Bienvenidos!

Bienvenidos.
Gracias por visitar el pequeño nido del cisne.

Cuento con un pequeño compendio de escritos que van resultando de luces esporádicas de imaginación. Ratos de cielos color violeta sobre mi cabeza.


Escritor amateur, graduado de Letras, aunque lejos de los mejores honores. Aficionado también a la Historia y a la Filosofía.
Espero que encuentren amenos mis breves relatos. No aspiro a nada, pero me alegraré de saber si al menos una persona logró cautivarse un par de minutos. Supongo que eso hace la diferencia entre una rutina trazada y un devenir diferente.

¡Gracias de antemano!

sábado, 19 de septiembre de 2015

117. Palmira





Tú eres, Palmira, mi vida y pasión,
columnas heroicas y efigies doradas;
a fuerza de espada tracé mi morada
la mano en la rienda, montada al bridón.

Eternas arenas, marcando el caballo
las huellas valientes que ya desmoronan
las viles pisadas romanas: ¡pregonan
que ha de ceder al Imperio el vasallo!

Tú eres, Palmira, mi fuerza, mi fe
que yo desconozco alejada de ti;
en Roma, ¡maldita!, me buscan rendir,
¡pero antes luchar, combatir, perecer!

De frente al desierto, ¡ya viene Aureliano!
asedia rampante, jinetes y arqueros.
¡Luchad, palmiranos, que hoy venceremos
al cruel detentor, al Imperio Romano!

¡Por estos desiertos, arenas y ríos,
que rueden los cuerpos, los miembros, cabezas,
defiendan las torres, cerrad fortalezas,
derroten legiones, que vuelvan sombríos!

¡Tú eres, Palmira, la tierra que rijo
espada y espuelas, por ti yo perezco!
¡Tú eres mi sueño, el fin que obedezco,
a ti mi firmeza y mi temple dirijo!

¡Ya caen, palmiranos, redoblen vigor!
¡Que el cielo a las flechas las vea perforar
y el suelo de botas se sienta temblar!
¡Esfuerzo! ¡Presteza! ¡Coraje! ¡Valor!

Contemplo, Palmira, tus casas en llamas,
Soldados más fieles mandobles reparten,
Los unos, los otros, el suelo comparten,
Venciendo al final, Aureliano y sus armas.

No caigas, Palmira, mi hogar adorado,
mi mente me parte al soñar el recuerdo:
"La reina guerrera", fatal desencuentro
de aquel sobrenombre y mi fin ultrajado.

Tus ruinas evocan, belleza que inspira,
la enorme escición, suceso que oprobia
a Roma, y mi nombre, Septimia Zenobia,
¡azote que humilla: el Imperio Palmira!​

miércoles, 1 de julio de 2015

116. Al emperador filósofo.







"Ve hacia el Sol de Levante, yo soy el Sol de Poniente…"

Bajo el manto oscuro: celeste providencia,
tras la sombra alada, su triste decadencia;
a los sueños vaga, ya otorga la sentencia
de su fausto Imperio a la vil indiferencia.


~


¡Ya mueres, oh sabio, ya acaba tu historia,
la plebe ovaciona al veraz Marco Aurelio!
¡Ya dejas a Roma en la cumbre y la gloria;
el Águila llora, no así tu heredero!


La muerte se asoma, la peste te azota,
tu hijo aferrado a los pies de tu lecho,
tu mano temblando, tu alma está rota,
la mente fugada; tu cuerpo, deshecho.


Le cedes grandezas y honor a tu hijo,
tu imberbe heredero, tu endeble reflejo;
a Elíseo ya marchas, no imploras cobijo,
y en Roma se gesta un indigno festejo.


No adviertes las manchas de sangre en sus manos,
la daga traidora del fiel pretoriano;
no encuentras los brillos letales cercanos,
los ojos huidizos del ruin soberano.


Al óbito Cómodo prisa le imprime:
tu médico ingrato cianuro te paga.
¡Oh, pío Antonino, figura sublime,
tu vida a traición y conjura se apaga!


El grito de “¡Ave Imperator!” te olvida,
un nuevo Señor se laurea tu corona.
¡La Eterna Ciudad, mortalmente herida,
al mundo y su Historia su fin conmociona!


Tirano es tu hijo, tu sangre, y pecado
mortal el error cometido de criarlo.
Le diste al Imperio lo justo en tu mando,
dejaste al morir arrebatos y caos.


¡Loado por siempre, magnánimo Marco,
filósofo estoico, gentil ser humano!
Ejemplo a seguir de poder y nobleza,
¡que el mundo recuerde tu inmensa grandeza!



"La vida de un hombre es lo que sus pensamientos hacen de ella".
-Marco Aurelio.

martes, 21 de abril de 2015

115. Gris



Frente al vidrio de un mostrador que la fría mañana paradigmática empañó, me hallaba un día contemplando el tosco rasgo de negación permanente que surcaba mi rostro.

La calle, gris y áspera, con su multitud de seres iguales circulando de norte a sur, me profetizaba un presente aún desesperanzador cuando seguía viéndome a través del reflejo y éste me dibujaba el entorno detrás de mí.

Las líneas que debían marcar un aspecto convencional para calmar los corazones necios aún se hallaban muy lejos de mi propia realidad.



Yo, como ese muñeco de trapo que fue utilizado para jugar con un estigma volcado hacia lo intolerante, me miré a mí mismo y cuando lo hice sentí la fuerte opresión del insecto enorme que, por más vil que sea su condición, siempre surge y termina aplastándome contra los adoquines de la acera.



Levanté la mano que más temblaba, la derecha, y traté de tocar el fantasma de mi ser, que el vidrio amigable se encargó de dibujar frente a mí. Era tan invisible como mi propia existencia escondida en un rincón de mi alma, y tanto o más real como la ciudad, la plaza o las ramas secas de los árboles.



El ave cantora siempre guía sus notas bajo el señuelo ancestral; la débil criaturilla que se posó en el árbol a mi izquierda me recordó su condena eterna del instinto y un escalofrío gélido me recorrió por completo. Quién iba a decir que yo estaba condenado a mí mismo: esa rebeldía mundana y a la vez necesaria para brillar con un color distinto, con muchos colores distintos. El pajarillo cantor desplegó sus alas grises y mientras volaba, mi corazón vomitó las cenizas que se habían colado por mis oídos.



Planeé echar otra fugaz mirada al espejo y no pude despegar mis ojos del mismo. Quizá el empleado del mostrador pensaba que me hallaba admirando los trajes incoloros del aparador, pero esos están disponibles para las personas que calzan con ellos. Mis ojos empañados, mancillados, pueden ver más allá, y aún así luchan por ver aún detrás. El reflejo del mostrador me devolvía el aspecto de la ciudad tras de mí, pero no mi propio interior. Ahí veía un tipo como cualquier otro.



Quería caer de rodillas pero pronto hubiese llamado la atención. En un espacio en donde la furia de la culpabilidad me había enseñado a no demostrarme mucho, llamar la atención era casi el preludio a la degradación. La experiencia sabia no podía dictarme otro consejo de mayor prudencia: triste, callado, apesadumbrado, hecho un ovillo, rodando bajo como un pequeño bichito bajo los zapatos grises, ésa era mi manera para vivir, mi destino fatal. Vivir bajo el acecho de miradas que me laceran por mi propia existencia, por mi propia identidad, eso no era fácil ni tampoco me brindaba felicidad alguna.



Unas lágrimas querían asomarse y dejar de estar encadenadas en mi alma. Pero no podía permitírmelo. No lo decidí yo. Mi única decisión fue luchar contra el estigma de la estulticia colectiva.
Intenté clavar mis uñas débiles en el vidrio del mostrador, sin éxito. No podía arañar la imagen estúpida que éste me devolvía. Y arañarme a mí mismo sólo me alejaría un par de pasos más del ideal de belleza que mi cálido corazón anhelaba. Pero, ¿qué más da? No soy bello.

Decidí que prefería ocultar lo degradante de mi ser ante un mundo que prefiere ver la fealdad antes que la distinción. El vaho que brotó de mi garganta tapiaron primero una mirada decadente y luego unos rasgos funestos hasta dejar convertido aquel espejo improvisado en un muro de neblina infranqueable. No me vería más.

Unos pasos hacia atrás, me alejé del mostrador y sin darme cuenta me hallé sentado en un banco próximo, en la misma acera. La mañana seguía fresca y el aire a mí me pareció pesado e infernal. Arriba en el cielo, las nubes de fina nieve tapaban la visión de un domo azul perfecto, convirtiendo a la ciudad en una prisión blanca y gris. Tras mis ojos, otras nubes obstruían mi propio universo, mi universo personal.

Nunca podré llegar a lo alto, como las aves y como el vapor de mi boca que deshace mis entrañas y se eleva hasta el confín en donde se torna invisible. No soy capaz de liberar mi propio yo. Ante el estigma eterno de este gris de desesperanza, tengo que fingir ser lo que no soy. Por dentro, los gritos eternos de una nueva persona me aterrorizan clamando y amenazando para salir. Pero tengo que contenerla. Los hombres que venían caminando por la acera y que efectivamente pasaron sin siquiera reparar en mi presencia, no hubieran de ningún modo aceptado verme convertido en la quimera que ellos mismos temen. 
En mi propio yo; intolerancia disfrazada de preocupación por el bienestar del prójimo.

Un insulto, un sermón, dos regaños, tres consejos. Intolerancia. Preocupación. Más intolerancia que preocupación. Personas que se detienen normalmente frente a mí a proporcionarme palabras que no necesito.
Me lo evito. Pero que me permitan borrar mi reflejo de los espejos de esta gris ciudad. Porque si ellos no soportan mi yo interior, yo no soporto mi exterior que no muestra absolutamente nada.

viernes, 3 de abril de 2015

114. La insurrección



Con la vista fija al horizonte, quizá viendo revolverse las arenas eternas de África, aquel anciano esperaba la condescendencia divina. Sus hombres lo habían elegido a él. El cielo quizá amparaba un devenir diferente para el Imperio.

Achacoso, doloroso, sus piernas le temblaban. La toga púrpura colgaba del hombro y olía a usurpación. Todos le dijeron que no se preocupara. Le susurraron que era necesario. Aquel coloso que investía el título de imperator no era sino un enemigo público: Maximino iba a perecer porque las legiones deseaban acabar con él; era un tirano que no gobernaría más.



Cansado mental y físicamente, el octogenario se sentaba con pesadumbre. Su destino ya no le preocupaba. Había vivido tiempos mejores. Ahora le parecía que los intensos rayos del sol caían como la cortina final a su alrededor. Pero se hallaba convencido de que su poesía no cambiaría al Imperio en su rumbo desastroso hacia el abismo. Tenía que luchar aún.

Algún mensajero surgido de las dunas y el horizonte le advertía en la tarde al anciano, que el primer peligro de aquella osada aventura se dirigía hacia su posición. Un legado del brutal Maximino cabalgaba raudo por las imperturbables arenas del desierto. Los silenciosos caballos enemigos sofocaban el aire con sus relinchos, haciéndolo pesar aún más. Su trote lo absorbía el suelo blando, en cruel complicidad. El oponente, fiel a los designios del tirano que le mandaba, tenía la única misión de regresar a Roma después de asegurarse que el usurpador había muerto.



El viejo gobernador de África, investido por sus propios hombres como el nuevo emperador, no tenía miedo de sí. Le apuraba un poco, no obstante, que los planes trazados por sus mismos consejeros y el Senado no diesen los frutos esperados. Sabía que se jugaba la vida, no sólo él, sino también su propio hijo: ante la evidente falta de fuerzas del octogenario, había sido nombrado co-emperador. Padre e hijo regirían juntos, en una unidad de sabiduría y arrojo. Nada podían ser el uno sin el otro.



Los vientos secos del Sahara parecían detener la velocidad del Sol, el calor era constante, el paisaje imperturbable. No sería la primera vez que una revuelta local terminaba asfixiada por órdenes del emperador.



Ordenó, pues, que su hijo reuniera al ejército fiel a su causa y saliera al encuentro del comandante del tirano Maximino. Tenía que hacerle frente y derrotarle. El enemigo era impopular en el Imperio, y tras esa victoria, padre e hijo se coronarían y tomarían las riendas de la Magna Roma.



Grande y desastrosa fue la sorpresa del anciano cuando se le comunicó que no contaban con un ejército listo para enfrentarse al oponente, un vilipendiado gobernador fiel al césar, que tomaba la batalla aún más impulsado por cuestiones personales, cuentas pendientes del pasado. Bastaría la única legión que comandaba para arrasar con la provincia de los insurrectos y teñir de rojo la ilusión de una nueva era.

El octogenario emperador no podía ya cabalgar, y el carro demoraría más de lo convenido en llegar al lugar del enfrentamiento. Dio su antigua bendición a su hijo y lo impulsó para que combatiera y comandara con fiereza y valor; aunque su ejército fue reunido por milicianos, eran más numerosos que el oponente. Luego imploró protección a los dioses y sus plegarias se elevaron por los cálidos confines del desierto.



¡Ah, la grandeza de un sueño, la fuerza que imprime una visión en los brazos de los arrojados combatientes! Frente a frente, los ojos del hijo del anciano autoproclamado se encontraron con los del comandante fiel al nefasto Maximino. Ambos levantaron sus espadas cortas sobre sus cabezas, la refriega por un mañana incierto había comenzado.
La polvadera propia de la arena perturbada por las salvajes pisadas de los guerreros se elevó formando una densa nube dorada. Los relinchos de los caballos y los gritos de los hombres que se encontraban, eran truenos devastando el campo de batalla. Los unos, pretendiendo acabar con insurgentes infieles al único emperador Maximino; los otros, rebeldes ante las desgracias del Imperio, luchando por un nuevo orden.

“¡Roma Victrix!”, se escuchaba rompiendo de las gargantas de aquellos milicianos ardorosos, que eran cortadas de tajo por los legionarios experimentados, felices ante la débil oposición del enemigo; hombres que caían uno tras otro a la arena hirviente, heridos, mutilados, muertos, el Sol inclemente descubriéndoles el rostro. Y al verse solo de repente tras una cuadrilla de enemigos que lo acorralaban y encerraban entre sí, el hijo de aquel anciano quebradizo hizo frente con honor y valentía hacia la legión que traicionaba el ideal de Roma en defensa de un tirano.

Las espadas enemigas se incrustaron en su cuerpo como una tormenta. Soltó un alarido y cayó a las patas de su caballo, que espantado, echó a correr a todo galope abandonando el yerto cuerpo de su amo.

La ignominiosa derrota de los insurgentes culminó en aquella tarde soleada y enfermiza. Pisoteados los milicianos ilusos, Maximinio el Tracio sumaba una victoria más, y un odio aún más creciente por parte del S.P.Q.R.



La triste noticia de la aplastante derrota africana llegó a oídos del octogenario emperador, que se dirigía apenas en su carro hacia el lugar del combate rodeado de su raquítica guardia. Hacía mucho tiempo que no se erguía con tanto ímpetu de su lecho. Se levantó casi de un salto y preguntó al mensajero por su hijo.

—Tu hijo, César, ha muerto en la batalla. Las tropas de Maximino le han aplastado.



El anciano tuvo que preguntarlo tres, cuatro y hasta cinco veces, con los ojos acuosos, incapaz de controlarse, esperando una respuesta diferente, como si los dioses le jugaran una broma. Y cinco veces obtuvo la misma respuesta. El joven co-emperador insurrecto, su propio hijo, había perecido.

La guerra estaba perdida. Nada podía hacer aquel hombre frágil frente a la brutalidad de su oponente. El bífido imperio nuevo, que había surgido tímidamente en la provincia de África para retar al legítimo tirano de Roma, se había quedado sin una cabeza. Ya no tenía sentido continuar. El enfrentamiento contra el sistema se perdió apenas al comenzar.

Gritando a los dioses, bajó de su carro con torpeza, y apresurando sus rodillas a las dunas del desierto, prorrumpió en amargos llantos. Sus milicianos fieles le comprendían. Era cierto. La brevísima guerra civil, que recién había empezado, ya finalizaba.

No pareció pesar tanto a aquel anciano el sueño roto de una nueva Roma, la aniquilación de aquel gigante emperador guerrero que azotaba el Imperio con desdén. La idea de perder a su único hijo le laceraba su corazón. La vida cruel le había arrebatado todo cuanto tenía en la vida.



Se dirigió precipitadamente al fondo, tan rápido como sus débiles piernas se lo permitieron, y tomando su propio cinturón, se lo anudó a su cuello, y tirando de él con la fuerza que su propia alma desgarrada le procuró, acabó con sus días por voluntad propia. El anciano emperador había muerto tras 22 escasos días de ser investido.

Salve, Gordiano I.
 

martes, 3 de marzo de 2015

113. Fruto






Ornamento especial de tu espíritu, vil fruto cien veces maldito por los anales de la Historia; le darías un nuevo enfoque con la gloriosa hazaña que te va a investir dentro de poco.

Héroe que salva a la cobarde multitud, aglomerada tras de ti, junto a mí; curiosos, expectantes, no merecerían mi vida, porque ni siquiera merecen las suyas.

Diestro, hábil cazador, ésta podría ser tu mayor recompensa, tu figura trascenderá más allá de los montes, la mía quizás caiga maltrecha, atravesada y mancillada, bajo la eterna sombra de este tronco.


Cincuenta efímeros pasos, difuso y preciso reflejo de nuestra propia fraternidad. Tú ves mi sombra sumada al apéndice sobre mi cabeza, una silueta casi antropomórfica. Yo te veo claro bajo el dorado del sol y conozco tu rostro tenso. No desconfío de ti, pero sé lo que representa. Ese destrozo que revives cuando pierdes a tus presas. Te enfrentas a la mayor de ellas, aun siendo pequeña e inmóvil. Está sobre mí.


Gritan a nuestro alrededor. No dudo del morbo. No todos están de tu lado.


Vil manzana de la discordia, hostil fruto que fue en el Paraíso objeto del desplome; más arriba de mi frente la he puesto y es para ti. No tengo miedo. No estoy pensando en mí.

Podría colocarla frente a mi pecho, que tu feroz saeta funda su color carmesí con el de mi corazón, y hacernos uno mismo: mi falsa voluntad y la desavenencia.

Pero no quieres eso y no es por mí.

Yo tampoco lo quiero para ti.


Apresúrate a ser, pues, el héroe de los siglos. Tu hazaña está escrita en la punta de tu flecha. No te preocupes por mí. Padecer mi vida entera tras tu sombra de gigante, que opaca los corazones grises, no es problema para mí. Tampoco clavarme entre el tronco y el quebranto de tu honor personal.


Sólo hazlo, padre.

viernes, 6 de febrero de 2015

112. Gólgota


Como el fuego eterno que los pregones de aquella, tu garganta poderosa, exclamaba, y que torpes intentan embarrar en el fango de lo eludible ­(pues todo lo he contemplado desde mi posición cien veces negada), ¡qué difícil es, oh, Rabí, aplicar el perdón hacia los propios corazones atormentados! Sin la mano poderosa, sin esa fuerza celestial que siempre creí que tu espíritu poseía, ¿cómo curar el veneno interno?

Condenado a lo nefasto y vulgar, vil pecador de calumnias imputado, ladrón, pillo, incestuoso con otras afrentas extraídas de las lenguas viperinas del Diablo. ¿Qué soy yo, Rabí? ¿No soy lo que tú esperaste? ¿No soy lo que tú mandaste? ¿No es así que tu dedo firme señaló a este malhadado hombre cuya historia ha sido desprestigiada a través de los siglos? ¿Es que acaso tu omnisciencia no indicaría mi destino trazado en tu corazón?
¿Y no soy yo quien te acompaña en la eternidad, como te juré en vida? Mi propia redención, Rabí, la tiene la Humanidad en sus puños apretados, y siento mi cuerpo lapidarse año tras año por vanas mentiras, ¡por la reafirmación de la ambición podrida! Yo creí firmemente en ti, te besé, con el afecto a flor de piel, exento de cualquier traición que los de abajo me señalan ahora, ¡lo sabes bien! 

Inerme, incapaz, indigno, con la dignidad hecha pedazos al notar mi error, cometí el pecado mayor, que confesé ante el Sagrado Tribunal. Esperé de ti, Rabí, ¡hermano mío!, aquello que mi belicoso espíritu deseaba ver en las llanuras de un corazón tan apacible como el tuyo. Y así como las arenas del desierto nos advierten de su perenne condición, de su incapacidad para que el manantial de ellas broten, era tu pacífica misión la que despertó en mí las víboras de la perdición. Y cada vez que allá abajo mi nombre apedrean, es a Ti a quien me dirijo para excusarme una vez más, como si de alguna forma no sintiera merecer el Paraíso que me ofreciste en tu Santa compasión.

¡Indigno, digo, pues mientras en una vil cruz romana pendías, tu madre lacrimosa a tus pies y tu mujer Magdalena al costado, en la soledad y en el vacío, tras la sombra de un árbol sin travesaño, acababa yo mis días en la fiel soledad!
Te amé, Rabí, y traté de disponer que tus sagrados milagros nos liberaran del yugo opresor. ¡Ah, en ningún momento te entregué! ¿Será que la perfidia puede ser tan grande, que en los hombres se geste la idea de un monstruo que llevó por nombre Judas Iscariote? Sólo importa lo que Tú sabes, pues la verdad absoluta sólo tiene cabida en la sabiduría infinita de Dios. 

miércoles, 14 de enero de 2015

111. De bellum gallicum






Perdidos los pasos andantes,
extinta la chispa, la fiebre
exánime en hierros brillantes,
¡los años ingentes remembren

que al crudo calor del estío
tras amplias murallas de piedra
la sombra del vasto gentío
de furia y de gloria las medra!

¡Y qué hábil es la blanca espada
cuando ésta de arrojo se viste!
Mas, ¡qué estragos trae la nombrada
si el peso abusivo la asiste!

La Galia cayó, ¡no se olvide!
La sangre, la hierba encharcaba;
yerto el sitio muerte despide,
¡la alcurnia romana empapaba!

Idos, rapaz, el oro tomad,
frente en alto, tu indigna maldad.
Sea el puñal que ahora portáis
juez y verdugo de tu crueldad.

¡Que los idus de marzo desciendan
que la muerte y tormento te aprehendan!
¡que más de una veintena de dagas
te hagan pagar tu justa condena!
Septiembre, 701 a.u.c.​

martes, 6 de enero de 2015

110. El asedio



Hambrientos de poder y sedientos de sangre, más que de alimento y agua, ellos se revolvían entre sus propias barreras artificiales. Los nuestros los contemplaron desde el refugio con rotundo desdén, una mezcla de satisfacción, preocupación y ansias. No eran muchos.

Pero aquéllos eran organizados y esforzados. Trabajaban con más dureza que sus propios esclavos, levantando la empalizada y fortificando sus intenciones. Nuestros hombres sólo podían limitarse a mirar: estaban quedando atrapados dentro de su propia ciudad.


La muralla de madera que aquellos hombres de rojo realizaban era rotunda: circulaba todo el exterior de nuestra ciudadela. Sin duda, estaban bien curtidos en las técnicas militares. Nadie podía creer la hazaña que estaban realizando: no se habían tenido noticias de un asedio tan increíble en toda la historia. Poco a poco, las sonrisas de los nuestros fueron desvaneciéndose; se transformaron finalmente en muecas de horror. Los romanos estaban cumpliendo con su cometido.


Encaramados en las murallas de piedra, los galos observaron a los romanos levantar la fortaleza de madera sin precedentes que encerraba a Alesia en un gran círculo. Pretendían dejarlos sin escapatoria. Nuestros hombres previamente habían quemado toda la tierra aledaña, fértil y rica en alimentos primos, para que los enemigos al asediar sólo encontraran cenizas y destrucción y tuvieran que retirarse por el hambre y la necesidad de descansar.


Pero el comandante hostil no pretendía cejar en su empeño. Tenía atrapados en Alesia, el último refugio, a los galos. Éstos se habían escurrido hasta la ciudadela, escapando de las feroces espadas gladii de los romanos. Eran tan pocos a comparación de los nuestros, y sin embargo su fiero azote estaba tornando los ánimos de los guerreros en un miedo trepidante e intenso. Ahora, resguardados en Alesia, sólo esperaban el momento decisivo: ¿sería que podrían expulsar para siempre a aquellos romanos invasores de la Galia, o ellos vencerían y nos los someterían como esclavos, como basura?


Y ahí se encontraban: cien mil galos que habitaban la ciudad de Alesia, albergando a otros cuarenta mil guerreros recién llegados de los campos de batalla, que huían del enemigo. Sí, ahí estaban: mirando desde las inmensas murallas de Alesia cómo una pequeña porción de Roma, apenas diez legiones, los rodeaba para dejarlos sin escapatoria.


Julio César no pretendía luchar cuerpo a cuerpo. Sus soldados eran capaces, pero no pretendía tener bajas significativas en su ejército. Su técnica fue mucho más cruel como inteligente: ¿los galos se refugiaban en su fortificación? ¿Sí? ¡Pues que se acaben sus provisiones, que mueran de hambre, que nadie dejaría escapar ni uno solo de esos bárbaros!

Trabajando como obreros, como esclavos, con el ímpetu bravío y la moral por los cielos, los legionarios levantaron dos tremendos muros de tablas y palos alrededor de Alesia y de sí mismos: uno al frente, rodeando la gran ciudad, otro detrás de ellos, para protegerse de los refuerzos galos que podrían llegar. Ahí los miraban: se habían encerrado a sí mismos, entre púas, torres de vigilancia y arqueros apostados cada diez pasos.


¡Oh, quién dijera que la gloria de los galos, su honor, sus convicciones, estaban casi a punto de ser condenadas! ¿Es que acaso los romanos pondrían fin a sus rebeliones? ¿Es que debían ser sumisos de nuevo, como viles perros, ante los atacantes?


. . .


La desesperación invadía poco a poco los espíritus animosos de nuestros bravos guerreros. Un mes atrapados, con las provisiones de grano terminadas hacía poco, los pobladores de Alesia se retorcían de hambre. Algunos, con su honor quebrado, comenzaron a ver con ansias de saciar su necesidad de alimento a los cuerpos de los muertos, a los ancianos, a los enfermos... ¡comerse a sus mismos compañeros! Deliraban aquellos, estaban proclives al descenso a la locura, pero rendirse, ¡eso jamás!


Las tentativas de paz habían fallado. Los romanos no iban a retirarse. ¡Querian ver muertos a los nuestros! ¡Ni un paso atrás darían ahora que habían llegado tan lejos, que los habían acorralado!


Transcurría un día, y otro, y otro más. Aquellos estómagos exigían la comida que no les era otorgada, porque se terminaba a velocidades preocupantes. Alesia no estaba destinada a ser el refugio improvisado de miles de guerreros.


Finalmente hubieron de tomar la cruel decisión crucial. La ignominia se nos viene al rostro al recordarlo, y la sangre hierve en nuestros cuerpos. Pero la Historia es fría al repetir los sucesos llenos de vergüenza.

Vercingétorix, nuestro líder, expulsó de la ciudad a mujeres, a niños, a ancianos, a enfermos. A las familias inocentes. Sus propias familias. Las pobres mujeres galas, con sus niños en la mano, hubieron de salir a morir de las puertas de Alesia. La comida no alcanzaba para ellos. Salieron a la muerte, a la desesperación, al inframundo en nuestra tierra. Una fila casi interminable de bocas que ya no podían ser alimentadas por el escaso trigo que quedaba en la ciudad, el cual sería sólo destinado a los guerreros que aguantaban.

Las puertas de Alesia se cerraron tras los civiles que quedaron desamparados, a su propia suerte en tierra de nadie, entre la inmensa muralla de su ciudad que ahora les daba la espalda, y la empalizada enemiga, a la que se dirigieron.

Clemencia pidieron los nuestros a los romanos. Una multitud llorosa, expectante, acongojada, desesperada de mujeres y niños arrodillados frente al asentamiento rival, gritando piedad. Lanzados a la tierra y las cenizas, con lágrimas agrias y ardientes. Pedían comida. Pedían un sorbo de agua para los niños. Lo pedían por los pequeños. Lo pedían por los dioses, lo pedían por consideración y humanidad.


César los miró, luego agitó la mano con desdén. No iba a recibir al enemigo. Dejaría que aquellas, nuestras familias, perecieran de hambre.

Los gritos de terror arreciaron, las peticiones de clemencia se elevaron al aire. Cientos de rostros pálidos, demacrados, de las pobres madres que llevaban a sus hijos en los brazos o de la mano, algunos desfallecidos por la debilidad, cuyas voces no serían escuchadas jamás.

Morirían. Pero era necesario.


Despuntaba una nueva alba y una pila de cuerpos de los civiles, inmóviles por la inanición, se encontraba rebotando los rayos del sol sobre el campo. Nuestra gente, a nuestra gente los romanos se la llevaron. ¡Por ello han de pagar!



Un día, al horizonte, entre los bosques frondosos rebosantes de aves libres, brotó de pronto una bandada de jinetes a todo galope en dirección a Alesia. Eran una cantidad desorbitante, una inmensidad de lanzas y espadas largas, de cascos y crines al aire, que no vacilaban, hacían temblar la tierra con su galope y con todo empeño trataban de alcanzar el sitio del asedio.

Parecía que Galia entera sonreía. Incluso los dioses. ¡Eran nuestros aliados, y les cuadruplicaban en número a los legionarios enemigos!


Sabrán los dioses cómo habrá tomado la noticia César. Probablemente haya tenido el miedo que le faltó en todo el mes del asedio. Pero la espera estaba llegando a su fin. ¡Era el momento de nuestros refugiados para atacar, para derrumbar sus muros endebles, para acometer y masacrar a esos malditos!


Los enemigos se resistieron con ímpetu. Apostrados en sus torres de vigilancia y encaramados sobre la empalizada que improvisaron muy efectivamente para el asedio, les desataron una tormenta de flechas a nuestros aliados. Uno tras otro caían ensartados por jabalinas y flechas, o descalabrados por las piedras que incluso lanzaban. Las catapultas romanas cumplían su función con disciplina, lanzándoles incendiarios, haciendo arder la hierba, los árboles y a nuestros guerreros. La decepción veía la luz en los rostros de los galos atrapados en la fortaleza, quienes observaban cómo caían cadáveres deslizándose de lomos de los caballos que impetuosamente intentaban ganar el espacio desde el bosque al lugar del asedio.
Para cuando los aliados llegaron, su número se había diezmado y la moral los abandonaba. Aún quedaba la parte complicada: tenían que saltar el muro de palos que los romanos habían levantado en torno a ellos, y aquella tarea no era en lo absoluto sencilla. Los que saltaban a escalar eran bienvenidos con certeras flechas punzantes en sus cabezas.


¡Era momento de atacar, por la gloria gala, no había que esperar más! ¡La sangre celta hervía en los nuestros!

Desbocados, con el ideal de libertad y la furia resonando en sus corazones, los galos que quedaban resguardados salieron al ataque para intentar franquear las líneas enemigas del lado contrario. De este modo, los invasores tenían un ataque mutuo, por dentro y por fuera. ¡Ah, conocerían el poderío de las armas arvernas, la fuerza de sus brazos, el ímpetu de sus corazones!


Fueron bravos en su lucha, fueron nobles y dignos en su honor, cayendo uno a uno por Galia. Sus esfuerzos lograron derrumbar paulatinamente las murallas de madera romanas, y adentrarse en sus campamentos. Aún así, el enemigo mantuvo en raya a los nuestros, obligándolos a ceder el paso. Eran torpes a distancia, con pocos arqueros capaces, pero bastante diestros en el combate cuerpo a cuerpo, y ni la enorme corpulencia que destacaban los arvernos lograba aplastar la resistencia.

Hubo de durar dos noches aquella batalla, tiempo suficiente como para que los galos, de los que restaban en pie solamente la mitad, hicieran flaquear uno de los puntos débiles de la empalizada y pretendieran entrar como liebres a la guarnición romana. ¡Los que asediaban se habían convertido de pronto en los asediados! ¡Así de grandiosa fue aquella batalla!

Alegría les daba a nuestros hombres ver la desesperación impresa en el rostro de uno de los generales romanos, que no podía contener la entrada invasiva gala al campamento, haciéndoles frente como le era posible. Enviaba éste más y más refuerzos al área debilitada, concentrándose casi toda la magnitud de sus tropas en ese pequeño resquicio, y uno a uno aquellos hombres de rojo eran aniquilados, ultimados con todo el poderío y la valentía que los galos ostentaban.

¡Parecía la gran esperanza! Gozaron, seguramente, nuestros bravos defensores de Alesia, al mando del siempre ilustre Vercingétorix, del rayo de luz que se abría paso en la batalla, Roma parecía caer. ¡Pero la confianza siempre es traidora!

Nadie podía esperarse que el gran general romano tenía un as bajo la manga. ¡Mandar cohortes a atacar por la retaguardia, tomando por sorpresa a nuestros guerreros tribales! Nuevamente los galos parecían atrapados en lo que suponían dos tremendos muros rojos: el campamento romano que atacaban y las hileras romanas que aparecían por detrás de ellos.


La mirada del comandante Labenio (quien dirigía el área débil), desesperanzada, así como las de sus hombres tremendamente agotados por el combate, brilló de nuevo al ver los refuerzos llegar por detrás. ¡Aquellos romanos desmoralizados, aterrados por no poder contener en esa porción de terreno a los galos, se volvieron a llenar de fuerzas, recobraron energías, sus malditos pechos volvieron a resonar con gritos de guerra, al ver en lo alto de su majestuoso caballo, ondeando su enorme capa roja, al mismísimo Julio César blandiendo su espada contra nuestros hombres!

Repartiendo mandobles con su enorme gladius, montado en su blanco corcel, el enemigo estratega demostraba así su ausencia de temor por enfrentarse en medio de las filas como un soldado más. Y nuestros rivales, esos impuros invasores renacieron, se llenaron nuevamente de coraje y de valor, y acometieron con el doble de ímpetu contra nuestros desguarnecidos guerreros, los últimos en combate.

Las rodillas sin vida golpeaban la tierra y hacían rebotar sus cuerpos yertos, las cabezas rodaban, los gritos hacían eco en el cielo y volvían. ¡Oh, destino infortunado el de Alesia, el de Avárico, el de los arvernos, el de la Galia entera!



Con los dioses cenarían aquella noche cien mil valientes, dignos de la tierra que los vio nacer, y que ahora los soportaba inertes, sobre la hierba teñida de rojo y la tierra revolcada por la violencia.

Roncos, cansados, hinchando sus pechos, con las espadas rojas en alto, los enemigos gritaban victoria mientras pisaban los cadáveres frescos de nuestros compatriotas. Algunos pocos huían, y los enemigos, demasiado cansados, no hicieron esfuerzo alguno por perseguirlos.

No huyó el siempre glorioso Vercingétorix. Viéndose solo, depuso sus armas, plantándose ante César. No humillado, sólo vencido. Lanzó su espada, su escudo, su armadura a los pies del enemigo, y se puso a su disposición voluntariamente como sólo un valeroso galo digno de llamarse así podría hacer: un galo prefiere la vida entera de esclavitud antes que la muerte honorable, pues para que nuestros dioses puedan ser adorados, es necesario que nos conservemos vivos, así llevemos una vida de penurias.



Cayó Alesia, la última resistencia gala, el suspiro de nuestra independencia. Así fuimos aplastados por las cáligas romanas, así nos azotó el fiero látigo de la opresión. Galia no volvería a soñar, por lo menos pronto, por un futuro de libertad. Presos y esclavos de nuestros enemigos, que invadieron nuestras sagradas tierras, que ultrajaron a las nuestras, que asesinaron fríamente a estos pueblos. Y la siempre gloriosa Galia, sólo sería un conjunto de provincias romanas más.