y la empalizada enemiga, a la que se dirigieron.

Clemencia pidieron los nuestros a los romanos. Una multitud llorosa, expectante, acongojada, desesperada de mujeres y niños arrodillados frente al asentamiento rival, gritando piedad. Lanzados a la tierra y las cenizas, con lágrimas agrias y ardientes. Pedían comida. Pedían un sorbo de agua para los niños. Lo pedían por los pequeños. Lo pedían por los dioses, lo pedían por consideración y humanidad.


César los miró, luego agitó la mano con desdén. No iba a recibir al enemigo. Dejaría que aquellas, nuestras familias, perecieran de hambre.

Los gritos de terror arreciaron, las peticiones de clemencia se elevaron al aire. Cientos de rostros pálidos, demacrados, de las pobres madres que llevaban a sus hijos en los brazos o de la mano, algunos desfallecidos por la debilidad, cuyas voces no serían escuchadas jamás.

Morirían. Pero era necesario.


Despuntaba una nueva alba y una pila de cuerpos de los civiles, inmóviles por la inanición, se encontraba rebotando los rayos del sol sobre el campo. Nuestra gente, a nuestra gente los romanos se la llevaron. ¡Por ello han de pagar!



Un día, al horizonte, entre los bosques frondosos rebosantes de aves libres, brotó de pronto una bandada de jinetes a todo galope en dirección a Alesia. Eran una cantidad desorbitante, una inmensidad de lanzas y espadas largas, de cascos y crines al aire, que no vacilaban, hacían temblar la tierra con su galope y con todo empeño trataban de alcanzar el sitio del asedio.

Parecía que Galia entera sonreía. Incluso los dioses. ¡Eran nuestros aliados, y les cuadruplicaban en número a los legionarios enemigos!


Sabrán los dioses cómo habrá tomado la noticia César. Probablemente haya tenido el miedo que le faltó en todo el mes del asedio. Pero la espera estaba llegando a su fin. ¡Era el momento de nuestros refugiados para atacar, para derrumbar sus muros endebles, para acometer y masacrar a esos malditos!


Los enemigos se resistieron con ímpetu. Apostrados en sus torres de vigilancia y encaramados sobre la empalizada que improvisaron muy efectivamente para el asedio, les desataron una tormenta de flechas a nuestros aliados. Uno tras otro caían ensartados por jabalinas y flechas, o descalabrados por las piedras que incluso lanzaban. Las catapultas romanas cumplían su función con disciplina, lanzándoles incendiarios, haciendo arder la hierba, los árboles y a nuestros guerreros. La decepción veía la luz en los rostros de los galos atrapados en la fortaleza, quienes observaban cómo caían cadáveres deslizándose de lomos de los caballos que impetuosamente intentaban ganar el espacio desde el bosque al lugar del asedio.
Para cuando los aliados llegaron, su número se había diezmado y la moral los abandonaba. Aún quedaba la parte complicada: tenían que saltar el muro de palos que los romanos habían levantado en torno a ellos, y aquella tarea no era en lo absoluto sencilla. Los que saltaban a escalar eran bienvenidos con certeras flechas punzantes en sus cabezas.


¡Era momento de atacar, por la gloria gala, no había que esperar más! ¡La sangre celta hervía en los nuestros!

Desbocados, con el ideal de libertad y la furia resonando en sus corazones, los galos que quedaban resguardados salieron al ataque para intentar franquear las líneas enemigas del lado contrario. De este modo, los invasores tenían un ataque mutuo, por dentro y por fuera. ¡Ah, conocerían el poderío de las armas arvernas, la fuerza de sus brazos, el ímpetu de sus corazones!


Fueron bravos en su lucha, fueron nobles y dignos en su honor, cayendo uno a uno por Galia. Sus esfuerzos lograron derrumbar paulatinamente las murallas de madera romanas, y adentrarse en sus campamentos. Aún así, el enemigo mantuvo en raya a los nuestros, obligándolos a ceder el paso. Eran torpes a distancia, con pocos arqueros capaces, pero bastante diestros en el combate cuerpo a cuerpo, y ni la enorme corpulencia que destacaban los arvernos lograba aplastar la resistencia.

Hubo de durar dos noches aquella batalla, tiempo suficiente como para que los galos, de los que restaban en pie solamente la mitad, hicieran flaquear uno de los puntos débiles de la empalizada y pretendieran entrar como liebres a la guarnición romana. ¡Los que asediaban se habían convertido de pronto en los asediados! ¡Así de grandiosa fue aquella batalla!

Alegría les daba a nuestros hombres ver la desesperación impresa en el rostro de uno de los generales romanos, que no podía contener la entrada invasiva gala al campamento, haciéndoles frente como le era posible. Enviaba éste más y más refuerzos al área debilitada, concentrándose casi toda la magnitud de sus tropas en ese pequeño resquicio, y uno a uno aquellos hombres de rojo eran aniquilados, ultimados con todo el poderío y la valentía que los galos ostentaban.

¡Parecía la gran esperanza! Gozaron, seguramente, nuestros bravos defensores de Alesia, al mando del siempre ilustre Vercingétorix, del rayo de luz que se abría paso en la batalla, Roma parecía caer. ¡Pero la confianza siempre es traidora!

Nadie podía esperarse que el gran general romano tenía un as bajo la manga. ¡Mandar cohortes a atacar por la retaguardia, tomando por sorpresa a nuestros guerreros tribales! Nuevamente los galos parecían atrapados en lo que suponían dos tremendos muros rojos: el campamento romano que atacaban y las hileras romanas que aparecían por detrás de ellos.


La mirada del comandante Labenio (quien dirigía el área débil), desesperanzada, así como las de sus hombres tremendamente agotados por el combate, brilló de nuevo al ver los refuerzos llegar por detrás. ¡Aquellos romanos desmoralizados, aterrados por no poder contener en esa porción de terreno a los galos, se volvieron a llenar de fuerzas, recobraron energías, sus malditos pechos volvieron a resonar con gritos de guerra, al ver en lo alto de su majestuoso caballo, ondeando su enorme capa roja, al mismísimo Julio César blandiendo su espada contra nuestros hombres!

Repartiendo mandobles con su enorme gladius, montado en su blanco corcel, el enemigo estratega demostraba así su ausencia de temor por enfrentarse en medio de las filas como un soldado más. Y nuestros rivales, esos impuros invasores renacieron, se llenaron nuevamente de coraje y de valor, y acometieron con el doble de ímpetu contra nuestros desguarnecidos guerreros, los últimos en combate.

Las rodillas sin vida golpeaban la tierra y hacían rebotar sus cuerpos yertos, las cabezas rodaban, los gritos hacían eco en el cielo y volvían. ¡Oh, destino infortunado el de Alesia, el de Avárico, el de los arvernos, el de la Galia entera!



Con los dioses cenarían aquella noche cien mil valientes, dignos de la tierra que los vio nacer, y que ahora los soportaba inertes, sobre la hierba teñida de rojo y la tierra revolcada por la violencia.

Roncos, cansados, hinchando sus pechos, con las espadas rojas en alto, los enemigos gritaban victoria mientras pisaban los cadáveres frescos de nuestros compatriotas. Algunos pocos huían, y los enemigos, demasiado cansados, no hicieron esfuerzo alguno por perseguirlos.

No huyó el siempre glorioso Vercingétorix. Viéndose solo, depuso sus armas, plantándose ante César. No humillado, sólo vencido. Lanzó su espada, su escudo, su armadura a los pies del enemigo, y se puso a su disposición voluntariamente como sólo un valeroso galo digno de llamarse así podría hacer: un galo prefiere la vida entera de esclavitud antes que la muerte honorable, pues para que nuestros dioses puedan ser adorados, es necesario que nos conservemos vivos, así llevemos una vida de penurias.



Cayó Alesia, la última resistencia gala, el suspiro de nuestra independencia. Así fuimos aplastados por las cáligas romanas, así nos azotó el fiero látigo de la opresión. Galia no volvería a soñar, por lo menos pronto, por un futuro de libertad. Presos y esclavos de nuestros enemigos, que invadieron nuestras sagradas tierras, que ultrajaron a las nuestras, que asesinaron fríamente a estos pueblos. Y la siempre gloriosa Galia, sólo sería un conjunto de provincias romanas más.

viernes, 14 de noviembre de 2014

109. Anexión


 Su recuerdo toma una fusta y atiza mi presente. Ella es parte de ese recuerdo. Ella, pues, me atormenta. ¿Debería repelerle la entrada a mi recinto, debería tratarla como la peste que se evita? ¿O debería disfrutar de esas últimas caricias, aunque dolorosas, que prodiga incesante a mi ser?

Su recuerdo es una sombra amorfa entre mi vista y mi razón. Se desliza por las paredes de mi estancia con tanta velocidad que me aturde; ora está a mi derecha, ora a mi izquierda. Y después, en mi centro, de tal modo que no la pueda observar, sólo pueda sentirme indigestado. Y como tal, con el placer de haberla consumido hasta casi la saciedad, mas faltándome tanto.

Porque ella está aquí, en mis recónditos sentimientos. Probablemente a estas alturas se haya fundido con mi cuerpo y mi alma. ¿Entonces, somos uno mismo? ¿Entonces, debería odiarme?
Dulce mujer de mirada esmeralda, tu partida ha sido presencial, pero me he quedado con lo mejor de ti, que es a la vez lo que más me tortura. Yo poseo tu esencia porque la pusiste en mis manos. Puedes sentirte libre y completa, pero te has ido sin una parte de ti.

No pido que vuelvas por ella. No tienes que hacerlo. Pido, vieja amiga, lo que es natural: que me indiques cómo debo manejarte. Cómo adherirte a mí sin que haya ningún dejo de rechazo. Pido que me sugieras cómo te transporto a un área más segura. Esa parte que no tiene acomodo eres tú, eres tú en mi vida.

Pero no te la lleves, no me dejes solo.


lunes, 21 de julio de 2014

108. No me gustan los lunes







Roxanne, you don't have to put on the red light
those days are over
you don't have to sell your body to the night



El disco comienza a rayarse. Es una lástima. Pienso que debo levantarme de la cama, papá no está y no hay mucha comida en el refrigerador. Todo el espacio lo ocupan sus botellas de whisky. No le basta el piso y el sofá. No hay lugar para mucho más.

El disco da otra vuelta pero en ocasiones se detiene. Me molesta. Pero golpear el tocadiscos lo dañará más. Es mi único disco, es la música que amo. Es la melodía de mi vida. Es lo que me acompaña y lo que apaga la chispa, el ardor. Ese ardor… No debo enfurecer.

Hoy no puedo salir. Papá no iba a regresar hasta tarde. Es una pena que no pueda usar mi rifle hoy. El rifle es tan divertido… las últimas tres semanas las he empleado para practicar mi puntería matando pájaros en el bosque. Desde que me decomisaron mi pistola de aire comprimido no había podido entretenerme mejor.

Papá me dio este rifle para que dejara de fastidiar. Fue mi regalo de Navidad. Yo quería un radio. Él me dio un rifle con 500 balas. No sé por qué lo hizo, creo que sólo quiere tenerme lejos. Creo que quiere que me mate. Pero me lo regaló, es sólo mío, y yo soy feliz. Me encantan los rifles, las armas y ver la sangre de las aves correr, roja, entre sus plumas yertas.

A él no debe importarle lo que yo haga con mi vida. Él siempre quiso deshacerse de mí, ¿no? Él quiere vivir la suya. Él quiere vivir en el alcohol. Yo quiero vivir en mi música. Pero no tengo radio, pero mi disco está rayado. Tengo que hacer algo. Este día es pesadísimo. Es un maldito lunes plomizo.

Me levanto de la cama, doy vueltas en mi habitación. Todo está tirado. Hay muchas cosas por el suelo, pero ya tendré tiempo de arreglar después. Me gusta mi desorden, me gusta. It’s a bad way, Roxanne. You don’t have to put on the red light. En la ventana no hay muchas cosas interesantes que ver. Lo de siempre. El estúpido panorama. La calle transitada. El estúpido sol. El colegio a donde fui de niña, ahí enfrente. Los niños idiotas entrando a clases.

Los niños como perros, como ovejas, como un rebaño de ovejas, como patos.

Como pequeños pajaritos dando saltos mediocres.

Supongo que es hora de divertirse. Abro la ventana. Entra un aire fresco, una corriente, me despeina mis horribles cabellos rojos. Pero hay que dejarla abierta. Voy por mi hermoso rifle, casi nuevo, en una esquina. Con sus provisiones. Lo tomo, lo acaricio. Ésta es mi diversión. ¿Por qué no puedo salir hoy al bosque? ¡Me aburro tanto!

Mi estúpido rifle.

Aproximo una silla a la ventana. Hay que estar cómoda. Papá dice que para disparar no se debe estar tenso. Hay que aflojar los músculos. Hay que afinar la mirada, hay que sentir que uno mismo es el arma.

Coloco el rifle sobre el borde de la ventana. Su cañón se dirige a la entrada del colegio. Tiene una mira de precisión. Los cuerpos de los niños danzan entre la cruz negra que dibuja el lente de mi rifle. Esto va a ser divertido.

Detono. Una vez. Otra vez. Otra vez. Al de la derecha. Al de la izquierda. Al pillo que corre por allá. A la niña de trenzas. Me gustan las chaquetas rojas y azules de los niños. Esto es tan divertido. Cae un niño, adolorido. A otro, creo que le he volado un brazo.

Disparo. Disparo. Disparo. No hay mucho sonido. Este rifle no patea. Lo amo tanto. Maravilloso rifle, tan preciso, tan bonito, tan sanguinario. Ahí uno, ahí otro. Los gritos en el aire creo que los ensordecen, a mí no. Yo canto, yo canto I won't share you with another boy…

Los niños gritan, los niños corren en todas direcciones como hormigas a las que les han pisoteado su madriguera. No saben en donde refugiarse. Idiotas. Mi precisión es tan certera. ¿Detrás del carro, tonto? No te escaparás. Bang. Allí y allá. Al de allá. Aquél corre también, lo abato. No se saben refugiar. No saben que los voy a atrapar. Pajaritos.

Ese señor, ese director estaba en mis tiempos. Era un maldito conmigo. Aquél que va allá, el de traje, ése es el director del colegio. Sale para ver qué ocurre, para ver a quién salva. Iluso. Él me mandó al psicólogo. Él dijo que debía tener terapias. Le dijo a mi padre que yo era una suicida potencial. No sabe nada. Yo sólo quiero divertirme.

Le he volado el corazón a un niño. El pecho, es la parte más sencilla de acertar, es letal. A la cabeza no doy una. No se me acabarán pronto mis balas. Tengo 500. Pienso descargarlas todas. Ah, estoy riendo.

El director se interpuso entre un niño caído y mis deseos sanguinarios. Pues vamos a arrebatarle la vida. Uno, dos, tres disparos. El director ha caído al suelo. Cuatro, cinco, ¿por qué no? Vamos a despedazarlo. Tengo muchas balas. Tengo muchas, muchas balas.

I know my mind is made up, so put away your make up!

Idiota celador. Va e intenta reanimar al director caído. Idiota celador. Pues vamos a abatirlo también. Desde mi ventana, soy imbatible, soy la reina del mundo. Me temen y huyen. El celador no me teme, tal parece. Tres disparos, y queda yerto en la banqueta también.

Creo que están transportando a los niños desde la puerta trasera. Ya me vieron. Me vieron, pero ¿quién me hará frente? Estoy armada. Tengo un hermoso rifle. ¿Quién va a negociar? No saben que sólo quiero acabarme mi carga. Sólo quiero disparar todo. Sólo busco divertirme, ¿qué demonios hay con eso?

Llegan las patrullas. Llegó la policía, Dios. Esto apenas comienza, se pone bueno. Cubren a los niños con los vehículos. Ya no me es tan fácil acertar. Idiotas policías. A uno le vuelo el cuello de un balazo. Los demás, cobardes, se esconden. Se arman. Quieren detenerme. Me amenazan con disparar. No van a poder. Estoy desde mi ventana, en lo alto de mi casa. Yo tengo mi rifle francotirador. Ellos no me van a matar. Ellos no pueden hacerme nada. Yo soy la reina del mundo.

El tiempo pasa, las horas se arrastran. Es divertido. Unas doscientas balas bien utilizadas. Otras sólo las disparo al aire. Es tan divertido, es tan divertido. Pasan las horas. Se hace tarde. Pasa el mediodía, pasan… Creo que pasan seis horas. Me quedan cinco balas. Cuatro. Tres. Dos. No puedo más.

Ah, tiro mi rifle. Ya no tengo balas. Tengo que negociar ahora con la policía. ¿Por qué la diversión siempre tiene que acabarse en algún momento? Voy a aburrirme el resto de la tarde. Yo quería continuar. Mi padre me dio pocas balas. Aunque, bueno, tengo hambre.

La policía tira la puerta de mi casa. Creo que vienen reporteros. Vienen entrometidos. Viene la fuerza pública. Vienen todos. Creen que soy peligrosa. Creen que soy una criminal. Yo estoy drogada. Yo estoy mal. Yo estoy loca. Yo estoy incapacitada para enfrentarlos.

Entran. Me apuntan todos. No tengo mi rifle en mis manos, sólo estoy sentada en mi cama. ¿Qué más podía hacer? Ya sabía que iban a venir. Son unos aguafiestas.

Me atenazan el brazo. Me someten. Alguien pasa mis manos a mi espalda, me tiran de rodillas. Corren a mi alrededor, hay muchas pisadas. Siento que todo el mundo me tiene sujeta. Ponen esposas en mis muñecas, ¿qué puedo hacer?

Me levantan, me dicen que no volveré. Que mire lo que he hecho. Que qué pensaba. Que iría a la comisaría. Yo creo que iré a la cárcel. Así son ellos.

Pero no sé qué responder a las preguntas que me hacen. Se aglomeran los reporteros a mi alrededor al salir de mi casa. No pueden creer que una jovencita de 16 años como yo haya realizado tal masacre. Piensan que soy un fenómeno. Yo les digo que no.

Un reportero se me acerca, tiene una libreta. Es un imbécil. Me pregunta algo. Le respondo algo.

—¿Por qué, por qué lo hiciste?

"No me gustan los lunes. ¡Son tan aburridos! —le respondí—. Sólo lo hice para animarme el día. No tengo ninguna otra razón, sólo lo hice para divertirme. Vi a los niños como patos que andaban por una charca y un rebaño de vacas rodeándolos, así que eran blancos fáciles para mí. Fue muy divertido ver a los niños fusilados”.



_____________

Relato basado en una historia real. En 1979, Brenda Ann Spencer realizaría la terrible masacre de Cleveland Elementary School, en San Diego California. Su excusa, "I don't like Mondays", se haría célebre. Actualmente continúa purgando su condena en prisión.

107. Porcelana






Cuando el reflejo cristalino es turbulento, no te encuentro, no me encuentro.
Y por las mañanas observo al agua riendo a la luz del sol. Se mueve como las hojitas otoñales danzando antes de morir. Y no me deja verme porque no estoy ahí, porque está el cielo, porque está el sol, porque están las nubes nómadas y el blanco indiferente, el azul del infinito, colores distorsionados. Pero casi nunca estamos ahí.
Cuando siento que alguien toca mi hombro, lo toma y no me deja caer, reconozco que es el viento travieso, o eso creo. "No estás solo", siento que me susurra, y entonces ya no me siento tan sola.

El lago no es mi mejor reflejo. A veces me muestra sólo un lado de la moneda y al día siguiente otro. Depende cómo me encuentre y depende quién sea yo. Hay ocasiones en las que me apetece disfrazarme de ella, ser su máscara, esconderme, acorazarme del mundo. Y ser lo que soy irónicamente. Ser porcelana. Ser metal.
Y está una mirada neutra frente al espejo, y esta mano frágil toma una brocha, pone algo por aquí, algo por allá, un poco menos en la nariz, ya no soy el que era ayer.
O quizás sí. Pero no para los demás, que es lo que importa.

El sol resplandece, me baña. Me acaricia, me lame. Me tocan todos, todos a mi alrededor. Son seres mecánicos que me atraviesan con sus miradas frías, luego no queda nada. Luego está el reflejo en el lago. Pero no es el mejor. Distorsiona mi rostro, me distorsiona más que la brocha. Distorsiona mientras el sol se pavonea desnudo en él y yo lo observo. Me opaca y no estoy, el agua me ondula, me lleva de un extremo a otro.

Pero estoy acostumbrada a que me toquen, estoy acostumbrada a que me vean menos. Estoy acostumbrada a que el agua turbulenta juegue conmigo y me quiebre ahí, en su superficie, me quiebre, me refleje mi espíritu y no mi cuerpo. Yo también me toco a mí mismo. Yo también me toco a mí misma. Sé que no soy lo que estoy viendo, sé que no soy nada, sé que soy todo, que soy nada. Que no sé. Sé que no sé.

Sé que estoy inventando, y que espero que aparezca el tren correcto. Que a donde voy no es más allá de lo que el reflejo me quiere inventar a su vez.

Y ya no salgo, y me siento en la ventana, la caída es fatal pero el sol es vital. Porque quiero que él me toque, me acaricie, me bañe. Y por la noche me siento en la ventana, la caída no se ve, es muy oscuro, pero está la luna. Y en la noche quiero que ella me bañe, me acaricie, me toque. Ella.
Ella, la luna. Ella, mi sueño.
Día dos, más arreglo, un poco más sobre la nariz, un poco más bajo los párpados caídos. Quiero ser porcelana.
Sonrío ante el espejo con mi mueca corrompida. Con mi mirada de un color indefinido. Indefinido como las ondulaciones del lago. Hoy me va a mirar él, hoy me va a contemplar y admirar él y enrojecerá. Quiero ser porcelana.
Coloco la brocha sobre el mueble, me miro, no quiero mirarme. Admiro lo bella que soy.
Soy bello. Él me va a derretir.
Él no se va a derretir.

No tengo a dónde ir. No tengo camino. No hay camino para mí, no hay refugio, no hay sombra.

Voy al lago a reírme de mí mismo.
Y el lago me devuelve la belleza rota, no me estoy riendo de mí misma, el sol se ríe en el fondo, tras mi cabeza, lo veo. Ilusa yo que pensé que sería su favorita. Hay más bellas en este mundo a las que puede admirar.

Me lanzo al lago para fundirme con mi alma tras él, y es que, la verdad, quiero morirme.

106. El sótano





Mamá, ¿dónde estás? No te veo. Necesito verte. No aguanto más…

No estoy lista para estar sin ti. Si esto es la vida, no la puedo entender, no puedo contra ella. Necesito estar a tu lado. Si decaigo, querida madre, estará tu mano salvadora para mí, ¿no es así?

Júrame, mamá, que detrás de estas cuatro paredes todavía hay un mundo de colores allá afuera. Dame tus ojos un segundo, para contemplar la alegría un instante. El vuelo de un ave nutrirá a mi corazón de esperanza. Y tus manos, tus manos pequeñas y suaves le darán alivio a mi alma. Calmarán este dolor que siento en todo mi cuerpo. Las necesito…

Dime que puedes ayudarme. Quiero cerrar mis ojos y que tu voz en un susurro sea la melodía de mi vida. No quiero seguir respirando el polvo de este infierno. Huele a mi propio cuerpo que se pudre poco a poco, atado aquí, mancillado, quemado, herido. Desde el rincón de las arañas te confieso, madre, donde quiera que estés, que mis fuerzas se agotan y no podré luchar mucho más. Vuelve pronto, por favor, aparece tras la puerta de hierro, corre hacia mí, lloraré al verte, me desatarás, me abrazarás, me repondré junto a ti…

Mamá, me están haciendo mucho daño…

Todo este dolor se confunde entre las penas, la soledad y las heridas de mi alma. Me han golpeado hasta ceñirme a su juego. Sé que no es esto lo que deseabas para mí, pero cómo íbamos a saberlo, mamá. Quiero ver los colores, espero un día poder sonreír… porque mis labios están tan heridos que abrirlos un poco me parte en dos.

Me duele decepcionarte, mamá. No soy tan fuerte. No puedo más. Mis brazos están morados, llevo días colgada por cadenas en este sótano maloliente. Estabas orgullosa de mí. Tenías las expectativas puestas en mi persona. Me duele decepcionarte. Mis energías se están agotando y mis esperanzas se opacan. Pasan los días, mamá, y no te veo.

Sólo veo ese par de ojos de lumbre, que me observan como la basura que soy. Que me fustigan. Mamá, yo no sé… yo no sé lo que está pasando. Esa mujer desconocida me golpea sin cesar, día y noche. Me quema la piel con sadismo. Me dice que estoy hecha para esto. Mamá, ¿tú me has hecho para esto?

Cómo quisiera que supieras que me tienen prisionera en este sótano, en lo que parecen los confines del mundo. Un lugar que la luz no sabe que existe. Esta mujer me ha colgado del techo con cadenas diciendo que es mi castigo por ser una mala niña. Aún no entiendo qué hice mal, sólo quiero que entienda que ya aprendí la lección. Que por favor me suelte. Pero ella no quiere, mamá. Esa señora me golpea y corta mi cuerpo con delicia. Escucho mi sangre gotear contra el suelo. Me estalla mi cabeza y no siento mis brazos.

Ayer, frente a sus hijos, me destrozó con una botella de vidrio mis zonas más delicadas. Me da vergüenza hablar de esto, mamá. Pero tienes que saberlo. Dijiste que me cuidara, no pude hacerlo. No pude evitarlo. Estaba atada. Las paredes son mudas testigos. Ya no pude gritar más. Mi pecho sabe que entre más grite, más me torturan. Este tormento es eterno, suelo pensar que sólo acabará cuando terminen de matarme.

Tengo chorros de sangre seca descendiendo mis piernas. No puedo moverme. No escucho tu voz. Escucho risas desabridas, risas del diablo encarnada en esa señora y sus hijos. Me concentro, te juro que me concentro, tú eres mi luz, mamá. Pero estás tan lejos… ignorando lo que ocurre aquí en este lugar… sé que no lo permitirías… pero no puedo llamarte… eres mi salvadora, mi hermosa madre, siempre lo has sido… por favor, por favor, aparece… soy una vela a la que soplan y que teme extinguirse.

Llevo días sin comer, mamá. Sólo me dan un cuenco de agua y galletas saladas. No puedo abrir la boca. Mi rostro apenas tiene forma. Mis labios ya no abren a voluntad. Ahora mis costillas sobresalen tanto que temo que vayan a romper mi piel. Desearía que no me vieras en este estado. Pero quiero vivir, mamá… te juro que quiero vivir, junto a ti, oler de nuevo ese perfume de jazmín que impregnas en tus ropas, recargar de nuevo mi rostro en tu pecho, que me digas que mañana todo será tan hermoso como antes…

¡Mamá, ven por mí!

Hoy fueron crueles conmigo, madre. Con un alambre ardiente, tatuaron en mi cuerpo desnudo groserías horribles. Tampoco pude hacer nada. ¿Cómo tendré entereza para que me veas así? Cuando me ayudes, mamá, cuando me liberes, quiero pasar el resto de mi vida en mi habitación. Y que no te separes de mí nunca, pues no puedo vivir, no puedo estar sola. No puedo enfrentarme a la gente. Me han hecho mucho daño. Pero ya no me quedan ni siquiera energías para odiar, manera de pensar algo diferente.

Pero por lo menos puedo decirte que fui fuerte, mamá. Me quemaron mi cuerpo con groserías, y aquí sigo, esperando tu llegada. Cierro los ojos y sueño con un día de campo a tu lado. Como hace un año, cuando cumplí quince… Llévame al campo, llévame a la feria donde trabajas, llévame al fin del mundo. Sueño que te abrazo, sueño que vuelo a tu lado, al horizonte, al fin del cielo y del mar…

Mamá, ya no puedo más. No sé qué pensar. Esperaré con esta fiebre ardiente tu llegada. Tengo hambre y sed. Extraño tu comida. Me duele cada centímetro de mi cuerpo. Quiero tu amor. El amor es una palabra que no se conoce en este infierno…

Mantendré mi último soplo de energías con mis párpados en alto. Necesito observar fijamente la puerta de hierro. Escucho mi presentimiento… vas a llegar por mí… la policía detendrá a esta señora… mis cadenas… las vas a desatar…

Vas a llevarme… vas a llevarme… vas a aparecer… vas a…

Mamá… mi salvadora… sé que vas a aparecer…

No… me abandones…

Mamá, vas a llevarme contigo. Mamá, te espero… mamá, cada segundo de esta existencia será por ti…

Mamá… eres todo cuanto amo…

Mamá…



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En memoria de Sylvia Likens. Secuestrada y salvajemente torturada por mero placer de su agresora, falleció el 26 de octubre de 1966, a la edad de 16 años, por causas de desnutrición, hemorragias internas y traumatismos. Su homicida purgó sólo 20 años en prisión antes de salir en completa libertad.

domingo, 6 de abril de 2014

105. Media Luna.








Lenguas de fuego exhibiéndose en su esplendor, rugiendo ante tus ojos. Procuraste el infierno y así lo dejas caer. ¿Es que acaso los gritos desesperados de estos hombres, los lamentos y las huellas terribles sobre el fango comienzan a estremecerte y a mantener inquieto tu corazón de piedra? En tu ambición como persona, quisiste adornar tu nombre y apellido, tal como tu señor, y es que pregúntales a los sabios de tu mundo: ¿qué es de un hombre cuyo prestigio no trasciende en los libros de la historia? ¿No es acaso cosa cierta que el viento se lleva sus cenizas a la nada?


El desfile tenía lugar tras los peñascos, más allá del santuario. Las figuras se escurrían por las montañas como los ríos de agua. Brillaban las puntas del metal sobre sus hombros, el ruido de sus voces se confundía con el del estrépito general. Aquellos hombres, furiosos como los jaguares, rugían con el ánimo exaltado mientras bajaban las laderas por cientos, por miles, por millones, un mundo de hombres hijos de la tierra que defendían de los invasores. Saltaban con bravura las rocas, se aproximaban, no concedían terreno.


Tu alabarda y tu disfraz de metal te convierten en un villano y te conceden un papel del que no reniegas, pues sabes que es sencillo lograr tu cometido final si procuras aplastar con malicia los amaneceres ajenos. La felicidad consiste en lograr aquello de lo que tu acérrimo rival carece.


—Arcabuces al aire. Soltad fuego cuando os ordene.

Las miradas no se dirigían a su oficial. Montados tras la empalizada, tras los blocaos y las ruinas ajenas, los fieles hombres barbados mantenían fija la vista al horizonte. La experiencia les mandaba aguardar al momento oportuno, al momento en el que se vieran obligados a responder el ataque para no ser tachados de agresores. No superaban en número a los nativos, pero aun así no se inquietaban. Aquéllos jamás hubieran podido franquear el fuerte.


Tu media luna en tus manos brilla con la que desde el cielo nocturno le complementa. Enhiesta, muestra su fulgor ante la muerte y forma alianza con ella. Hay más hombres como tú, idénticos, patéticos, pero el honor ya no está en disputa. A tu lado, observan con una mueca de fingida rudeza el final de su cuento que ellos decidieron, y al frente, bañado en sangre, yace el que hace poco se plantó ante ti, con nuestras vestimentas extrañas e impuras. Aún tras él, su choza arde en llamas.


Una flecha furiosa surcó los vientos y halló su destino quebrando una madera de la débil fortificación. Más le siguieron a la osada, siendo despachadas de sendos arcos indios tensados sin tregua. Aquellas puntas hirientes se amontonaban tras la empalizada, logrando penetrar apenas un par, pero las suficientes como para que el oficial diera el grito de ataque. Sus hombres, sedientos de guerra, accedieron a la firme orden de su superior quien con voz de sierra quebraba la tensión:

—¡Arcabuceros! ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego!


Las chispas de fuego vuelan y se confunden con las eternas estrellas, ¿ya estás contento, guerrero, de haber realizado tu proeza de manera exitosa? En la inmensidad de ese campo devastado, que en otros tiempos fuera un edén, en esa inmensidad de la ciudad nativa que llamaste primitiva, tú ya no puedes brillar más. Tus ojos ya no podrían impresionarse de nuevo con nada en este mundo. Has devorado el miedo y el honor de los que defendieron nuestras tierras de tus tóxicas pisadas.


—¡Todos a trabajar! ¡Ningún ocioso ha de quedarse parapetado! ¡Alabarderos, añadid número a los blocaos, cerrad terreno, acudid al encuentro, avanzad por el descampado, andando, andando! ¡A tomar su santuario, cien maravedís a cada hombre que lo ocupe! ¡Sin temor, jinetes, realizad la escaramuza, nuestra bandera ondeará gloriosa por cada nativo que caiga! ¡Adelante, adelante, adelante!


Más como tú temblaron, hombre pálido, de los que con sus manos firmes sujetaron los arcos y lanzas. Puedes atribuirte la proeza de enmascarar tu cobardía y fingir que eres digno de lo que vas a robar. Puedes, señor de las armas, sentirte el rey del mundo al pisar las granjas muertas de alegría y las almas rotas que aún vagan calientes sobre el descampado. Puedes soñar, por ahora.


Los hombres de guerra avanzaron fustigados por las palabras bravas de su oficial, que bramaba desde lo alto del fuerte. Pronto los nativos se dieron cuenta que no tendrían oportunidad contra aquella infantería, que aunque era menor en número, iban tan armados que las lanzas les resbalaban por sus vestiduras metálicas y las flechas rebotaban contrariadas en sus pechos. La pólvora tronaba desde la refriega y por los hábiles tiradores que desde la fortificación apoyaban certeramente a sus compañeros a pie y a caballo. No hubo de pasar mucho tiempo para que los nativos cayeran desmoralizados y muchos de ellos huyeran hacia sus terrenos. Con muy pocas bajas, los soldados españoles los siguieron de cerca hasta arribar, a corta distancia, al pequeño poblado.


Los caballos grises de tus conquistadores lloran y mueren de pena mientras flotan sobre la naturaleza muerta. Sus lamentos van más allá del metal de las espuelas. Tú llevas el orgullo de haber matado a un hombre en la refriega, siempre en nombre de Dios.


Hundidos en la oscuridad de sus chozas, los pocos guerreros restantes trataban de contrarrestar el ataque sin muchas esperanzas. La caída del primer palmo de tierra sagrada estaba cayendo, la derrota era inminente.

—Quemadlas, quemad todo, quemad todo —decían los soldados entre sí.

El fuego arreció tras los tejados de las humildes casas; pequeños abandonados corrían aún entre el desastre, desamparados, solitarios, incapaces. La granja fue bañada por la lumbre en un santiamén. Las estrepitosas balas rugían rapaces insertándose en las maderas, en las hojas, en los céspedes, en los cuerpos vulnerables. Uno a uno caían, uno a uno rodaban. Las chozas se desplomaban inertes, haciendo arder el campo; las chispas se liberaban y, junto a las almas, se dirigían a la infinidad y a la nada. La primera aldea había caído, las esperanzas de los nativos se derrumbaban, sus atacantes lucían poderes que les superaban en todo sentido. Los estaban aplastando.


Que la ignominia te escurra de la cabeza a los pies, que vomites hasta morir las infinitas impurezas de tu mancillado corazón. Tú, que sonríes como si fueras un vasallo de provecho, sólo eres una oveja del rebaño de tu pastor, una piedra con traje de hierro, un invasor de reglas injustas, un dios de la escoria, un cobarde. ¡Un cobarde! ¡Un cobarde! ¡Un cobarde…!

Alzó las manos un último nativo, saliendo con múltiples quemaduras de la vivienda donde se resguardaba para atacar. Miró a la escuadra de hombres de metal con unos ojos de súplica y de angustia. No parecía ir armado y sería acaso el último sobreviviente de la carnicería. Frente al soldado más cercano cayó de rodillas, los brazos en alto, la boca en una mueca desagradable, el miedo destilándole por los poros de su cuerpo. Pedía paz y perdón.

Aquél soldado contempló la media luna hiriente de su propia alabarda. No sólo saboreó en su paladar los preceptos y los juramentos hacia su oficial, también recordaba que su arma aún tenía ese color gris de la plata más pura y brillante, aquella noche no se había mancillado. Y recordó que era un hombre fiel a la Corona. Vio el cráneo del indefenso que pugnaba en su lengua. Aquello no servía de nada. Con su propio concepto de valor, arrancó la vida de aquél inerme, el último sobreviviente, entre risas sin ahogar.


¡Un cobarde! ¡Un cobarde! ¡Un cobarde…!