Simples emociones y sentimientos encontrados, expresados en las más bellas rutas del campo literario.
Bienvenidos!
Bienvenidos.
Gracias por visitar el pequeño nido del cisne.
Cuento con un pequeño compendio de escritos que van resultando de luces esporádicas de imaginación. Ratos de cielos color violeta sobre mi cabeza.
Escritor amateur, graduado de Letras, aunque lejos de los mejores honores. Aficionado también a la Historia y a la Filosofía.
Espero que encuentren amenos mis breves relatos. No aspiro a nada, pero me alegraré de saber si al menos una persona logró cautivarse un par de minutos. Supongo que eso hace la diferencia entre una rutina trazada y un devenir diferente.
¡Gracias de antemano!
Gracias por visitar el pequeño nido del cisne.
Cuento con un pequeño compendio de escritos que van resultando de luces esporádicas de imaginación. Ratos de cielos color violeta sobre mi cabeza.
Escritor amateur, graduado de Letras, aunque lejos de los mejores honores. Aficionado también a la Historia y a la Filosofía.
Espero que encuentren amenos mis breves relatos. No aspiro a nada, pero me alegraré de saber si al menos una persona logró cautivarse un par de minutos. Supongo que eso hace la diferencia entre una rutina trazada y un devenir diferente.
¡Gracias de antemano!
lunes, 27 de junio de 2011
17. Pantano.
Tráeme la felicidad que alguien me prometió. Me habían dicho que mi vida no sería desdichada. Que habría una luz, una linterna resplandeciente en mi boscoso sendero. Dame la felicidad. Hazme feliz. Las ramas espinosas a mi alrededor me están arañando, el lodo me ensucia hasta las rodillas, casi no puedo avanzar, te lo juro. No soy exigente, pero por favor, tráeme la linterna, la luz que alguien me imprimió en mi mente, y será mejor que no te dilates en el tiempo, que la noche ya está cayendo en mis espaldas, que las fieras rugen por mi lado izquierdo, que voy a ciegas. El terreno es un pantano. Si no me acompañas me voy a morir. A tu lado, el ambiente resplandece y la ciénaga es un jardín, y las ramas espinosas son delicadas flores aromáticas.
Pero, ¡ah! No soy feliz, y en el cielo las estrellas fallecen, se caen y se evanecen por artística magia. Y cada estrella muerta es una gota menos de mi esencia, que pierdo con más vértigo por las ofensivas espinas que me arañan al andar. Y dime, ¿eso no te preocupa? Tú irradias tanta luz como para volver a encender todas las estrellas que se me hicieron humo en el espacio celestial. Dame mis ojos, dame mi felicidad. Me lo prometieron, ¡no puedes ignorar una promesa!
Con este fango ya no puedo caminar, me atasco. Mis pies se entorpecen, no puedo más. Sabes que es imposible andar a ciegas, tú me estás viendo y no vienes en mi auxilio. Sin ti moriré, y creo que ni te importa. Al final, la promesa de la felicidad fue un completo fracaso, ¿no lo crees así?
El jardín soñado, con las preciosas flores perfumadas y el cielo estrellado, no será más que un pantano para siempre.
Me gusta leer cosas nuevas y escuchar música ruidosa.
16. Estrellas.
Cómo tiritan las estrellas en esta noche apagada, como si se agitaran de frío con el viento juguetón, que corre por el campo con todas sus energías.
El clima podría ser propicio para una nevada; sin embargo, las nubes se hallan ausentes.
Y ahí estoy yo, sentado en una roca, en medio de la nada, acompañado de mi espíritu habilitado a mis malas costumbres. Y alzo mi vista al cielo, al manto mortuorio, e imploro piedad, mientras que, mudo, les pregunto tantas cosas a las estrellas, en busca de una solución, de algo que me ayude en mi mal, en levantarme del pozo profundo en el que permití sumirme.
Algo me hace pensar que las estrellas progresivamente se van apagando conforme mis ideas oscurecen y se eclipsan en mi mente. ¿Por qué la vida me ha deparado una soledad tan pesada, porqué desea verme agonizante, sin esperanza? Y observo el brillar de una estrella a la lejanía, con un resplandor inefable, extraño, único en su género. ¿Qué estaba sucediendo? Yo no lo comprendía y continuaba sentado entre melancolías.
Y la solidez metálica de la melancolía se recargaba plácidamente en mis hombros; no le importaba que llorara, que me lamentara, que hiciera ademanes de terror puro: ella había llegado para quedarse en mi vida. Esa parálisis me estaba enloqueciendo, eran movimientos a mi alrededor sin sentido, oquedades.
Volteo al cielo y veo a mi estrella brillar con más intensidad que nunca, ofuscando a las demás, que seguramente se han ido a jugar en algún lugar de la ribera nocturna.
Esa luz blanca, fulgurante se tornaba en la esperanza para mi espíritu decaído, la razón por la cual aún seguía vivo y yo lo ignoraba.
Eras tú, a la lejanía, que me observas, que me quieres, que no me dejas solo, aunque no pueda verte.
Me gusta leer cosas nuevas y escuchar música ruidosa.
sábado, 18 de junio de 2011
15. El juego.
Antes que nada, quiero hacer un agradecimiento especial a la persona que me ayudó a ilustrar tan magníficamente el cuento; sin duda una gran artista pero más que nada una estupenda amiga. ¡Muchas, muchas gracias, Onix!
El Juego.
La pequeña no los escuchaba realmente. Odiaba cuando algún altercado estúpido eliminaba el espíritu pacífico y mágico de la casa. ¡Pero era tan difícil concentrarse en su juego con aquellos gritos!
—¡Cállate, mujer! ¡No tienes ningún derecho a hablar, y bajo ningún motivo voy a perdonarte jamás! ¡Eres una vergüenza!
—¡Yo hago lo que se me plazca en esta casa! —replicaba a todo pulmón la madre de la niña, desde el comedor—. Bastante bien merecido lo tienes por abandonarme de este modo.
La pequeñita, de apenas siete años de edad, centraba sus atenciones en el par de muñecas de trapo que tenía en las manos, o al menos ésa era su intención. Eran de baja calidad y ya muy viejas; a su padre nunca le importó su recreación con juguetes.
—¡Maldita mujerzuela, adúltera! —exclamaba el hombre, añadiendo otros adjetivos despectivos que los oídos inocentes de la niña no alcanzaban a comprender.
“Bienvenida, señorita, ¿qué se le ofrece?”, murmuraba la niña para sí misma, moviendo la cabecita de una de sus muñecas, que tenía dos cruces por ojos. Le dolían hasta el alma los insultos lejanos que le lanzaban a su madre, a su querida madre. “Buenos días, señora. Vengo a comprar”, simulaba que hablaba su otra muñequita.
—¿Te parece correcto que pasen hasta tres noches sin que vengas a dormir a tu casa? ¡Eres un desvergonzado! —gritaba la madre al fondo de la sala.
—Yo soy el hombre aquí y puedo hacerlo sin problemas —alegaba él.
La niña no disfrutaba de su juego. La angustia taladraba su estómago. Les estaba dando la espalda a sus padres, en la misma sala, acomodando sus muñecas sobre una mesita en la esquina. Generalmente a su madre le preocupaba que la niña presenciara la violencia, pero ahora las cosas sonaban distintas. La pobre mujer estaba aplicada totalmente con la discusión de su marido y no atendía a nada más. Parecía tener serios problemas esta vez. ¿Se había olvidado de ella?
—Es una vergüenza que hayas metido a otro hombre en mi cama. ¿Sabes lo que eres? Eres una…
La niña se tapó los oídos. Con semejantes barbaridades de fondo, hasta el mismo juego inocente se tornaba agresivo.
“Quiero comprar un vestido rosa”, decía una muñeca a la de los ojos de cruz con la voz sumamente temblorosa. Las manos no podían sostener a las muñecas, perdían fuerza, su vigor se esfumaba. A juzgar por el movimiento trepidante de las figuritas, parecían tener alguna crisis de epilepsia.
—¿Ah, sí? ¿Y con cuántas mujeres te habrás metido tú durante tus noches de ausencia? —le retó la madre con vehemencia.
—¡Con ninguna! ¡Con ninguna porque no soy como tú! Pero de haberlo hecho, ¿qué tiene? Soy un macho y tengo derecho a hacerlo.
“Tengo un modelito… que le va… que le va a gustar…”, se esforzaba la niña en continuar con su juego, pero su corazón estaba a punto de escapársele por la garganta. ¿A qué se refería su madre? ¿Qué significaban aquellas palabras?
Los gritos volaban de un lado a otro. ¡Cómo deseaba ver a sus padres en paz, queriéndose, dándose muestras de cariño, y ella sintiéndose tranquila, segura y protegida bajo su compañía!
—¡Ya me tienes harta! —exclamaba la madre.
—¡Tú más! —respondió él en un tono más grave, y acercándosele.
La pobre niña no pudo evitar volver el rostro para mirar lo que sucedía entre sus padres. No le gustaba que gritaran así, se aterraba. La atención en sus muñecas la tenía ya completamente desenfocada.
—¡Aléjate de mí! ¡Quítate!
—Yo hago lo que quiero contigo. A mí no vengas a darme órdenes.
La madre sintió un impulso repentino, y empujándola con todas sus fuerzas, le repitió:
—¡He dicho que me sueltes, bestia, animal!
Él trastabilló un segundo hacia atrás, pero se recuperó pronto, y ante los ojos pasmados de su hijita, hizo acopio de su supuesta aunque fallida hombría.
—¡Estúpida!
Tras el chasquido sonoro de una gran bofetada, una muñeca resbaló de una manita y cayó al suelo silenciosa.
La madre tenía el rostro vuelto por el golpe, y mantenía ambos ojos cerrados. La pequeñita, con la sombra del miedo bajo sus párpados, tuvo el instinto de correr hacia ella sin saber por qué, o en qué podría ser de utilidad. Parecía como si, con ello, el mundo se viniera abajo, una terrible catástrofe. ¿Qué era lo que le decía que las cosas jamás volverían a ser como antes? Era el inicio del fin. Sus padres se odiaban.
—¿Mamá? —susurró, tomando su mano.
—Criatura apestosa, ¿quién te ha llamado en esto? —espetó el padre con su furia arrebatada—. ¡Lárgate ahora mismo!
—Hija… vete a tu recámara, por favor —murmuró la madre, apenas moviendo los labios evidentemente partidos.
—Mamá… no, por favor… no peleen… me da miedo, por favor, no peleen… por favor… —decía la pequeña con lágrimas incipientes.
Antes de que su madre pudiera responder algo ante estas súplicas, un brazo poderoso la atenazó y la arrastró por la sala.
—¡Te he dicho que te quites de en medio! ¡Voy a terminar con esta sinvergüenza! ¡Largo!
La niña se mordió la lengua hasta hacerse sangre. Cayó de rodillas frente a sus muñecas viejas y un temblor la sacudió profundamente. Tenía los ojos desorbitados y fijos en el suelo: le destilaban lágrimas redondas y gruesas, que se escapaban fácilmente porque no había ni esfuerzo ni voluntad en contenerlas.
Más golpes volvieron a escucharse: los gritos eran de ambos. Aparentemente su madre trataba de defenderla.
—¡Salvaje! —se escuchaba.
Ella no volteaba más. Recogió sus muñecas con precipitación y se encerró en su recámara sin volver a mirar la escena. Era suficiente para ella. El brazo continuaba doliéndole, porque su padre le aplicó toda su fuerza en él.
Cerró la puerta con seguro y se sentó recargándose en ella. Sus dos muñequitas estaban en sus manos, pero ahora tenían menos vida que nunca. Sus cabezas caían debido a sus cuellitos flácidos.
Agitó su cabeza un par de veces, quería alejar los recuerdos de la tristeza. Detrás de la puerta, aún se escuchaban gritos y golpes, cada vez más furibundos.
“Quisiera que me mostrara el vestido rosa”, dijo la niña, intentando colocar en el suelo a las muñecas, para concentrarse en otra cosa. No tenía ánimos, pero quería olvidar. “¡Por supuesto! Mire este modelito”.
Afuera las cosas parecían empeorar. La madre lloraba a gritos, lo insultaba de forma bárbara y el padre no aflojaba en sus pretensiones.
“¡Quiero comprarlo!” exclamó la niña más animada, dispuesta a ahogar los gritos de sus padres con su juego. “¿Cuánto vale?”, gritaba la misma.
—¡No, no! ¡Piensa en nuestra hija! ¡No, no, por favor, no! —escuchó de pronto la niña detrás de la puerta de su recámara, y sus pupilas se contrajeron.
“¡Cincuenta dólares!” gritó con todas sus fuerzas, para que su voz predominara entre el horror de afuera, y como no bastaba, continuó. “¿Cuánto dice usted?” “¡Cincuenta dólares! ¡Cincuenta dólares, cincuenta dólares, cincuenta dólares!”.
Y continuó repitiendo la frase en su juego con las lágrimas escurriéndole por sus pálidas mejillas, al saber que seguramente estaban golpeando brutalmente a su madre.
—¡No, por favor! —se escuchó al final, tras un gemido gutural del padre.
“¡Me lo llevo!”, gritó la niña. Eso era todo.
Soltó sus muñecas. El juego había terminado.
Un ruido metálico en el exterior, eco de zapatos. Jadeos increíbles propios de un loco. ¿Qué estaba pasando? De forma subconsciente lo sabía, pero su ingenuidad no le permitía comprenderlo, deshilacharlo en su mente.
Alguien tomó la puerta de escape de la sala, alguien corrió hacia la calle, alguien nunca volvería.
La pequeña abrió la puerta de su recámara lentamente. ¿Cómo lo hizo? ¿De dónde adquirió el valor? Lo ignoraba. Pero algo la impulsó a abrirla y descubrir lo que había pasado. Ya estaba oscura la sala. El padre había apagado la luz y dejado la puerta abierta en su huida. Los labios le temblaban a la niña, no sabía lo que debía hacer. Las muñecas en sus manos vacilaban, amenazaban con resbalarse por descuido.
—¿Mamá? —llamó débilmente.
A tientas, buscó la pared opuesta, en donde estaba el interruptor de luz. Caminaba lento, prolongando el tiempo para llegar, para saber la verdad.
La encendió.
—¿Mamá? —preguntó con un hilo de voz. ¿Por qué su madre estaba tirada en medio de la estancia?
Caminó lentamente hasta donde ella se encontraba.
—¡Mamá! —gritó entonces, tan fuerte como hasta hace un momento lo había hecho.
Y arrodillada sobre el piso, lloró como nunca.
Las muñecas también cayeron al piso. Ya no había lugar para más juegos fingidos.
Gracias, amables lectores; aprovecho para promocionar el DeviantART de una gran artista y amiga: http://onixtymime.deviantart.com/ Gracias de antemano por visitarlo.
La pequeña no los escuchaba realmente. Odiaba cuando algún altercado estúpido eliminaba el espíritu pacífico y mágico de la casa. ¡Pero era tan difícil concentrarse en su juego con aquellos gritos!
—¡Cállate, mujer! ¡No tienes ningún derecho a hablar, y bajo ningún motivo voy a perdonarte jamás! ¡Eres una vergüenza!
—¡Yo hago lo que se me plazca en esta casa! —replicaba a todo pulmón la madre de la niña, desde el comedor—. Bastante bien merecido lo tienes por abandonarme de este modo.
La pequeñita, de apenas siete años de edad, centraba sus atenciones en el par de muñecas de trapo que tenía en las manos, o al menos ésa era su intención. Eran de baja calidad y ya muy viejas; a su padre nunca le importó su recreación con juguetes.
—¡Maldita mujerzuela, adúltera! —exclamaba el hombre, añadiendo otros adjetivos despectivos que los oídos inocentes de la niña no alcanzaban a comprender.
“Bienvenida, señorita, ¿qué se le ofrece?”, murmuraba la niña para sí misma, moviendo la cabecita de una de sus muñecas, que tenía dos cruces por ojos. Le dolían hasta el alma los insultos lejanos que le lanzaban a su madre, a su querida madre. “Buenos días, señora. Vengo a comprar”, simulaba que hablaba su otra muñequita.
—¿Te parece correcto que pasen hasta tres noches sin que vengas a dormir a tu casa? ¡Eres un desvergonzado! —gritaba la madre al fondo de la sala.
—Yo soy el hombre aquí y puedo hacerlo sin problemas —alegaba él.
La niña no disfrutaba de su juego. La angustia taladraba su estómago. Les estaba dando la espalda a sus padres, en la misma sala, acomodando sus muñecas sobre una mesita en la esquina. Generalmente a su madre le preocupaba que la niña presenciara la violencia, pero ahora las cosas sonaban distintas. La pobre mujer estaba aplicada totalmente con la discusión de su marido y no atendía a nada más. Parecía tener serios problemas esta vez. ¿Se había olvidado de ella?
—Es una vergüenza que hayas metido a otro hombre en mi cama. ¿Sabes lo que eres? Eres una…
La niña se tapó los oídos. Con semejantes barbaridades de fondo, hasta el mismo juego inocente se tornaba agresivo.
“Quiero comprar un vestido rosa”, decía una muñeca a la de los ojos de cruz con la voz sumamente temblorosa. Las manos no podían sostener a las muñecas, perdían fuerza, su vigor se esfumaba. A juzgar por el movimiento trepidante de las figuritas, parecían tener alguna crisis de epilepsia.
—¿Ah, sí? ¿Y con cuántas mujeres te habrás metido tú durante tus noches de ausencia? —le retó la madre con vehemencia.
—¡Con ninguna! ¡Con ninguna porque no soy como tú! Pero de haberlo hecho, ¿qué tiene? Soy un macho y tengo derecho a hacerlo.
“Tengo un modelito… que le va… que le va a gustar…”, se esforzaba la niña en continuar con su juego, pero su corazón estaba a punto de escapársele por la garganta. ¿A qué se refería su madre? ¿Qué significaban aquellas palabras?
Los gritos volaban de un lado a otro. ¡Cómo deseaba ver a sus padres en paz, queriéndose, dándose muestras de cariño, y ella sintiéndose tranquila, segura y protegida bajo su compañía!
—¡Ya me tienes harta! —exclamaba la madre.
—¡Tú más! —respondió él en un tono más grave, y acercándosele.
La pobre niña no pudo evitar volver el rostro para mirar lo que sucedía entre sus padres. No le gustaba que gritaran así, se aterraba. La atención en sus muñecas la tenía ya completamente desenfocada.
—¡Aléjate de mí! ¡Quítate!
—Yo hago lo que quiero contigo. A mí no vengas a darme órdenes.
La madre sintió un impulso repentino, y empujándola con todas sus fuerzas, le repitió:
—¡He dicho que me sueltes, bestia, animal!
Él trastabilló un segundo hacia atrás, pero se recuperó pronto, y ante los ojos pasmados de su hijita, hizo acopio de su supuesta aunque fallida hombría.
—¡Estúpida!
Tras el chasquido sonoro de una gran bofetada, una muñeca resbaló de una manita y cayó al suelo silenciosa.
La madre tenía el rostro vuelto por el golpe, y mantenía ambos ojos cerrados. La pequeñita, con la sombra del miedo bajo sus párpados, tuvo el instinto de correr hacia ella sin saber por qué, o en qué podría ser de utilidad. Parecía como si, con ello, el mundo se viniera abajo, una terrible catástrofe. ¿Qué era lo que le decía que las cosas jamás volverían a ser como antes? Era el inicio del fin. Sus padres se odiaban.
—¿Mamá? —susurró, tomando su mano.
—Criatura apestosa, ¿quién te ha llamado en esto? —espetó el padre con su furia arrebatada—. ¡Lárgate ahora mismo!
—Hija… vete a tu recámara, por favor —murmuró la madre, apenas moviendo los labios evidentemente partidos.
—Mamá… no, por favor… no peleen… me da miedo, por favor, no peleen… por favor… —decía la pequeña con lágrimas incipientes.
Antes de que su madre pudiera responder algo ante estas súplicas, un brazo poderoso la atenazó y la arrastró por la sala.
—¡Te he dicho que te quites de en medio! ¡Voy a terminar con esta sinvergüenza! ¡Largo!
La niña se mordió la lengua hasta hacerse sangre. Cayó de rodillas frente a sus muñecas viejas y un temblor la sacudió profundamente. Tenía los ojos desorbitados y fijos en el suelo: le destilaban lágrimas redondas y gruesas, que se escapaban fácilmente porque no había ni esfuerzo ni voluntad en contenerlas.
Más golpes volvieron a escucharse: los gritos eran de ambos. Aparentemente su madre trataba de defenderla.
—¡Salvaje! —se escuchaba.
Ella no volteaba más. Recogió sus muñecas con precipitación y se encerró en su recámara sin volver a mirar la escena. Era suficiente para ella. El brazo continuaba doliéndole, porque su padre le aplicó toda su fuerza en él.
Cerró la puerta con seguro y se sentó recargándose en ella. Sus dos muñequitas estaban en sus manos, pero ahora tenían menos vida que nunca. Sus cabezas caían debido a sus cuellitos flácidos.
Agitó su cabeza un par de veces, quería alejar los recuerdos de la tristeza. Detrás de la puerta, aún se escuchaban gritos y golpes, cada vez más furibundos.
“Quisiera que me mostrara el vestido rosa”, dijo la niña, intentando colocar en el suelo a las muñecas, para concentrarse en otra cosa. No tenía ánimos, pero quería olvidar. “¡Por supuesto! Mire este modelito”.
Afuera las cosas parecían empeorar. La madre lloraba a gritos, lo insultaba de forma bárbara y el padre no aflojaba en sus pretensiones.
“¡Quiero comprarlo!” exclamó la niña más animada, dispuesta a ahogar los gritos de sus padres con su juego. “¿Cuánto vale?”, gritaba la misma.
—¡No, no! ¡Piensa en nuestra hija! ¡No, no, por favor, no! —escuchó de pronto la niña detrás de la puerta de su recámara, y sus pupilas se contrajeron.
“¡Cincuenta dólares!” gritó con todas sus fuerzas, para que su voz predominara entre el horror de afuera, y como no bastaba, continuó. “¿Cuánto dice usted?” “¡Cincuenta dólares! ¡Cincuenta dólares, cincuenta dólares, cincuenta dólares!”.
Y continuó repitiendo la frase en su juego con las lágrimas escurriéndole por sus pálidas mejillas, al saber que seguramente estaban golpeando brutalmente a su madre.
—¡No, por favor! —se escuchó al final, tras un gemido gutural del padre.
“¡Me lo llevo!”, gritó la niña. Eso era todo.
Soltó sus muñecas. El juego había terminado.
Un ruido metálico en el exterior, eco de zapatos. Jadeos increíbles propios de un loco. ¿Qué estaba pasando? De forma subconsciente lo sabía, pero su ingenuidad no le permitía comprenderlo, deshilacharlo en su mente.
Alguien tomó la puerta de escape de la sala, alguien corrió hacia la calle, alguien nunca volvería.
La pequeña abrió la puerta de su recámara lentamente. ¿Cómo lo hizo? ¿De dónde adquirió el valor? Lo ignoraba. Pero algo la impulsó a abrirla y descubrir lo que había pasado. Ya estaba oscura la sala. El padre había apagado la luz y dejado la puerta abierta en su huida. Los labios le temblaban a la niña, no sabía lo que debía hacer. Las muñecas en sus manos vacilaban, amenazaban con resbalarse por descuido.
—¿Mamá? —llamó débilmente.
A tientas, buscó la pared opuesta, en donde estaba el interruptor de luz. Caminaba lento, prolongando el tiempo para llegar, para saber la verdad.
La encendió.
—¿Mamá? —preguntó con un hilo de voz. ¿Por qué su madre estaba tirada en medio de la estancia?
Caminó lentamente hasta donde ella se encontraba.
—¡Mamá! —gritó entonces, tan fuerte como hasta hace un momento lo había hecho.
Y arrodillada sobre el piso, lloró como nunca.
Las muñecas también cayeron al piso. Ya no había lugar para más juegos fingidos.
Gracias, amables lectores; aprovecho para promocionar el DeviantART de una gran artista y amiga: http://onixtymime.deviantart.com/ Gracias de antemano por visitarlo.
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