Bienvenidos!

Bienvenidos.
Gracias por visitar el pequeño nido del cisne.

Cuento con un pequeño compendio de escritos que van resultando de luces esporádicas de imaginación. Ratos de cielos color violeta sobre mi cabeza.


Escritor amateur, graduado de Letras, aunque lejos de los mejores honores. Aficionado también a la Historia y a la Filosofía.
Espero que encuentren amenos mis breves relatos. No aspiro a nada, pero me alegraré de saber si al menos una persona logró cautivarse un par de minutos. Supongo que eso hace la diferencia entre una rutina trazada y un devenir diferente.

¡Gracias de antemano!

miércoles, 27 de febrero de 2013

88. Un final intrascendente.



Al paso de una corriente aérea junto a mi silueta, todo se desmorona a través de mis sentidos. Nada queda, nada trasciende, nada sirve en lo absoluto. Una fuga siniestra de congruencia se dibuja tras cada sombra de los residuos que deja la tormenta, y estos pronto quedan pulverizados hasta volar por los aires demasiado corrompidos.
Lo veo a diario, para mi mala fortuna; es un atisbo inclemente que el destino le depara a mi mundo, a ese universo por el cual yo transito con el mayor de los desdenes. Giro mi rostro hacia los confines, trato de visualizar una esperanza tras cada herida que sufre mi alrededor. Cada grieta es un dolor profundo, es un lamento infinito que surca los helados vientos y se eleva impetuoso hasta el firmamento, sin dejar de resonar chillonamente en mis oídos. Ojalá pudiera hacer algo por toda esta porquería.
Mis pasos no crujen en el suelo que se desvanece. Mi sombra hace ya tiempo que se ha fusionado con la negrura del paisaje, que terminó engulléndola de forma brutal e impía. No voy a ningún lado, porque avanzar en este desierto es dar vueltas en el mismo círculo de la desesperación. Simplemente, mi cuerpo obedece al instinto de avanzar para embarrarme más de este musgo que rige por todos los alrededores.
No hay sol, no hay luna, no hay estrellas. No hay color. No hay vida. Avanzo, y las aves muertas caen de los cielos hasta mis pies, rendidas, con las alas extendidas como formando grandes cruces. Un paso mío, que se hunde hasta lo más abismal del fango, hace trepidar las últimas paredes grises que se sostienen llenas de fisuras a mis lados. Todo cae, no es mi cuestión; todo muere, no es mi culpa. Mis lágrimas no aliviarían una humanidad en decadencia. Estos puños que tenso en un sincero odio dirigido por la misandria jamás le devolverían la sonrisa y la vitalidad a un yerto cuerpo tendido en el olvido.

El caos reina, el silencio devasta. Corta la piel. El frío es amo y señor del mundo. Todo ha quedado corrompido, no hay vida y nada volverá a ser como alguna vez se soñó. Mis ojos se cierran porque simplemente no desean ver hacia ninguna dirección. El vacío se erige como gran estatua en medio del depósito de almas muertas, a lo lejos, en el firmamento, en donde nadie lo alcanza pero todos lo ven. Nos llena, nos engulle y nos tortura. Nos mata a todos y nadie puede salvarse. Esto ha finalizado, porque quiebra el sentido propio, porque nadie desea por cuenta propia sobrevivir al infierno terrenal.
Las últimas gotas de color son las de mi sangre, pero pronto el gris las barrerá. Mis ojos están secos, tanto como mi boca, tanto como mi interior. No nos queda nada por dentro, no nos queda una chispa, no nos queda una llama que no debía apagarse. Caeré, caeremos, todo caerá, como el resto de las cosas cayeron, y este fue el fin de lo conocido y de lo que habría de conocerse.

A la humanidad le faltó saber lo que era el amor.



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Inspiración directa de Radiohead, su humilde versión aminorada.

87. Duele



Duele. Duele.
Duele porque lo que fue ya no es lo que es. Duele porque lo que será se conjunta con lo que fue y lo que es.
El saber que no tiene sentido las cosas como son, que hace falta más que la añoranza del ayer. Que la sonrisa no significa nada. Si vieras mi interior, parece un bosque seco sin alegrías.
La tranquilidad que hoy reina, que ves en mí, no indica gran cosa. Puede ser una pasividad forzada por no querer entender que las cosas se derrumban poco a poco. No es que todo esté bien. Es que dando un paso en falso, las cosas pueden sucumbir.
Y duele.
Duele porque los recuerdos me atosigan y me funden. No creas que es poca cosa. Quién dijo que recordar es volver a vivir. Gran mentira, recordar es morir.
Ya sabes que me haces falta, que los días se prolongan, que las noches son eternas si la luna no se asoma tras los montes lejanos. Qué gran exageración, diría alguien por ahí.
Yo te quiero, y la distancia duele.
La distancia espiritual.
Jamás me importó la naturaleza de tus maneras, la profundidad de tu mente, los paradigmas que le aplicas a la vida. Qué importa eso, mientras existas. Duele saber que te acogí y me acogiste, y ahora parecen quedar apenas vestigios en la memoria, hojas danzantes que amenazan con caer de las ramas semidesnudas.
Quién lo diría.
Es decir, quién diría que alguien pudiera prestarle tanta importancia ante lo que de forma extrínseca parece una nimiedad. Una cosa que fácilmente puede botarse al olvido, como desatar un nudo molesto. Quién diría que mi maldita insensatez tuviera que darle tantas vueltas a un asunto en donde es más que obvio que el orgullo impera y manda.
Será porque cuando quiero, quiero querer.
Será que cuando mueren mis emociones, me siento caer.
Pero soy testarudo, ya me conoces. Nada es lo que parece en mí, aunque reacciono de formas bastante esperadas cuando alguien me conoce. Y tú me entiendes. No sé cuánto, pero si es de la misma forma gradual en la que yo te he examinado, entonces sé que me comprendes.
Ahí estoy en la ventana, pegado, tomando las rejas heladas con mis manos. Estoy esperando que la luna salga de entre las nubes, ahí donde está escondida. Que sólo me eche un vistazo y se vaya. Sólo eso. Sólo eso.
Duele que la luna no salga.
Sólo eso, pero duele.
Y duele en los huesos, duele en el alma estar aterido por el frío bajo mi cobija una vez que me retiro a intentar dormir. Ciertamente, nada es lo que fue. Pero no quiero que sea como es. Y dudo que el pasado se reviva, el pasado está muerto y quien quiere recordarlo no tiene más opción que morir con él y quedar enterrado en las cenizas junto con sus memorias.
Junto con sus hermosas memorias.
Duele, nadie sabe cuánto. Quizá nadie me entienda. Quizá alguien, yo no lo sé. Quizá te sientas en tranquilidad de saber que sólo es una exageración. Que me gusta gastar tinta y escribir sobre las cosas de corazones ajenos.
O quizá entiendas la realidad.
Que la opacidad de mis ojos se debe a la soledad que desde hace un par de días pesa. Yo no sé. No sé ni a qué se deba. No quiero saberlo, y si lo sé, no quiero creerlo, ni recordar nada. Es inútil, es estúpido, es fatal.
Es un tormento. Recordar es morir.
Tengo terror de que el futuro sea un amalgama maldito entre las remembranzas del pasado y el vivir del ahora.
Tengo terror.
Me duelen los huesos y me duele el alma. Debo retirarme de la ventana.
No, hoy no saldrá la luna. Quizá mañana tampoco. Y si me echa su vistazo fugaz, ¿será lo mismo? Yo soy quien atraigo la desgracia del futuro. Yo soy quien me atormento. Todo está bien. Sonrío. Pero si vieras por dentro, hay un bosque seco, sin alegrías.
Mis manos se pegan a las rejas.
Mis manos están pegadas. Y mi vista, al cielo.
A las nubes.

Voy a intentar dormir. Parece broma.

Me duele todo.


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En su tiempo escribí esto para una amiga. Hoy ya no tiene caso en lo absoluto, pero igual publico.
 Gracias por las metáforas de la luna y el bosque, Melita.

86. Sin razones para seguir viviendo.



Me despierto y maldigo a Dios por darme un día más de vida.
No soy lo suficientemente cobarde (¿o sería más bien valiente la palabra adecuada?) para tirarme al olvido en una sesión. Para matarme. Pero no puedo más con la pesadez general de esta atmósfera que me engulle de poco a poco. Es hiriente, me lacera y me quema la piel y el alma.
Esta pesadilla termina por elevar mi mente poco a poco en un plano sideral y luego dejarla caer para estamparla en el suelo de la realidad. Con dolor, doy pasos torpes por mi estancia, simplemente no quiero vivir.

Dios mío, ¿cuál es la razón de vivir si no puedo amarla?

La tortura mental que me incito es una canalización de mis penas más profundas, surge de lleno al ver tu fotografía que jamás dejo que se empolve. A diario te veo, y a diario entiendo que jamás volverás a ser mía.
Mi corazón está congelado desde el momento de tu partida, aquella última vez que te dejé marchar por la enorme puerta que maldigo mil veces; sus latidos cesaron, me enfrié por dentro y no soy nadie sin ti. Todos los pétalos caídos de la rosa marchita que florecía en mi corazón te pertenecen. Todos y cada uno. Yo no me quedo con nada, porque yo soy para ti y de esta forma fui concebido. No hay razón que ampare mi existencia si no es a tu lado, y juro que sin ti no puedo vivir más.
El eco de las calles resuena en mis oídos, pero ese mundo es ajeno a mi existir, hay algo más allá de mi entorno que no es para mí, el universo me está enajenando y me siento flotar en un vacío en donde la negrura impera. Mi mente se desliza de una situación a otra, de una idea cruel a su consiguiente, nada tiene sentido porque no soy capaz de hilar un solo pensamiento coherente, me falta mi razón si no tengo tu delicada mano prensando la mía. Es una depresión en la que no veo ni un atisbo de luz.
Las lágrimas inundan mi rostro al besar con delicadeza la fotografía que conservo con más ahínco y que pronto enmarcaré para verla diariamente colgada a la blanca pared al despertar y romper mi corazón más aún desde el primer minuto del día. Para recordarme que no debo ni pensar en ser feliz, ni siquiera intentarlo si no estás tú. Sería vergonzoso.
Llevo mis manos a la cara, he de aceptar que soy un infeliz. Hoy, otro día por vivir, otro día por sufrir, otro día por romperme por dentro, otro día por marchitarme y ser una sombra en este mundo. Otro día más otogrado y no merecido, brindado y no bien recibido. Quiero dormir y no despertar, siento que eso es todo lo que necesito para aliviar mi espíritu, embarcarme en un sueño eterno en el que tú seas la protagonista y no haya otro objetivo más que amarte.

Todo lo que quería, era estar a tu lado.

No pude amarte como tú lo deseabas, ahora le perteneces a alguien más. Es algo que mi corazón no puede soportar, un peso cual yunque que lo oprime severamente con riesgo de estallar. Ya destila sangre por mi interior, ya revienta en partes. No es capaz de más, la fuerza sobrepasa sus límites. Yo me siento morir, pero por alguna extraña y estúpida razón, continúo en pie, sigo dando pasos, sigo respirando y viendo cómo cae el sol tarde tras tarde. No sé cuánto tiempo llevo así, si tres días, un mes, un año, no lo sé. Lo único que entiendo es que jamás voy a superar el hecho de haber perdido la mitad de mi alma y que ahora esté tan lejos de mí.
No tengo más remedio que vivir dentro de mí mismo y esperar a que mi frágil salud dé pie a la muerte de una buena vez, puesto que nada más tengo que hacer en este mundo, ya que para siempre me mantendré en el lado frío del universo paralelo que es mi conciencia.

No sé, pues, si desear la muerte, porque ya estoy, de hecho, muerto por dentro.

85. La vida es asquerosa y la muerte es el premio tras soportarla.



¿Alguna vez te has puesto a pensar si alguien realmente te ama? ¿De verdad tienes muy seguro que alguien se acordará de ti el día en que mueras?
Porque estas cuestiones he meditado, es que sucumbo en la peor de las tormentas internas. Siento mi cuerpo arrastrado por un denso remolino que me lleva hacia la nada pero me absorbe muy tenaz, y no puedo más contra ello. Es un sistema que no permite el rechazo ante el destino.

Siempre sostuve que la vida por sí misma no tiene ningún sentido, sólo es sufrimiento de principio a fin. Arribamos a ella entre mares de dolor y lágrimas, y de ella hemos de salir entre la peor de las penas. No hay motivo por el cual avanzar día a día, y si se hace una minuciosa inspección, hemos de darnos cuenta que las esperanzas de continuar por nuestros senderos son meras ilusiones vendidas.
A mí no me gusta la vida. La desprecio por ser asquerosa. Los pequeños placeres diarios no alcanzarían jamás a reemplazar nuestras tremendas dolencias del día a día.

El mundo es una constitución de oscuridad infinita, que sólo es combatida apenas unas horas por luz lejana. No es de asombrarse que sea la tristeza, el odio, la melancolía y el vacío existencial lo que domine entre el común denominador de la sociedad. Nuestro entorno no emana luz por sí mismo. Todo es una negrura sin fin de la cual no podemos vivir engañados. Nuestros sentimientos reflejan la emoción percibida de la atmósfera opresora. Nada es lo que parece, estamos huecos. Nada sirve en la vida porque todo es efímero. ¿Qué demonios es el amor? Algo a lo que cada quien da su propia interpretación, puesto que es tan variado que ni siquiera es digno de ser llamado un sentimiento puro. No es nada. Es volátil, es estúpido. Es una falsa ilusión de que la vida es bella.
La vida es basura y apesta en verdad.

No hay, pues, sentimiento más puro que el dolor y acaso el odio. Es algo que todos llevamos por dentro, que nos mezcla y que nos hace caer en un estado de insensibilidad. Cuestión de una reacción en cadena para sacar nuestra verdadera personalidad, la esencia de cada quién, ese monstruo que no podemos controlar, ese desprecio hacia el mundo y todo lo relacionado. Ese ego que apenas dominamos. Nada es lo que parece, he de insistir.
Quien se sienta valiente, debería abandonar la partida por su bien. Nos han inmerso en un juego sin salida, en un ajedrez en donde sólo somos un peón contra todo el ejército rival. Algo en lo que jamás podremos salir triunfantes. Nadie se ha librado de la muerte jamás. Si existe un Dios, nos odia con profundidad infinita. Y de ser así, yo le odio también por haberme creado.
La vida es un círculo vicioso en donde nos vamos deteriorando sin oportunidad a recibir premio alguno por la resistencia estúpida. Hasta el último optimista ha muerto y ha quedado en la desdicha perpetua por los anales de la historia. Nada queda, salvo cenizas. Eso no nos da nada. La vida es asquerosa.
Y si alguien me lo pregunta, preferiría jamás haber nacido.

84. Asesíname.




Condéname, hiéreme, mátame, estoy dispuesto al sufrimiento que cualquiera pueda darme.
Corta mi piel, rompe mi cuerpo, deshazme, que más deshecho no podría estar de esta vida plagada de un sufrimiento sin igual. No le tengo miedo a la tortura; antes bien, la deseo, relamo mis labios partidos por sólo imaginar el placer del dolor.
Prodúceme dolor, apriétame entre tus garras, seas quien seas, no tengas la mínima piedad de mí, te lo ruego, porque no quiero vivir más.
La mejor manera de despedirme del mundo es con el mayor de los dolores, para recordar por qué tomé la decisión de escapar de él. Así que arrebátale la luz a mis ojos, déjalos sin brillo y extráelos si te place. Ataca mi garganta y déjala sin latidos. Arranca el alma de esta carne sin beneficio.
Me voy, me consumo en cenizas, la frialdad se apodera de mi ser; siento arribar la muerte y me rehuso a irme de la forma más cobarde y sin sentido. Golpéame, golpéame brutalmente, no tengas miedo que yo tampoco lo tengo.
Quiero ver tu furia, quiero ver tu tesón, quiero ver tu carácter. No te limites y continúa cortando, continúa hiriendo, vamos, ¿por qué detenerse? Corta, corta, mátame, desángrame, mátame, mátame. ¡Mátame, mátame, mátame!
¡Sólo quiero la maldita muerte!
¡Quiero dolor! ¡Dolor! ¡Agonía! ¡Sufrimiento! ¡Dame dolor! ¡Mutila mis manos, arráncame los ojos, rómpeme los huesos!
Písame, escúpeme, tírame, derrúmbame, abandóname, no quiero nada, no me des placer, no quiero volver a ser feliz. Estoy condenado desde hace mucho tiempo. Sí, sigue. Corta aquí y acá. Mira mi sangre brotar con el mismo entusiasmo con el que la veo yo.
Mi luz se extingue, lo haces bien. Quiero morir. Dame más dolor, que no lo pueda resistir, que muera con lágrimas, por la cantidad excesiva de tortura. No quiero morir sin antes haber sufrido lo suficiente.
Soy un miserable, trátame como tal. Puedes pisar mi corazón, extingue mis llamas, no tengo esperanzas, no tengo dichas ni tengo ilusiones.
Estoy a la disposición de quien quiera matarme.

83. El día más solitario de mi vida.



Hola, este drabble está directamente basado en la canción Lonely Day, de la banda americana System of a Down (fue escrita expresamente para un concurso).


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Siempre había pensado que me encontraba solo en este mundo, nunca había reparado con lo que contaba en esta vida. En realidad, mis caprichos me impulsaban directamente a pensar, fruto de mi egoísmo, que nadie me comprendía, que yo no tenía posesiones, que nadie me amaba.
Era porque todo en mi mundo siempre estuvo ahí. Era idiota pensar que algún día podría perder lo que más quería.
Hasta que esta desgracia ocurrió.

Quién pensaría que de pronto, todo pudiera esfumarse, todo se lo llevaría el viento y se reduciría a cenizas. Quién, en verdad, podría imaginar que una chispa detonaría un evento como éste, que fieras llamas arrasaran con todo, que mi alma se fuera junto al incendio. Que no me quedara absolutamente con nada. Pero sobre todo, quién pensaría que gracias a esta estúpida negligencia, la vida de mi único hermano quedaría enterrada entre los escombros.
Juro que todo fue producto de una tarde divertida. No sabía que con el fuego no se podía jugar. Mis padres me lo habían dicho alguna vez, pero yo, joven e idiota, no atendía a lo que me recomendaban. Estaba seguro de que sólo eran unos pesados.

Y ante el descontrol, las llamas arrasaron impetuosas con la casa. Todo se fue en cuestión de minutos.
Pero no me importaron mis pertenencias. Mi hermano había quedado atrapado y, sin duda, nunca volvería a salir de ahí.
Ahora, con la cabeza baja y chorreando lágrimas de una forma masiva, me arrodillo ante las cenizas que quedaron de lo que antes había sido la casa de mis padres y que gracias a mis estúpidos juegos de adolescente, yo había hecho arder. No quedaba nada. Ni a mí, ni a mis pobres padres que llegaron corriendo desde la oficina, alarmados, con el corazón en la garganta.
Cómo tener cara para enfrentarlos. Cómo contarles.
Cómo decirles que, mientras yo salía, mi hermano me tendió la mano desde una estructura despedazada por las llamas, y yo, un maldito cobarde, no quise volver el rostro por miedo a que las llamas me llegaran a lamer.
Cómo contarles que sus gritos se ahogaron entre los escombros, que su mano ennegrecida y extendida hacia mí implorando ayuda, se había carbonizado entre el impetuoso fuego, que cobraba vida con cada madero, y con cada explosión producto de los aparatos electrodomésticos y algunas otras cosas que no me importó detectar.

Grito, grito al viento, grito al cielo, grito a Dios. Me retuerzo en el suelo, gracias a mí no ha quedado nada. Mi alma se fue junto con el incendio. Jamás podré recuperarme de esta enorme pérdida, lo tendré en mi conciencia y en mi corazón por siempre.
Éste es el día más solitario de mi vida. Si tenías que irte, hubiera querido irme contigo. Si tenías que morir, yo hubiera querido irme contigo. Tomar tu mano e irme lejos, lejos, lejos...

82. Mi hogar destruido




No puedo soportar vivir en este lugar que se hunde en la penumbra cada vez que la luz llega a mis ojos. El simple hecho de despertar y verme rodeado de un infierno sin igual me mantiene con un odio y una depresión constante hacia todo mi entorno.

El dolor se acumula tras mi mirada, no soporto verlos peleando. Él le grita, luego ella le grita más. Después una bofetada y un empujón. Me carcome el alma verlos, pero más aún el hecho de encerrarme en mi habitación y escuchar lamentos, quejas, golpes, ecos sonoros de la violencia en carne propia.
Y no puedo evitar meterme bajo mis sábanas para controlar mis temblores, viendo hacia la nada, tiritando por la incertidumbre de un día más.

Sólo quisiera gritar, quisiera llorar, quisiera acabar con todo esto que se han propuesto. Pero no hay nadie que pueda escucharme. Nadie que me comprenda, y entonces me siento encerrado, en un vórtice que me absorbe poco a poco y me reduce a nada.
La puerta la mantengo cerrada cuando ellos pelean. No entiendo exactamente lo que desean, no tengo la capacidad para comprenderlo. Sólo quiero que dejen de gritar. Lo imploro al cielo, que alguien les haga ver que sus conductas son absurdas.
Yo me porto bien, yo hago mis deberes y mis tareas. Pero sé que el problema no es conmigo. Algo le reclama papá, algo le grita y luego vienen los golpes ensordecedores, y siento un taladro en la boca de mi estómago cuando mi pobre madre grita de dolor ante ello.

Nunca olvidaré la vez que mi padre la quiso ahorcar. Entre lágrimas, tuve que ir a separarlos gritando que por favor no le hiciera daño a mi pobre mamita. Recibí a mi cuenta una patada y desde entonces no he vuelto a salir de mi cuarto mientras ellos discuten. Sé que no puedo resolver nada, que las cosas empeoran con mi presencia y eso me hunde aún más. No puedo soportar vivir aquí, pero tampoco los puedo dejar. Soy muy pequeño aún, y no sería nada sin ellos. La vida es tormentosa afuera, no, mejor he de vivir aquí, de resistir, de entender que con fe y esperanza las cosas pueden cambiar.
A veces ellos están contentos, a veces no dicen nada feo. A veces se aman. Pero podría decir que veinte veces más han sido infelices juntos. Tal vez sólo están unidos por mí, pero ellos no se quieren. No saben dar muestras de amor, ¿cómo culparlos?

Luego viene el huracán, el tormento de saber que allá afuera de mi habitación, tras de esa puerta que me escuda falsamente, se lleva a cabo mi peor pesadilla. No soporto ver que mis padres se odien, que se griten de esa forma con tales palabras tan despectivas. Yo los amo a los dos y no podría soportar verlos separados. Pero estoy cansado de que no sólo hayan quebrado nuestro hogar, sino que siguen haciendo la herida más profunda.
Vivo con esto desde hace años, desde que adquirí uso de razón, y nunca han dejado de tratarse mal. No puedo contarlo a nadie, mis amigos se reirían de mí. No tengo ningún confidente, y la almohada no querrá ayudarme en eso: la muerdo con desgarradora pena cuando me escondo de ellos sin dejar de escucharlos.

Sólo espero que un día se den cuenta, mamá y papá, que gracias a esto el hogar quedó destruido.

81. Tristeza invernal


Simplemente sentado ahí, no hay nada a mi alrededor, sólo dudas latentes acerca de mi existencia. Nada parece tener sentido en lo que hago, en lo que vivo. El aire que respiro es sólo malgastado por mi presencia.


Los copos de nieve se acumulan a mi alrededor, formando pequeños montículos curiosos, encerrando misterios entre sus fragmentos helados. Mi distracción es verlos caer, presurosos, tristes, aplastarse contra el suelo húmedo, desparramarse, hacerse nada.


Siento a mi mirada cristalizarse, siento que me quedo helado por dentro, que mi cuerpo se paraliza y que todo se hace piedra. Mi alma, mi sentir, mi corazón. La vida se escurre tras el silencio, se escapa con las ventiscas que se aprovechan de mi quietud. Dejo que éstas jueguen con mi cabello, no presto demasiada atención a lo que el entorno pueda hacer de mí. Nunca lo hice, en realidad. Y cuando llegué a hacerlo, sólo gasté mis energías.
Sólo soy un juguete...


 Imploro a los cuatro vientos, con el mutismo que me ha dejado mi pasado, dejar de sentir. Siento una tortura inadmisible cuando mi sangre corre por mi cuerpo, llega a mi cabeza, sólo quiero alejar todos los pensamientos de mi mente. Todos esos lugares que recorrí, todo lo que viví, todas las personas que he conocido... Sólo han sido para dejarme un sello maldito en mi mente y en mi corazón...
No tengo nada que compartir con el universo, y lo poco que comparto conmigo mismo ya me ha cansado...


Sólo en la profundidad de este invierno melancólico puedo encontrarme conmigo mismo. No hay peor tortura que la de hallarse junto a alguien más. El viento y los árboles secos viven en mutua soledad, y me abrazan cuando mi corazón se siente inundado de esa oscuridad plena a la que mi existencia le ha condenado. Sólo aquí, ante el frío glacial, puedo drenar mis penas, puedo sentirme en comprensión.
Toca mi alma, me tibia mis ásperas ganas de abandonar esta partida. Sólo aquí es donde me siento a gusto...




Amado invierno, compañero leal en mis horas de quiebre, hazme sentir vivo de nuevo. No quiero morir... Quiero alejar de mi cuerpo este dolor, esta pena profunda que me embarga. Haz que el sol brille de nuevo para mí, quiero vivir... Quiero sentir que la pesadez que me embriaga se desliza por mi piel, cae a la nieve y nunca regresa...
Funde este espejo que se ha quebrado en dos trozos...
Dame energías para continuar por este camino de la desesperanza, que un día bifurque y pueda ser feliz eligiendo la ruta correcta. Detén esta soledad, hazme regresar a la vida.



Los copos se deslizan por mis manos y por mi rostro. El frío no me importa, me podría calcinar como hoguera, pero sé que son las caricias de quien no me desampara.
Estoy en la espera de que rompas este conjuro, amado invierno. Detén mi llanto, grita mi nombre para no olvidarlo.
Estoy esperando que una tormenta helada se lleve lejos mis lágrimas, me lave por dentro, me deje listo para la vida.
Y mientras caigo de rodillas, no puedo evitar llorar amargamente.
El dolor no se va.

 

80. La satisfacción de saber que mi vida se acaba.



Una vez más estoy aquí en la soledad de este mundo, tras el rincón de unos recuerdos apergaminados en mi mente. La noche cae pesada sobre mi humanidad, como bloques de granito presionándome el corazón.

La forma de desahogar la pena por la vida es con gritos, con lamentos, con lágrimas saladas que caen al compás de mi garganta desgarrándose.

Nadie lo oye, no es de sorprenderse. Mi entorno dejó de tener oídos desde hace mucho tiempo.

Traspasando las barreras de las emociones, aún más allá... Nada está quedando... Tras el cristal sólo hay un denso agujero negro que me absorbe. Ya sobrepasé la tristeza, ya sobrepasé el enojo, el odio, la furia. Es que nada queda al final. Todo es nada para mí.
Tras el mutismo del mundo, mis gritos hacen el eco que necesito.

Duermo tarde, mi mente es necia, mis ojos contemplan la oscuridad de mi alrededor. El ambiente es acre, no tiene buen sabor. Me siento vacío por dentro, me quedé sin emociones. Perdí mis ganas de continuar luchando, perdí mi voluntad y mi convicción. Todo lo que poseía se ha esfumado, voló de mis manos y se disipó como el humo del cigarro.

Todo se lo llevaron. Aquí queda un alma que implora la muerte.

Quiero que entiendan que deseo escapar de aquí.

Para morir sólo se necesita vivir. La satisfacción que me provee la imagen mental de mi cuerpo inerte colgado de una cuerda tras el espejo, me hace rechinar los dientes de excitación. Es como un espectáculo que deseo comenzar. La posibilidad de arribar al momento definitivo de la vida es lo único que me mantiene en pie.

Despierto empapado en sudor por las madrugadas, no logro hilar varias horas de sueño. La vida me atormenta y me hace volver a la realidad. No encuentro un mejor consuelo que saber que todo tiene un final.
Mi destino se convertiría en una tortura infernal si éste fuera infinito.

Trato de pensar en la persona que una vez se preocupó por mí, la única en mi vida... Aquella que una vez me murmuró en mi oído que yo era importante... Ésa que sonrió por mi existencia. La que me cuidó un día. La única.
La que me dijo una vez que yo era especial.

Las palabras se las llevó el viento.

Siete años han pasado desde que sus huellas en la arena se desvanecieron. Mi recaída fue inminente, mi depresión se tornó severa.
¿Qué hay de ella? Hoy está con alguien más... Lejos... Lejos de mí...
Lejos... corriendo como el viento nocturno...

Cómo poder saber si eran mentiras, o su significado se encerraba tras las barras de las malditas emociones del corazón.
De cualquier forma, debí entender que era estúpido pensar que yo realmente era importante para alguien. Cuidó de sembrarme esperanzas que debían germinar de malas semillas.

Mi alma ahora es un panteón de la que sólo se cosechan suspiros.

Siento lágrimas que caen por mis ojos, pero huelen a sangre.

Yo te amé.

79. Amor a ciegas.




No suelo escribir cuentos románticos, pero esto lo hice hace unos tres años, así que vengo a exceptuar mi costumbre.


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Ensimismado en sus complejos pensamientos, sentado en el lugar del aula de clases en donde la fría soledad se aferraba al rincón más apartado, con la mano derecha sosteniendo suavemente un bolígrafo de oro y cromo, y con la mano izquierda aplastando la rala barba que nacía bajo el mentón, se hallaba Adrián con actitud meditabunda y reflexiva, férreamente concentrado. Esos ojos grandes y profundos que miraban el cielo limpio por la ventana, denotaban una mente excepcional, que en aquellos momentos volaba más alto de donde podría concebirse, separándose invisible del cuerpo del joven, pescando letras, hurgando sentimientos en la profundidad de los mares más lejanos, surcando ideas a través de las nubes de algodón y finalmente, plasmando palabras complicadas en las últimas páginas de su libreta escolar.

Se trataba del chico nuevo de la escuela. Hacía sólo tres días que había sido inscrito en la preparatoria, en el último año, y ahora debía adaptarse a ella en su totalidad, tarea sumamente titánica para el romántico joven. Desde su rincón, contemplaba en ratos a sus compañeros, de soslayo y discretamente. Eran desconocidos para él, que charlaban animadamente entre ellos; aparentemente se conocían todos desde hace años. Los alumnos reían y bromeaban en grupitos comprimidos de tres o cuatro amigos cada uno, desoyendo con indiferencia la interesante cátedra del profesor de literatura, prorrumpiendo carcajadas sonoras de alegría, pero siempre rehuyendo sus miradas de Adrián, como si éste fuera invisible o un bicho raro, como si una materia estática y sin vida se encontrara sentado en aquel rincón.

Así que al muchacho no le quedaba otro remedio más que entretenerse con su propia mente, que ya queda dicho que era extraordinaria. Tenía una afición desmedida por la poesía, a la que sentía mucho amor; esa poesía sentimental que en los tiempos de receso, entre clase y clase o en la monótona hora de la comida, tanto practicaba buscando superarse siempre, pasando el rato entre versos cadenciosos que rodaban con elegancia sobre la extensión de su cuaderno de notas. Quería el joven hacer amigos, pero su personalidad misma le imponía una barda infranqueable a su espíritu, incapaz de exteriorizar sus pensamientos.
Al tercer día de estancia en la institución, ocurrió algo inusual, que no se esperaba: algunos chicos se acercaron a hablarle.


—¡Hey! ¿Qué hay? Me llamo Roberto— le dijo uno, escandalosamente y extendiéndole la palma de la mano.
—Hola. Soy Adrián.
—Tal vez ya nos conozcas de vista. Es de suponerlo, llevas tres días ya, ¿no?
—Tres días, y casi no has hablado con nadie— observó Rosy, una chica de ropas oscuras y peinado extravagante.
—Sí, no he tenido mucha oportunidad para charlar— respondió Adrián con una tímida sonrisa, y cerrando rápidamente su cuaderno de versos—. Pero quiero conocerlos.
—Bueno, pues bienvenido— exclamó Roberto—. Este es nuestro grupo.

En esos momentos, el joven nuevo descubrió, entre el conjunto de compañeros que se acercaron a su lugar, una presencia especial, un rostro angelical, una mirada que se posaba en él con sencillez y curiosidad: era una bella chica que se encontraba detrás del grandulón Roberto, abriéndose paso poco a poco. La muchacha quedó luego de frente a él, y le sonreía con esa cordialidad que se les muestra a los recién llegados para no incomodarlos.

Por supuesto que Adrián no le mantuvo la vista indiscretamente, pero se dio perfecta cuenta de la composición de la hermosa chica. Unos bucles rubios caían en pronunciada espiral a los costados de su blanco rostro, rozándole las suaves mejillas brevemente. Su mirada, dulce y encantadora, se clavaba en él con ese par de ojos negros, grandes y brillantes. Para Adrián, sus dientes eran como perlas marinas, y sus labios como pétalos de una rosa entreabierta. Sus movimientos eran gráciles y su sonrisa permanente.

Los compañeros le hicieron más preguntas al recién llegado, como de dónde venía y otros detalles sin demasiada importancia en realidad, a los que Adrián contestaba inconscientemente, sin prestarles mayor atención a lo que decían. Claro que lo que salía de los labios de la chica que lo había hechizado sí era correspondido por él con presteza.
Al final de la hora de descanso, había podido averiguar el nombre: Paulina. Así se llamaba la que había logrado hacer palpitar ese corazón más rápido de lo usual.

—Bueno, ha sonado el timbre— dijo Roberto con voz grave, y haciendo una mueca—. Y tan bien que estábamos conversando. Ahora no tardará en llegar el profesor.
—Y para colmo, sigue la estúpida clase de Economía— exclamó con desdén marcado Jessica, una chica voluptuosa y de mirada perennemente incitante. Un tipo flaco y alto que se hallaba detrás de ella comenzó a abrazarla y besarla de repente, sin ningún motivo en apariencia, mientras que, llevado por su pasión irracional, su mano se propasó hasta terrenos íntimos de su novia, pero ésta no dijo nada. Adrián pensó que debía ser una fácil para dejar a ese pervertido que hiciera lo que quisiera.
Pronto, el grupo de jóvenes que había ido al rincón a charlar con él, se disipó, para irse a sentar en sus lugares correspondientes en el salón.

Un viejo de pelo cano, bigote abultado y amplios anteojos penetró al aula con un maletín: la clase empezaba ya.

—Adrián, seguimos hablando a la salida, o ya que se acabe la clase, ¿de acuerdo? Este hombre nos saca si nos ve platicando— dijo Roberto en voz baja, y se sentó en el banco libre que estaba a su lado.
—Nos vemos— sonrió Paulina, y Adrián se derritió por dentro.
Continuó siguiéndola con la vista hasta que tomó asiento en un mesabanco al otro extremo del salón.

El viejo profesor comenzaba su clase, y explicaba con voz monótona leyes difíciles de Ofertas y Demandas del Mercado. Mientras que rayaba la pizarra con gráficas incomprensibles, Adrián notó que la mitad de los alumnos presentes estaban dormitando, recostados en sus pupitres presas del sueño que les provocaba el maestro. Otro jugaba a las cartas con su teléfono, en vez de prestara atención, y otro más, muy osado, con los pies arriba de la mesa y en posición relajada, hojeaba con total cinismo el periódico, justo enfrente del profesor.

“A nadie le interesa la clase”, pensó Adrián con alivio, porque él tampoco entendía nada, y pasó la vista nuevamente por el aula.
Allá, al frente, descubrió a Paulina, quien era la única persona que se hallaba atenta a la clase, con sus sentidos alertas. Adrián no podía dejar de mirar a la chica rubia que estaba en el primer asiento de la fila.

—Bonita, ¿no?— dijo de repente Roberto, en un murmullo.
—¿Qué?
—Te parece bonita, ¿no?
—Pero, ¿quién?
—¡Paulina! Te parece hermosa, ¿no es así?

Adrián pensó un momento antes de decidirse a responder.

—Sí— se animó al fin.
—A mí también— contestó Roberto—. La adoro. Es hermosa, inteligente, y bueno… sólo vele su rostro, sólo observa qué cuerpo… Es todo lo que se le puede pedir a una mujer. Es lo máximo. Me encanta esa chica. Además, creo que le gusto.
—Ah, ¿sí?— preguntó con desilusión Adrián, al oír hablar así al que acababa de ser su primer amigo.
—¿Y cómo no? La deseo. Sólo fíjate en lo bien desarrollada que está— murmuró con picardía, y luego aún en voz más baja, añadió—. Esos senos derriten a cualquiera.

Adrián enseguida se molestó por esos vulgares comentarios contra el ser que le parecía como el más puro en la faz de la Tierra, la chica superior, la que no tenía ninguna competidora. Esa chica discreta y sonriente no debía recibir tales palabras, aun a sus espaldas. Por supuesto, Adrián no era ningún ciego, pero era un muchacho romántico, capaz de evocar el espíritu pasando por lo meramente superficial; alguien que velaba más por los sentimientos que por la fisonomía. Y pensó:
“Paulina merece algo mejor que a este patán. Y yo intentaré darle algo mejor”.
Pero luego reflexionó con tristeza.
“Pero, ¿de dónde? Si apenas me habla. No puedo tratar estos asuntos con ella ahora. Además, debe tener muchísimos candidatos, y nunca se fijará en un chico tan común como yo”.

Durante el resto de la clase, no hizo sino escribir en cada rincón de sus hojas de poemas, el nombre de Paulina, que lo tenía hechizado, hipnotizado, que lo había hecho desvariar. Las hojas se saturaron con esa palabra, hasta que ya no hubo más espacio.
Cuando el timbre sonó anunciando el final de la clase —y la última del día—, Adrián tomó sus cosas con rapidez y salió del salón sin despedirse de ninguno de los que le habían dado la bienvenida. Sólo echó una mirada fugaz pero consumidora a Paulina, y luego volvió el rostro para el exterior.
Nadie supo más de él por ese día.

A la mañana siguiente fue el primero en llegar al aula. El Sol todavía no salía por detrás de los edificios cuando Adrián ya estaba abriendo la puerta. El salón vacío se mostraba lúgubre y oscuro, sin las habituales risas y algarabías. No dudó y volvió a dirigirse a su lugar de costumbre, al rincón habitual, a su sitio de comodidad, en donde podía ver toda la actividad de la clase sin molestar a nadie. El aula estaba tan negra, que era difícil ver por dónde se caminaba: la instalación eléctrica no servía y siempre era preciso esperar a que la luz del sol se filtrara por las ventanas. Sólo que nunca había llegado tan temprano. Y sus pisadas ligeras escandalizaban el recinto; sin ningún otro sonido que las eclipsara, éstas retumbaban.

Poco a poco fueron llegando los alumnos. Uno a uno. Adrián estaba agachado sobre la mesa de su pupitre, escribiendo algo misterioso. Nadie se preocupaba por eso al verlo, sabían que no había tarea pendiente para ese día y que seguramente estaba realizando algo personal. ¿Pero qué sería, que lo mantenía tan ocupado? El joven se entusiasmaba cada vez más con las palabras que escribía. Nadie sabía lo que estaba haciendo; él únicamente alzaba su rostro cada vez que alguien cruzaba la puerta del salón, con la esperanza de que la que entrara fuera Paulina y así verla una vez más… para tomar más inspiración…

Roberto había llegado también, junto con Paulina, neutralizando sus acciones, acosador, insistente, perseverante en sus acciones. Quería conquistar a la chica a la fuerza, y ahora la mantenía contra la pared, hablándole en voz baja, con seducción, sin ninguna clase de respeto. Creía que por su figura de jugador de Fútbol podría enamorarla, porque todas las muchachas de la escuela adoraban a los futbolistas, y parecía que la estrategia estaba dando resultados. Paulina parecía también mostrar un especial interés en él.

Adrián veía toda la escena, con el corazón roto, desde su asiento apartado, pero fingió no hacer mucho caso. Lo único que pudo hacer fue lamentarse en su mente de haber llegado tan tarde a la vida de Paulina, pero sin desesperanzarse, porque de nuevo bajó la cabeza para seguir escribiendo impetuosamente, esta vez rodeando por el frente con un brazo a su cuaderno, para asegurarse que absolutamente nadie viera lo que estaba haciendo.

—He pensado en teñirme el pelo— comentaba Paulina a Roberto—. Pero no sé cómo me vería.
—Tú te verás bien, hagas lo que hagas— comentó Roberto, galante.
—Qué cosas dices…
—Tú eres preciosa naturalmente, y nadie lo puede negar.
—Eres muy romántico, Roberto— le decía ella.

Con frases como esas, Roberto iba enamorando poco a poco a la muchacha que había hechizado a Adrián, sin que aquél pudiera hacer nada, más que alzar el rostro compungido desde su escritorio para volver a encontrarse con la pareja que lo incomodaba.
En ocasiones, el joven lo sorprendía escribiendo poesías románticas.

—¿Qué haces?— le preguntaba Roberto a veces, sorprendiéndolo.
—Nada, nada— contestaba Adrián, ocultando sus versos.
—Te gusta la poesía, ¿no? Ya te vi… pero no hay nada de malo en eso, todos tenemos aficiones. ¿Te gusta el fútbol?
—A decir verdad, no lo practico.
—Qué lástima.

Las conversaciones solían terminar rápido.

Al salir a la hora de descanso, Adrián dejó deslizar un sobre morado entre las páginas del cuaderno de Paulina, justo cuando no había nadie en el salón. Después, regresó a su lugar usual a esperar el efecto que produciría.

Por supuesto, y como era natural, en cuanto la campana de la escuela volvió a sonar con estruendo, los alumnos regresaron y volvieron a poblar el aula que en ratos quedaba solitario. Entraban en tropel, todos con prisa para que el profesor no los pescara afuera. Afortunadamente, éste tardaba en llegar en ocasiones.
Adrián se frotaba las manos, sumamente nervioso, cuando vio que Paulina se acomodaba en su mesa. El joven seguía la escena desde el rincón del aula, sudando copiosamente, esperando el momento en el que ella hojeara su cuaderno y el sobre con el romántico poema anónimo se deslizara de entre sus páginas.

Pero el momento no acudía. Paulina se ocupó en revisar su mochila, y luego, haciendo a un lado el cuaderno especial, se puso a conversar con su vecina de banco, ignorando por completo el contenido especial de su libreta.

—Por favor, tu cuaderno… ábrelo, niña… — pensaba con inquietud.

Al fin llegó el momento esperado. La joven rubia, al ver a su profesor llegar al salón, automáticamente tomó su cuaderno para abrirlo en una nueva página, por si era preciso hacer alguna anotación de la clase. Fue entonces cuando, al desplegar sus hojas, el sobre morado se resbaló y fue a caer al suelo lentamente.

—¿Qué es esto?— murmuró, y lo recogió al instante—. No recuerdo haber puesto un sobre así en mi cuaderno.

Apenas lo recogió del suelo, quiso abrirlo. Adrián no perdía detalle de la escena, mientras temblaba de pies a cabeza. ¿Reconocerá la letra? Lo descartó, porque sólo hacía unos días que se conocían.
La joven desplegó el papel doblado a la mitad que contenía el poema, y su rostro cambió, abriendo mucho los ojos, asombrada.

“...Sólo mira qué extraño me porto
Desde que tus ojos
En mi rostro pararon.
Si supieras que no me conforto
Porque tú me robaste mi vida,
Mi niña querida....”

Paulina iba leyendo, boquiabierta, por el mensaje tan inusual. Nunca había recibido un poema en su vida, y menos un poema así de romántico por un admirador anónimo.

—Seguro… seguro esto me lo escribió Roberto. No tiene firma— dijo para sí.

Adrián se enjugó el sudor de la frente, producido por tanta tensión. Paulina no parecía entender que él era el que le escribió eso. Pero Adrián no sabía lo que ella pensaba.

—¡Pon atención!— gritó la profesora de Matemáticas, exaltada— ¿Qué estás haciendo, Paulina? Nunca me esperé una conducta así de ti. Yo dando la clase y tú distraída, leyendo papelitos. Creí que eras una alumna distinguida, aplicada y ejemplar.
—Discúlpeme, maestra… no volverá a suceder— respondió la chica, turbada y triste por la llamada de atención. Ningún maestro había tenido que regañarla nunca.
—¡Dame eso, no lo guardes!— replicó la maestra— ¡Dame ese papel! ¿Qué es?
—Nada, nada, no es nada…

Pero la mujer, gorda y gritona, ya le había arrebatado la hoja de sus delicadas manos. Luego, poniéndolo frente a ella, muy cerca de ella debido a su miopía, exclamó con burla.

—¡Un poema! ¡Vaya, miren nada más, un poema! ¡En esto se entretiene la señorita en vez de prestar atención a mi clase! Con que éstas tenemos.

Los comentarios y murmullos entre los alumnos no se hicieron esperar. Todos estaban sorprendidos por la reprensión que le hacían a la chica más aplicada del grupo, y más, porque se trataba de un poema.

—¿Y quién es su admirador?— gritó desde el fondo Jessica, de forma grosera.
—Sí, ¿quién es? No sabíamos que anduviera con enamorados— dijo alguien más.

La odiosa maestra de matemáticas agitaba con vehemencia el papel en su mano.

—Paulina, dime quién te escribió esto. Dime quién es el que pretende distraerte en tus estudios con estos papeles sin importancia.
—No… no… no lo sé, maestra…
—¿Cómo que no lo sabes?
—¡No sé!— exclamó Paulina, nerviosa— No tiene firma.
—Ahhh— suspiró la mujer— Así que admiradores anónimos. Bueno, esto se pone interesante. ¿Alguien de aquí escribió este poema? Díganlo ahora.

Todos callaban. Nadie sabía de qué estaba hablando, y Adrián no se iba a delatar.

—¡Hable el que lo hizo! No ganará nada escribiendo estas cosas si sigue oculto.

Silencio sepulcral.

—¿Nadie es lo suficientemente hombre como para aceptarlo?
—Yo fui— se escuchó una voz grave.

Todos voltearon a ver a la persona que hablaba. No, no era Adrián.
Se trataba de Roberto. Sonreía con prepotencia y maldad. Él no sabía quién había sido el escritor de ese poema, pero no iba a perder la oportunidad. Como se dio cuenta que nadie aceptaba haber sido, él había tomado el lugar de Adrián, quien lo miró sorprendido, boquiabierto, estupefacto.
“¿Qué?”, pensó el joven poeta.

—Así que usted fue, ¿eh?— dijo la maestra.
—Así es. Lo acepto. Yo fui el que escribí este poema— dijo el grandulón.
—¿Por qué intenta distraer en horas de clase a sus compañeros?

Silencio.

—Yo haría lo que fuera por demostrarle mi amor a Paulina— dijo al fin.

Esas palabras fueron como si una espada hubiera herido con su filo agudo al grupo entero, causándole a cada quién una reacción diferente.
La maestra alzó las cejas ante la rebeldía de su autoridad. Los compañeros también se sorprendieron, porque no esperaban un romance de esa clase. Adrián estaba con el corazón queriéndosele salir de la garganta, incapaz de comprender esa mentira. Y Paulina estaba sonriendo de felicidad, sin poder ocultar su impresión. ¡Ese era su hombre!

Ante el timbre de salida de clases, todos se retiraron con presteza, recogiendo de inmediato sus útiles escolares en sus mochilas, listos para irse corriendo. Muchos no tolerarían ni un minuto más dentro del aula. Paulina se retiró muy turbada, aún sin dar la cara ante el grupo, ni siquiera ante Roberto. Todos salieron, y el pobre Adrián se quedó solo en el salón, en su asiento sin poder levantarse por tantas impresiones sufridas.

—¡Así es, ignórame!— gritó con todas sus fuerzas al salón vacío, y sus paredes le regresaron las palabras en una onda invisible—. ¡Ignórame, y ámalo a él! ¡Yo no existo para ti! ¡Pero tú eres la única en mi vida! ¡Tú eres todo para mí! ¡No me rendiré, hasta que algún día veas por ti misma la verdad!


La próxima vez que se encontraron todos en la escuela fue hasta el lunes. Para ese momento, el resto del grupo ya se había olvidado de la clase de matemáticas el viernes y el irrisorio incidente. Todos reían y bromeaban entre sí, de nuevo cada quién en su tema. El timbre de entrada no había sonado, así que uno a uno, los alumnos iban llegando. Esta vez, Adrián fue de los últimos en arribar y se fue directo a su lugar habitual, al fondo del salón.

—Hola— le dijo Paulina al pasar. Habían adquirido cierta confianza, pero era difícil que ella pensara que fue él quien le escribió el poema.
—Hola, Paulina— contestó Adrián—. ¿Cómo la pasaste el fin de semana?
—Muy bien, ¿y tú?
—También, muy bien.

Y eso fue todo. La conversación fue tan corta que hasta le incomodó a Adrián. ¡Él quería hablar más con ella! Quería conversar, quería agradarle, simpatizarle, gustarle. Pero no encontraba un tema apropiado, y siempre supuso que con sus tonterías pronto la aburría. Como en esta ocasión, después de la última pregunta, ella simplemente se fue a su lugar, dando por concluida la charla.

—Te noto triste. ¿Te pasa algo?— le preguntó Rosy apartándose los mechones de pelo de sus ojos.
—No, todo está bien, gracias— contestó Adrián. Comenzaba a hacer amistades más profundas con las personas agradables del salón.
—O será que andas melancólico por algún amor ingrato— bromeó.
—No, ojalá alguien se fijara en mí, pero no. No hay nada nuevo. Es sólo que estoy cansado.
—¿Viste la reacción de Paulina el viernes pasado? Se quedó sin habla al saber que Roberto era tan romántico con ella.
—¿Supiste lo que dijo?— se interesó Adrián.
—No dijo nada, por lo que yo sé. Salió corriendo cuando sonó la campana. No volteó a ver a nadie, ni a Roberto. Como que le dio pena toda esa escena.
—Fue incorrecto de parte de la profesora Reygadas haberle hecho eso, ¿no crees?
—¡Bastante! Odio a esa mujer tan chismosa. Pero… oye, Paulina y Roberto hacen buena pareja, ¿no es así?

Adrián se encogió de hombros.

—No sé si hagan buena pareja o no. Sólo espero que no haya engaños dentro de esa relación. Pero bueno, tenemos una pareja nueva en el grupo, ¿no?
—Sí— respondió la chica estrafalaria—. Pero hay otra más nueva. ¿Ya viste a Jessica? La semana pasada tenía otro novio.

En efecto, en el otro extremo del salón, la voluptuosa chica de mirada sensual estaba besándose con otro hombre distinto al del viernes.

—Qué muchacha tan rara— opinó Adrián.
—Esa chica… siempre cambia de novio. Ha tenido como cincuenta. Se deshace de uno casi cada dos días.
Adrián rió por el comentario.
—La verdad es que a todas las mujeres del grupo nos cae mal.


De nuevo, al irse todos los alumnos a comer, Adrián se quedó en el salón solo. Fue entonces cuando aprovechó para volver a meter otro sobre romántico en el cuaderno de su enamorada. Esta vez cuidó de rociarlo con su perfume habitual. Acto seguido, se devolvió a su lugar y esperó a que todos llegaran.

Como intencionalmente, Paulina buscó en su cuaderno, con la esperanza de encontrarse otra agradable sorpresa, y antes de que llegara algún maestro inoportuno. Naturalmente, encontró el sobre. Adrián seguía sus movimientos, sus expresiones, todo, desde atrás, indetectable, invisible.
Con expresión ternísima, Paulina leyó emocionada el poema a su amiga que se sentaba junto a ella.

“...Te busco, te atrapo y te escapas
Y luego me empapas
De una congoja sin igual.
Si supieras que paso la noche
Con sólo el recuerdo
De tu caminar…”

—¡Qué hermoso!— exclamó la amiga— Dime, es de Roberto también, ¿no es así?

Eso lo escuchó perfectamente desde atrás Adrián, y sintió cómo su corazón volvía a resquebrajarse y fundirse, derretirse, pulverizarse ante la escena.

—Creo que sí. ¡Ese hombre es tan romántico! Debe amarme de verdad.
—¡Sal a buscarlo! ¡El maestro no ha llegado! ¡Tienes que hablar con él!
—Pero… pero… —titubeó la chica rubia.
—¡Anda! ¡No pierdas más tiempo y enfréntalo! ¡Sabes quién es esa persona especial, ahora debes corresponderle! ¿No ves lo que le inspira tu amor? Son el uno para el otro— la animaba su amiga.
—¡Tienes razón! ¡Ahora voy!

Y levantándose como un ágil relámpago de su asiento, salió a paso rápido en busca de su supuesto amor, de ese al que su corazón le había robado. Andaba aprisa, con gusto, con convicción, mientras preparaba mentalmente un discurso de lo que le diría al encontrarle. Corrió por los pasillos, por los patios, por las canchas, por todos lados en la escuela, pero no lo encontraba. ¿En dónde se escondería? Así que sólo ponía un poema en su cuaderno y después se desaparecía… eso no era correcto. Algo debía andar mal. Decidió regresar al salón para ver si de casualidad ya había llegado.
Lo hizo, y junto a ella llegó el coordinador, que también hacía las veces de prefecto escolar, anunciando al grupo que gracias a una junta extraordinaria, los profesores no podrían dar clase, lo que significaba que la hora era libre. Todos festejaron, alegres de no tener la próxima clase, y salieron en desbandada del salón, que vomitaba jóvenes de su entrada.

Paulina también salió; Adrián se quedó dentro.
La joven seguía buscando a su adorado, para poder hablar con él sobre los poemas. Y por supuesto, le diría que sí, que sí lo quería, que sí lo amaba. Estaba alegre, contenta por tantos detalles que le habían iluminado nuevamente el día, y todo gracias a ese muchacho.
Al torcer por una esquina, su sonrisa se desdibujó progresivamente por lo que vio, hasta que trocó en un grito de espanto, de furia, de tristeza, de desengaño. No podía creer lo que estaba mirando: a unos cinco metros de donde ella se ubicaba, con total cinismo y claridad, estaba Roberto, abrazando y besando con pasión a Jessica, la chica fácil del grupo. Los vio asqueada, sorprendida, desengañada, a punto de reventar llorando. ¡Esa era una traición, ni más ni menos!

—¡Roberto!— gritó.
—¡Paulina!— exclamó él, también sorprendido.
—¡¿Qué significa esto?!
—Te… te lo explicaré…
—¿Qué pasa?— preguntó Jessica con voz incitante— ¿Qué quieres con esa tipeja?
—Pues…
—¿No tienes suficiente conmigo? Ven, vamos, bésame otra vez, como tú sabes…

Paulina no podía creer lo que estaba pasando.

—¿Qué hay de los poemas?— preguntó con un hilo de voz.
—Está bien, está bien, lo admito. ¡Te mentí!
—¿Qué?
—¡Te mentí sobre los poemas, no los escribo yo!
—¿Entonces… entonces quién ha sido?
—¡Qué sé yo! Puede ser que te los haya dedicado ese chico nuevo, Adrián. Solía escribir versos de vez en cuando. ¡Ahora déjame en paz, Paulina!
—Sí, ¡lárgate ya, chismosa!— complementó Jessica, y volvió a entregarse con pasiones a Roberto.

Paulina caminó despacio hasta el salón.


Entró al aula, estaba casi vacía, sólo unos cuatro o cinco alumnos continuaban ahí, entre ellos Adrián, que fue sorprendido por ella misma cerca de su mesabanco.

—¡Adrián!— gritó ella, entre sollozos.
—¡Lo siento, lo siento!— se excusó, pensando que le reprochaba el que estuviera husmeando en su cuaderno—. Creo que he dejado caer una moneda por aquí.
—Adrián…
—¿Qué, qué pasa…?

La joven rubia se dirigió a él y se dejó caer en sus brazos.

—¡Paulina!— exclamó el chico, asombrado—. ¿Qué te pasa?
—Oh, Adrián…— dijo ella—. ¿Qué hay de los poemas?
—¿Cuáles poemas?
—Los que me dedicabas anónimamente.
—¿Yo? No, ¡no!, yo no…—comenzó a decir instintivamente, aunque poco a poco reflexionó, y luego cambió su respuesta—. Tienes razón, miento… yo soy el que te dedica esos pensamientos en los sobres. Yo he sido. Yo… yo siento eso por ti.
—Adrián…
—¿Sí?
—Te amo. Es a ti a quien amo. Al que de verdad me quiere sin importar nada. Al que no se deja llevar por lo físico, sino por lo espiritual. ¡A ese al que su amor no tiene límites! ¡A ese que podría hacer todo por amor! ¡Ese eres tú, Adrián, ahora lo sé! ¡Y discúlpame por todo!
—Yo… yo también te amo, Paulina.

Y esas profundas palabras se fundieron en un solo beso que estalló sentimientos internos.

78. Tragedia a orillas del río Gila.



Hola... éste es un cuento que nos pidieron escribir en clase. Nos dieron seis elementos que debía contener y nos lo dejaron a nuestra imaginación. Ya que lo tengo terminado y lo entregué, lo puedo subir.
Los elementos que debía contener eran:

*Apache.
*Bota
*Corona.
*Pérdida de un ser querido.
*Obstáculos al amor.
*Sacrificio de un ser querido.

Completamente aleatorios, y debía ser una tragedia. Así que aquí les presento mi elaboración, espero que les guste...


______



Su mirada desprendía el sentimiento del que ella necesitaba sentirse envuelta. Los labios sellados no interrumpían la melodía de la cascada próxima.
Él la tomaba de las manos como quien sostiene frágiles pétalos; Sakuna le contestaba con un brillo en sus pupilas, y con una sonrisa condescendiente, dejaba que el viento acariciara su cabello para dar una impresión más vivaz.
Y él sonrió a su vez. Nadie podría entender que la expresión de las cosas del corazón se trabaran tras los labios, y corriera en el aire con cada gesto y cada ademán. A veces lo más poderoso es tan invisible.

—No entiendo tu idioma... —hubo de murmurar Brian tan bajo, que sus palabras fueron arrasadas por el agua corriendo en el río—. Pero comprendo el brillo de tus pupilas como si fuera mi lengua madre. Los estremecimientos que recorren tu piel, centímetro a centímetro... No temo equivocarme contigo. Sé que no puedes entenderme. Déjame murmurar a tu oído las palabras que yo sé... y vivirte.

Sakuna sonreía, como quien sonríe ante el primer amor, ante el atisbo incierto de dulzura que nace en el corazón. Delicado retoño de blandos pétalos, estaba conociendo los sentimientos más puros de la manera más condenable. Frágil como las hojas que en aquellos momentos danzaban al compás del viento, trémulas, en los ramajes de los árboles. Tibia como las cálidas aguas del río Gila. Era una joven apache serrana, asentada con su antigua comunidad en una zona devastada por la inquietante corona inglesa. Su ingenuidad a flor de piel le impedía dilucidar la realidad de su situación. No podría cometer un error más catastrófico. ¿Enamorarse de un inglés? ¿Alguien le había dicho que eso era algo simplemente nefasto?

—No importa lo que digan —Sakuna hablaba en su idioma nativo—. Y si mi padre ha de descubrirnos, podré morir con la sonrisa de la libertad y la dignidad propia esbozándose en mi rostro. Sé que no podrás entenderme... Pero comprenderás la calidez que emanan mis palabras...


Brian apoyó su frente en la de su enamorada. Ya lo había dicho, con ella no podía equivocarse. Era su condena y a la vez su libertad, no había más que hablar cuando las emociones flotaban en el aire.

—Sakuna —dijo él, haciéndola elevar sus ojos. Pocas expresiones verbales eran entendibles para ambos.

Hubo de explicarle con gestos, señas y algunas palabras básicas intercaladas, que la noche estaba cayendo y era preciso regresar cada quien con su comunidad. La joven no era una persona que soliera llegar tarde a las reuniones nocturnas de su familia; algunas veces se había olvidado de la hora mientras se iba a recorrer los pastizales verdes de la meseta, pero ya era diferente. Durante varias noches no había vuelto a la hora acostumbrada y esto comenzaba a despertar extrañas sospechas entre los suyos, especialmente en su madre.

El jefe Helian por supuesto que no veía con buenos ojos el arribo de la comunidad a la orden de la corona inglesa, por peligrosos que pudieran resultarles luego de algunos tratos que se habían suscitado. Temía que la chica corriera riesgos innecesarios por quedarse al bajar el sol por los montes, debido a que a esas horas los colonos salían de sus guaridas a sembrar el pánico. Una jovencita apache violada y asesinada había sido descubierta flotando a orillas del Gila, a lo que los ingleses explicaron a su comandante que el crimen lo habían cometido los mismos indígenas, para exculparse de su conducta enferma. Eran unos engendros poseídos por espíritus malignos, y los apaches no deseaban cruzar demasiado trato con ellos. Ingenuamente, esperaba que se retiraran.


—¿Volviste de ver a tu enamorada? —preguntó risueño William.
—Sí —respondió Brian una vez regresando al campamento y ver a su compañero tirado en el suelo, intentando conciliar un prematuro sueño.
—Estás loco, Brian —dijo en voz baja, y con una enorme sonrisa socarrona.
—Si lo estoy, ¿qué? Habré de pagarlo si es preciso. Todo habría de darlo por ella.
—Acaba con ella —aconsejó William—. Acábala, liquídala. No te conviene. Obtén de ella lo que sé que quieres y desaparécela. No seas tonto.
—¿Qué clase de consejo es ése? —preguntó sumamente molesto Brian—. ¿Es que no entiendes sobre estas cosas? ¿Crees que es así de simple? No busco saciar ningún ímpetu a su costa. Es por ella en su integridad por quien juego mi vida. No ignoro que una traición desembocaría en un desenlace funesto.
—Qué estupidez —rió William—. Tener a una bella mujer virgen a tu entera disposición y no hacer nada al respecto.
—Son mis asuntos —gruñó Brian—. Mañana por la noche la veré cerca de la cascada del río. Ella sabe identificar mi rastro, es impresionante. Podría saber dónde estamos nosotros justo en este momento con tan solo seguir las singulares huellas de mis botas.
—¿Tus botas...?




La noche plomiza había descendido, el manto avernal inundaba con sus lágrimas brillantes los cielos. Quién diría que la tragedia estaba a punto de ocurrir. Esos árboles alrededor no contaban con que querrían cerrar sus ojos por siempre, por la vergüenza.
El ambiente anunciaba una temporada decrépita, el aire azotaba, la negrura constituía su imperio tras las ramas y los grandes pastizales.
El lodo denotaba huellas profundas, huellas de botas. Suelas inconfundibles, taladrando el suelo. Señales inequívocas de que el encuentro era inminente. Todo lo anunciaba.
La Luna descubrió a la joven enamorada caminando inerme por la zona más boscosa de la región. ¿Qué buscaba la chica, qué aspiraba? ¿A quién anhelaba, a quién seguía, la pobre ingenua?
Su aspiración le movió los obstáculos de su corazón. Le latía éste a mil por hora, y las ramas cortantes le herían los brazos, pero ella continuaba tras la pista de las huellas. No había lugar para confundirse, eran solamente de él. Jamás hubiera podido equivocarse, si un don tenía ella, era la grandiosa observación.

La joven nativa se escurría por el camino surcado por la tempestad invisible. Su mirada inquieta se iba posando por todo el trayecto, pero sus sentidos no la podían engañar: había seguido la misma ruta de las huellas. No había perdido detalle de ninguna, y ahora estaba más cerca que nunca de su enamorado. La cascada estaba próxima. El ruido del agua azotándose dolorosamente inundaba la atmósfera cual lamentos de la naturaleza.

—¿Brian? —dijo Sakuna. No hablaba mucho más, pero aquel nombre lo llevaba guardado en su memoria.

El aire y la cascada le devolvieron su pregunta, nadie contestó.

—¿Brian?

Una voz por fin quebró la noche.

—Por aquí —murmuró alguien.
—¿Brian? ¿Brian? —dijo Sakuna, confusa.
—Por aquí —y unos pastizales se agitaron.


Sakuna confiada fue a acercarse a los pastizales que se movían evidentemente por obra humana. Ese debía ser Brian. ¿Por qué se escondía? ¿De quién tenía miedo? Se supone que estaban solos... Se supone que las cosas no serían así. Pero no lo pensó demasiado. Sólo hubo de aproximarse al lugar de donde emanaba aquel murmullo indistinguible.

—¿Brian? —preguntó Sakuna a la silueta que descubrió tras el pastizal.
—Sí, Brian. Por lo menos, sus botas —respondió William, y soltó una carcajada.


El corazón de la joven dio un vuelco y le dictó que se alejara corriendo cual cervatillo: ése no era el hombre que ella esperaba, sin duda. ¿Quién era él, qué hacía ahí? Supo que el peligro era inminente, y luego de retroceder unos pasos, quiso emprender carrera hacia su comunidad, hacia algún lugar lejos de aquél que se hizo pasar por su enamorado.
No pudo, sin embargo, poner manos a la obra. El fiero hombre se le abalanzó por el cuello, derrumbándola.

—¿No te quedas? ¿A dónde crees que vas, niña? —rió William con una sonrisa malévola, mientras le sujetaba las manos y le colocaba una rodilla en el estómago.

Sakuna se sintió apresada y horrorizada, no entendía nada de lo que estaba pasando. Que alguien le explicara quién era aquel sujeto y qué era lo que deseaba de ella. Por qué la atrapaba, eso no lo sabía. Le gritaba en su idioma propio qué le estaba haciendo.
De pronto comenzó a sentirse seriamente incómoda. Sólo sabía que ese hombre misterioso le estaba haciendo algo malo. Gritaba, lloraba para que la dejara en paz, que le quitara las manos de encima. Pero la cascada ahogaba sus lamentos, y nadie a su alrededor la escuchaba. Y quienquiera que la hubiese escuchado, jamás la ayudaría.

—Cállate y coopera, salvaje —rió de nuevo el malvado, y agregó muy gracioso—. Quién diría que las indígenas tuvieran esta calidad, Dios. Contigo ya son tres por mi cuenta.

Sakuna cerró los ojos entre gritos, después su garganta no pudo continuar expidiento esa cantidad de lamentos. Sentía un ultraje severo sobre su persona. El mundo le daba vueltas alrededor, no comprendía, sólo lloraba sin cesar.

La embargó un dolor violento, poco habría de recordar de la forma, eternamente la acción quedaría en su mente.
El tormento no acabó. Siguió, siguió, siguió, la negrura se hizo presente. William rió a carcajadas; la Luna lo desaprobó en silencio.



Fue casi a medianoche que una silueta deshecha entró tambaleante por la aldea. Se diría que no tenía rostro, no había luz iluminándole. Iba envuelta en jirones sostenidos por sus manos trémulas. Su cuerpo difuminado presentaba arañazos que de vez en cuando brillaban a la luz lunar, tal como el río de sangre ahora seca que le corría por sus piernas. No tenía habla, no gemía más, no se lamentaba, no suspiraba. Era una sombra hueca.

El recibimiento no se hizo esperar. La congoja de su madre se iba convirtiendo poco a poco en susto al verla, en vez de alegrarse. La alarma se dibujó en sus ojos cuando se percató de la gravedad de la situación. Los ojos avergonzados de Sakuna huían de los suyos. La mirada de la joven barría el suelo al avanzar paso a paso, la debilidad la había extenuado.

—La vi, la vi —dijo una muchachita apache de largas trenzas—. Sabía que la había visto huir al bosque un poco más temprano. Seguro había ido a buscar a los ingleses... Como todas las tardes.
Sakuna se desvaneció en los brazos de su madre.


Helian estaba detrás del cúmulo de personas que se habían reunido a recibir a la recién llegada y auxiliarle en su desvanecimiento. Su expresión pétrea no dejaba traslucir ningún rastro de emoción. Los brazos cruzados le hacían parecer una verdadera estatua.

—Se lo ha buscado. Ella se lo ha buscado. Es una vergüenza para nosotros.
—Jefe Helian... —murmuró alguien.
—Desgraciadamente, mi hija es indigna de pertenecer a esta pura comunidad apache. Nos ha traicionado con nuestros enemigos, y ahora ha acudido con su gente a esperar que la ayudemos luego de semejante acto de deslealtad. El halcón ha de cazar para su nido, y no ofrecer tributo a la poderosa águila. No me atrevó más a tratarla por la vergüenza.

Su boca se contrajo en una mueca de furia y odio, y su mirada se posó ahora fuerte sobre ella. Fue un taladro visual en su humanidad. Las personas a su alrededor comenzaron a inquietarse por las graves palabras del jefe de la tribu.

—No me importan las circunstancias en las que ha llegado. Fue su voluntad el ultraje sufrido —y agregó con gestos despectivos—. La dejan afuera esta noche, y a primera hora han de llevarla al peñasco.
—Jefe Helian... —suplicó la madre con lágrimas en los ojos—. Ella no...
—Al peñasco. No repetiré más —volvió a hablar Helian.

Y se dio la media vuelta. Nadie más hubiera podido hacer cambiar de opinión.



El sol alumbraba esa mañana con una debilidad evidente. Se escondía por la vergüenza tras densas nubes grises que ornamentaban los cielos. Pasos lentos se aproximaban como el viento al borde del peñasco indicado por Helian, como quien está resignado de morir. Fueron los alaridos de los concurridos quienes alentaban la marcha, esta lucha contra los ingleses no la iban a perder.

—Indigna, indigna —murmuraba alguien, encolerizado.
—Que los espíritus la atormenten por siempre —rabiaba una mujer.
—La deslealtad ante nuestra tribu es algo que jamás perdonaríamos —le explicaba un hombre a su hijo—. No hay refugio para los traidores en este mundo.

Su madre tenía la mirada baja y los brazos cruzados. Las ideas eran el tormento inevitable de su mente, el cruzamiento entre el deber y el amor engendraban un huracán en su cabeza.

—Adelante —gritó Helian.

Sakuna estaba tan impávida como desde que llegó a la aldea. Había dejado de ser ella, no quedaban reminiscencias de su persona. No hubo sonrisa ni lamento. Su mirada fija estaba en el vacío. Tenían razón, siempre tuvieron razón sus familiares. Los ingleses eran malvados, traidores, demonios, debió alejarse de ellos. Les trajeron la mayor de las desgracias y las infamias. Ella estaba mirando el rostro de frente a la muerte, y no había más que se pudiera hacer, sabía que la enmieda para limpiar la suciedad del prestigio de su familia debía gestarse tras el azote en las rocas del peñasco.

No había falsedad, ella iba a morir, lo sabía y maldijo a los ingleses. Su amor fue su perdición. ¡Claro que Brian debía ser igual al hombre malvado que abusó de ella! Ya Helian lo había dicho antes, todos buscaban eso. ¿No le había bastado saber que tres jovencitas de su aldea habían desaparecido a manos de los foráneos? Brian era uno más de ellos. Lo condenó.

Avanzó un paso. Otro más, porque aún no llegaba al borde del peñasco.
Lo maldijo, maldijo a todos. Odió a Brian. Su rostro estaba seco. Su corazón quieto, pero lleno de hiel.

Alguien la empujó.





¿Qué había pasado? No tenía explicación alguna de por qué Sakuna no estaba ahí como siempre. Desde la noche en que Brian no había podido llegar a su cita gracias a que sus botas se perdieron misteriosamente, ya nada había vuelto a ser como antes. Sakuna no aparecía tarde tras tarde cerca de la cascada, la rutina le había susurrado al oído que así sería para siempre.
Quizá se había cansado de él. Quizá alguien le había contado los planes de los ingleses y ella se habría espantado de creer que Brian sería un hombre igual a todos los demás. No tenía idea de que él era diferente, él era sincero, él la amaba.

Al día siguiente volvió, luego de haberse retirado con amargura. Pero seguía siendo lo mismo, ¿no cambiaría la ubicación? El bosque se veía seco sin la bella presencia de su querida Sakuna. Pero ella no arribaba, ni un día, ni al siguiente, ni al que le siguió. El viento no le llevaba el aroma de la nativa. El lodo no cooperaba en imprimir sus huellas. Brian se preguntaba una y otra vez qué habría sido de la joven que se había llevado su corazón. ¿Le habrían castigado?


Un mes había pasado cuando cierta noche Brian volvió nuevamente abatido al campamento.

—No puedo creer que tarde tras tarde regreses al mismo lugar, ya te dije que no volverá —le decía William.
—Un día lo hará —dijo Brian—. Ella no podría olvidarme jamás, estoy tan seguro de eso como de que la amo. Sé que volverá, sé que me dará una señal. Te juro, William, que noche tras noche iré a ese mismo sitio, que es el que sabemos ambos, para esperarla. No me importa que pasen años, estoy seguro que un día ha de aparecer.
—Y mientras que tú te deprimes por una simple indígena, yo ya llevo seis a mi cuenta durante todos estos meses. Deberías aprender de mí. Soy feliz viviendo a gusto y satisfaciendo mis placeres. Son simples salvajes, habrás de entenderlo algún día. Ella te olvidó. No entiende nada, no entiende ni lo que le dices. Déjala.

Brian se quedó pensativo.

—Ella no pudo haberme olvidado.
—Lo hizo.


Molesto, el joven inglés salió del campamento sin escuchar lo que su compañero le gritaba desde la entrada.

—Te olvidó, te olvidó, te olvidó la salvaje...


Brian se fue al sitio de la cascada. Había decidido esperarla para siempre, así hubiera de enloquecer ahí. Su amor por aquella misteriosa joven era inquebrantable.

—Por siempre, por siempre, por siempre esperaré por ti. Un día has de volver... —murmuró Brian a la cascada, con lágrimas en los ojos. El viento y el río se llevaron su voz, nadie la escuchó. 




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Gracias a mi amiga Alice Moonlight, por la chispa.