Bienvenidos!

Bienvenidos.
Gracias por visitar el pequeño nido del cisne.

Cuento con un pequeño compendio de escritos que van resultando de luces esporádicas de imaginación. Ratos de cielos color violeta sobre mi cabeza.


Escritor amateur, graduado de Letras, aunque lejos de los mejores honores. Aficionado también a la Historia y a la Filosofía.
Espero que encuentren amenos mis breves relatos. No aspiro a nada, pero me alegraré de saber si al menos una persona logró cautivarse un par de minutos. Supongo que eso hace la diferencia entre una rutina trazada y un devenir diferente.

¡Gracias de antemano!

martes, 21 de abril de 2015

115. Gris



Frente al vidrio de un mostrador que la fría mañana paradigmática empañó, me hallaba un día contemplando el tosco rasgo de negación permanente que surcaba mi rostro.

La calle, gris y áspera, con su multitud de seres iguales circulando de norte a sur, me profetizaba un presente aún desesperanzador cuando seguía viéndome a través del reflejo y éste me dibujaba el entorno detrás de mí.

Las líneas que debían marcar un aspecto convencional para calmar los corazones necios aún se hallaban muy lejos de mi propia realidad.



Yo, como ese muñeco de trapo que fue utilizado para jugar con un estigma volcado hacia lo intolerante, me miré a mí mismo y cuando lo hice sentí la fuerte opresión del insecto enorme que, por más vil que sea su condición, siempre surge y termina aplastándome contra los adoquines de la acera.



Levanté la mano que más temblaba, la derecha, y traté de tocar el fantasma de mi ser, que el vidrio amigable se encargó de dibujar frente a mí. Era tan invisible como mi propia existencia escondida en un rincón de mi alma, y tanto o más real como la ciudad, la plaza o las ramas secas de los árboles.



El ave cantora siempre guía sus notas bajo el señuelo ancestral; la débil criaturilla que se posó en el árbol a mi izquierda me recordó su condena eterna del instinto y un escalofrío gélido me recorrió por completo. Quién iba a decir que yo estaba condenado a mí mismo: esa rebeldía mundana y a la vez necesaria para brillar con un color distinto, con muchos colores distintos. El pajarillo cantor desplegó sus alas grises y mientras volaba, mi corazón vomitó las cenizas que se habían colado por mis oídos.



Planeé echar otra fugaz mirada al espejo y no pude despegar mis ojos del mismo. Quizá el empleado del mostrador pensaba que me hallaba admirando los trajes incoloros del aparador, pero esos están disponibles para las personas que calzan con ellos. Mis ojos empañados, mancillados, pueden ver más allá, y aún así luchan por ver aún detrás. El reflejo del mostrador me devolvía el aspecto de la ciudad tras de mí, pero no mi propio interior. Ahí veía un tipo como cualquier otro.



Quería caer de rodillas pero pronto hubiese llamado la atención. En un espacio en donde la furia de la culpabilidad me había enseñado a no demostrarme mucho, llamar la atención era casi el preludio a la degradación. La experiencia sabia no podía dictarme otro consejo de mayor prudencia: triste, callado, apesadumbrado, hecho un ovillo, rodando bajo como un pequeño bichito bajo los zapatos grises, ésa era mi manera para vivir, mi destino fatal. Vivir bajo el acecho de miradas que me laceran por mi propia existencia, por mi propia identidad, eso no era fácil ni tampoco me brindaba felicidad alguna.



Unas lágrimas querían asomarse y dejar de estar encadenadas en mi alma. Pero no podía permitírmelo. No lo decidí yo. Mi única decisión fue luchar contra el estigma de la estulticia colectiva.
Intenté clavar mis uñas débiles en el vidrio del mostrador, sin éxito. No podía arañar la imagen estúpida que éste me devolvía. Y arañarme a mí mismo sólo me alejaría un par de pasos más del ideal de belleza que mi cálido corazón anhelaba. Pero, ¿qué más da? No soy bello.

Decidí que prefería ocultar lo degradante de mi ser ante un mundo que prefiere ver la fealdad antes que la distinción. El vaho que brotó de mi garganta tapiaron primero una mirada decadente y luego unos rasgos funestos hasta dejar convertido aquel espejo improvisado en un muro de neblina infranqueable. No me vería más.

Unos pasos hacia atrás, me alejé del mostrador y sin darme cuenta me hallé sentado en un banco próximo, en la misma acera. La mañana seguía fresca y el aire a mí me pareció pesado e infernal. Arriba en el cielo, las nubes de fina nieve tapaban la visión de un domo azul perfecto, convirtiendo a la ciudad en una prisión blanca y gris. Tras mis ojos, otras nubes obstruían mi propio universo, mi universo personal.

Nunca podré llegar a lo alto, como las aves y como el vapor de mi boca que deshace mis entrañas y se eleva hasta el confín en donde se torna invisible. No soy capaz de liberar mi propio yo. Ante el estigma eterno de este gris de desesperanza, tengo que fingir ser lo que no soy. Por dentro, los gritos eternos de una nueva persona me aterrorizan clamando y amenazando para salir. Pero tengo que contenerla. Los hombres que venían caminando por la acera y que efectivamente pasaron sin siquiera reparar en mi presencia, no hubieran de ningún modo aceptado verme convertido en la quimera que ellos mismos temen. 
En mi propio yo; intolerancia disfrazada de preocupación por el bienestar del prójimo.

Un insulto, un sermón, dos regaños, tres consejos. Intolerancia. Preocupación. Más intolerancia que preocupación. Personas que se detienen normalmente frente a mí a proporcionarme palabras que no necesito.
Me lo evito. Pero que me permitan borrar mi reflejo de los espejos de esta gris ciudad. Porque si ellos no soportan mi yo interior, yo no soporto mi exterior que no muestra absolutamente nada.

viernes, 3 de abril de 2015

114. La insurrección



Con la vista fija al horizonte, quizá viendo revolverse las arenas eternas de África, aquel anciano esperaba la condescendencia divina. Sus hombres lo habían elegido a él. El cielo quizá amparaba un devenir diferente para el Imperio.

Achacoso, doloroso, sus piernas le temblaban. La toga púrpura colgaba del hombro y olía a usurpación. Todos le dijeron que no se preocupara. Le susurraron que era necesario. Aquel coloso que investía el título de imperator no era sino un enemigo público: Maximino iba a perecer porque las legiones deseaban acabar con él; era un tirano que no gobernaría más.



Cansado mental y físicamente, el octogenario se sentaba con pesadumbre. Su destino ya no le preocupaba. Había vivido tiempos mejores. Ahora le parecía que los intensos rayos del sol caían como la cortina final a su alrededor. Pero se hallaba convencido de que su poesía no cambiaría al Imperio en su rumbo desastroso hacia el abismo. Tenía que luchar aún.

Algún mensajero surgido de las dunas y el horizonte le advertía en la tarde al anciano, que el primer peligro de aquella osada aventura se dirigía hacia su posición. Un legado del brutal Maximino cabalgaba raudo por las imperturbables arenas del desierto. Los silenciosos caballos enemigos sofocaban el aire con sus relinchos, haciéndolo pesar aún más. Su trote lo absorbía el suelo blando, en cruel complicidad. El oponente, fiel a los designios del tirano que le mandaba, tenía la única misión de regresar a Roma después de asegurarse que el usurpador había muerto.



El viejo gobernador de África, investido por sus propios hombres como el nuevo emperador, no tenía miedo de sí. Le apuraba un poco, no obstante, que los planes trazados por sus mismos consejeros y el Senado no diesen los frutos esperados. Sabía que se jugaba la vida, no sólo él, sino también su propio hijo: ante la evidente falta de fuerzas del octogenario, había sido nombrado co-emperador. Padre e hijo regirían juntos, en una unidad de sabiduría y arrojo. Nada podían ser el uno sin el otro.



Los vientos secos del Sahara parecían detener la velocidad del Sol, el calor era constante, el paisaje imperturbable. No sería la primera vez que una revuelta local terminaba asfixiada por órdenes del emperador.



Ordenó, pues, que su hijo reuniera al ejército fiel a su causa y saliera al encuentro del comandante del tirano Maximino. Tenía que hacerle frente y derrotarle. El enemigo era impopular en el Imperio, y tras esa victoria, padre e hijo se coronarían y tomarían las riendas de la Magna Roma.



Grande y desastrosa fue la sorpresa del anciano cuando se le comunicó que no contaban con un ejército listo para enfrentarse al oponente, un vilipendiado gobernador fiel al césar, que tomaba la batalla aún más impulsado por cuestiones personales, cuentas pendientes del pasado. Bastaría la única legión que comandaba para arrasar con la provincia de los insurrectos y teñir de rojo la ilusión de una nueva era.

El octogenario emperador no podía ya cabalgar, y el carro demoraría más de lo convenido en llegar al lugar del enfrentamiento. Dio su antigua bendición a su hijo y lo impulsó para que combatiera y comandara con fiereza y valor; aunque su ejército fue reunido por milicianos, eran más numerosos que el oponente. Luego imploró protección a los dioses y sus plegarias se elevaron por los cálidos confines del desierto.



¡Ah, la grandeza de un sueño, la fuerza que imprime una visión en los brazos de los arrojados combatientes! Frente a frente, los ojos del hijo del anciano autoproclamado se encontraron con los del comandante fiel al nefasto Maximino. Ambos levantaron sus espadas cortas sobre sus cabezas, la refriega por un mañana incierto había comenzado.
La polvadera propia de la arena perturbada por las salvajes pisadas de los guerreros se elevó formando una densa nube dorada. Los relinchos de los caballos y los gritos de los hombres que se encontraban, eran truenos devastando el campo de batalla. Los unos, pretendiendo acabar con insurgentes infieles al único emperador Maximino; los otros, rebeldes ante las desgracias del Imperio, luchando por un nuevo orden.

“¡Roma Victrix!”, se escuchaba rompiendo de las gargantas de aquellos milicianos ardorosos, que eran cortadas de tajo por los legionarios experimentados, felices ante la débil oposición del enemigo; hombres que caían uno tras otro a la arena hirviente, heridos, mutilados, muertos, el Sol inclemente descubriéndoles el rostro. Y al verse solo de repente tras una cuadrilla de enemigos que lo acorralaban y encerraban entre sí, el hijo de aquel anciano quebradizo hizo frente con honor y valentía hacia la legión que traicionaba el ideal de Roma en defensa de un tirano.

Las espadas enemigas se incrustaron en su cuerpo como una tormenta. Soltó un alarido y cayó a las patas de su caballo, que espantado, echó a correr a todo galope abandonando el yerto cuerpo de su amo.

La ignominiosa derrota de los insurgentes culminó en aquella tarde soleada y enfermiza. Pisoteados los milicianos ilusos, Maximinio el Tracio sumaba una victoria más, y un odio aún más creciente por parte del S.P.Q.R.



La triste noticia de la aplastante derrota africana llegó a oídos del octogenario emperador, que se dirigía apenas en su carro hacia el lugar del combate rodeado de su raquítica guardia. Hacía mucho tiempo que no se erguía con tanto ímpetu de su lecho. Se levantó casi de un salto y preguntó al mensajero por su hijo.

—Tu hijo, César, ha muerto en la batalla. Las tropas de Maximino le han aplastado.



El anciano tuvo que preguntarlo tres, cuatro y hasta cinco veces, con los ojos acuosos, incapaz de controlarse, esperando una respuesta diferente, como si los dioses le jugaran una broma. Y cinco veces obtuvo la misma respuesta. El joven co-emperador insurrecto, su propio hijo, había perecido.

La guerra estaba perdida. Nada podía hacer aquel hombre frágil frente a la brutalidad de su oponente. El bífido imperio nuevo, que había surgido tímidamente en la provincia de África para retar al legítimo tirano de Roma, se había quedado sin una cabeza. Ya no tenía sentido continuar. El enfrentamiento contra el sistema se perdió apenas al comenzar.

Gritando a los dioses, bajó de su carro con torpeza, y apresurando sus rodillas a las dunas del desierto, prorrumpió en amargos llantos. Sus milicianos fieles le comprendían. Era cierto. La brevísima guerra civil, que recién había empezado, ya finalizaba.

No pareció pesar tanto a aquel anciano el sueño roto de una nueva Roma, la aniquilación de aquel gigante emperador guerrero que azotaba el Imperio con desdén. La idea de perder a su único hijo le laceraba su corazón. La vida cruel le había arrebatado todo cuanto tenía en la vida.



Se dirigió precipitadamente al fondo, tan rápido como sus débiles piernas se lo permitieron, y tomando su propio cinturón, se lo anudó a su cuello, y tirando de él con la fuerza que su propia alma desgarrada le procuró, acabó con sus días por voluntad propia. El anciano emperador había muerto tras 22 escasos días de ser investido.

Salve, Gordiano I.