La
fiera disfrazada en esa tierna figura infantil sonreía, con esos labios
retorcidos de arrogancia y perversidad. Ante cada pulso, era un odio más
divertido hacia su persona, ahí estaba ahogando una risilla moralmente
equivocada.
La dama contibuaba caminando
como si tal cosa, errante en el valle desértico de su propio corazón, pisando
la hojarasca seca que sus propios árboles, más ralos que el amor de su alma,
habían depositado suavemente en el suelo como lágrimas trémulas y dolorosas.
Los ojos de la dama eran
centellas cuando giraban de un lado al otro del extenso panorama. Eran blancos
cuando topaban con los grises nubarrones albergados en los cielos de su propio
corazón hueco, y adquirían color ante las ramas otoñales de sus árboles, de los
que mantenía cautivos muriéndose.
Uno brotaba apenas, un poco
alejado de ella, eran un par de hojitas verdes saliendo de la nada y agitándose
con las corrientes de aire. Otro más y extendía su segunda rama infortunada
hacia el firmamento, y aquél, con ya algunas hojas danzantes, temblaba ante la
presencia de la dama de las tinieblas aproximándose hacia él.
—¡Salgan de
aquí! —susurró el viento pasando a través de las ramas de un viejo árbol
muerto—. ¡Ahora que pueden, jóvenes árboles de su corazón, húndanse en la
tierra y no vuelvan más! ¡No broten más! ¡No extiendan sus raíces en este valle
de veneno! ¡Tarde o temprano, ella los asesinará!
Y sus palabras eran fielmente
comprobadas por los troncos secos alrededor, vacíos de vida y de color. La dama
sonreía al pasar entre ellos, destrozando sus ramitas enclenques entre sus
dedos pérfidos. Caminaba con el compás de una sombra enfermiza reflejada en una
pared carente de lisura.
Sus ojos estaban fijos en un
tronco lejano que se divisaba al fondo del valle. Se dirigía a él con la mayor
autoridad, con el mando del terreno al que amaba destruir, plantar y volver a
destruir.
Era un árbol enclenque, frágil,
de constitución desmejorada. Su corteza parecía desmoronarse a cada paso que la
dama de las tinieblas daba hacia él.
Al fin estuvieron frente a
frente. El árbol débil parecía mirarla con tristeza, brillando en su súplica.
Sus ramas, de las que sólo pendían tres hojas amarillas, marchitaban con el
fulgor de la mirada de esa pérfida mujer, se quebraban, se caían solas.
La dama sonrió, pareciéndole
divertida la situación.
—¿Qué es lo que tanto me ves? ¿Qué te divierte de
mí? —le retó a su árbol.
No le contestó éste, sino que se limitó a
mirarla.
—¡Tonta! ¡Ilusa! —le gritó,
asestando una puñalada en su corteza.
Tomó aire e impulso, luego nuevamente
arremetió.
—Ingenua, charlatana, mentirosa,
egoísta... idiota —espetó, y volvió a lanzar su filo contra el tronco,
hiriéndolo más.
El viento se detuvo para contemplar la crueldad de su
propia dueña.
—Estúpida chica de los puntos
suspensivos —murmuró entre dientes, sonrió y asestó la puñalada más
profunda.
Y sus tres hojitas cayeron con el movimiento.
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Gracias, Andrea.