Su recuerdo toma una fusta y atiza mi
presente. Ella es parte de ese recuerdo. Ella, pues, me atormenta.
¿Debería repelerle la entrada a mi recinto, debería tratarla como
la peste que se evita? ¿O debería disfrutar de esas últimas
caricias, aunque dolorosas, que prodiga incesante a mi ser?
Su recuerdo es una sombra amorfa entre
mi vista y mi razón. Se desliza por las paredes de mi estancia con
tanta velocidad que me aturde; ora está a mi derecha, ora a mi
izquierda. Y después, en mi centro, de tal modo que no la pueda
observar, sólo pueda sentirme indigestado. Y como tal, con el placer
de haberla consumido hasta casi la saciedad, mas faltándome tanto.
Porque ella está aquí, en mis
recónditos sentimientos. Probablemente a estas alturas se haya
fundido con mi cuerpo y mi alma. ¿Entonces, somos uno mismo?
¿Entonces, debería odiarme?
Dulce mujer de mirada esmeralda, tu
partida ha sido presencial, pero me he quedado con lo mejor de ti,
que es a la vez lo que más me tortura. Yo poseo tu esencia porque la
pusiste en mis manos. Puedes sentirte libre y completa, pero te has
ido sin una parte de ti.
No pido que vuelvas por ella. No tienes
que hacerlo. Pido, vieja amiga, lo que es natural: que me indiques
cómo debo manejarte. Cómo adherirte a mí sin que haya ningún dejo
de rechazo. Pido que me sugieras cómo te transporto a un área más
segura. Esa parte que no tiene acomodo eres tú, eres tú en mi vida.
Pero no te la lleves, no me dejes solo.