Frente al vidrio de un mostrador que la fría mañana paradigmática empañó, me hallaba un día contemplando el tosco rasgo de negación permanente que surcaba mi rostro.
La calle, gris y áspera, con su multitud de seres iguales circulando de norte a sur, me profetizaba un presente aún desesperanzador cuando seguía viéndome a través del reflejo y éste me dibujaba el entorno detrás de mí.
Las líneas que debían marcar un aspecto convencional para calmar los corazones necios aún se hallaban muy lejos de mi propia realidad.
Yo, como ese muñeco de trapo que fue utilizado para jugar con un estigma volcado hacia lo intolerante, me miré a mí mismo y cuando lo hice sentí la fuerte opresión del insecto enorme que, por más vil que sea su condición, siempre surge y termina aplastándome contra los adoquines de la acera.
Levanté la mano que más temblaba, la derecha, y traté de tocar el fantasma de mi ser, que el vidrio amigable se encargó de dibujar frente a mí. Era tan invisible como mi propia existencia escondida en un rincón de mi alma, y tanto o más real como la ciudad, la plaza o las ramas secas de los árboles.
El ave cantora siempre guía sus notas bajo el señuelo ancestral; la débil criaturilla que se posó en el árbol a mi izquierda me recordó su condena eterna del instinto y un escalofrío gélido me recorrió por completo. Quién iba a decir que yo estaba condenado a mí mismo: esa rebeldía mundana y a la vez necesaria para brillar con un color distinto, con muchos colores distintos. El pajarillo cantor desplegó sus alas grises y mientras volaba, mi corazón vomitó las cenizas que se habían colado por mis oídos.
Planeé echar otra fugaz mirada al espejo y no pude despegar mis ojos del mismo. Quizá el empleado del mostrador pensaba que me hallaba admirando los trajes incoloros del aparador, pero esos están disponibles para las personas que calzan con ellos. Mis ojos empañados, mancillados, pueden ver más allá, y aún así luchan por ver aún detrás. El reflejo del mostrador me devolvía el aspecto de la ciudad tras de mí, pero no mi propio interior. Ahí veía un tipo como cualquier otro.
Quería caer de rodillas pero pronto hubiese llamado la atención. En un espacio en donde la furia de la culpabilidad me había enseñado a no demostrarme mucho, llamar la atención era casi el preludio a la degradación. La experiencia sabia no podía dictarme otro consejo de mayor prudencia: triste, callado, apesadumbrado, hecho un ovillo, rodando bajo como un pequeño bichito bajo los zapatos grises, ésa era mi manera para vivir, mi destino fatal. Vivir bajo el acecho de miradas que me laceran por mi propia existencia, por mi propia identidad, eso no era fácil ni tampoco me brindaba felicidad alguna.
Unas lágrimas querían asomarse y dejar de estar encadenadas en mi alma. Pero no podía permitírmelo. No lo decidí yo. Mi única decisión fue luchar contra el estigma de la estulticia colectiva.
Intenté clavar mis uñas débiles en el vidrio del mostrador, sin éxito. No podía arañar la imagen estúpida que éste me devolvía. Y arañarme a mí mismo sólo me alejaría un par de pasos más del ideal de belleza que mi cálido corazón anhelaba. Pero, ¿qué más da? No soy bello.
Decidí que prefería ocultar lo degradante de mi ser ante un mundo que prefiere ver la fealdad antes que la distinción. El vaho que brotó de mi garganta tapiaron primero una mirada decadente y luego unos rasgos funestos hasta dejar convertido aquel espejo improvisado en un muro de neblina infranqueable. No me vería más.
Unos pasos hacia atrás, me alejé del mostrador y sin darme cuenta me hallé sentado en un banco próximo, en la misma acera. La mañana seguía fresca y el aire a mí me pareció pesado e infernal. Arriba en el cielo, las nubes de fina nieve tapaban la visión de un domo azul perfecto, convirtiendo a la ciudad en una prisión blanca y gris. Tras mis ojos, otras nubes obstruían mi propio universo, mi universo personal.
Nunca podré llegar a lo alto, como las aves y como el vapor de mi boca que deshace mis entrañas y se eleva hasta el confín en donde se torna invisible. No soy capaz de liberar mi propio yo. Ante el estigma eterno de este gris de desesperanza, tengo que fingir ser lo que no soy. Por dentro, los gritos eternos de una nueva persona me aterrorizan clamando y amenazando para salir. Pero tengo que contenerla. Los hombres que venían caminando por la acera y que efectivamente pasaron sin siquiera reparar en mi presencia, no hubieran de ningún modo aceptado verme convertido en la quimera que ellos mismos temen.
En mi propio yo; intolerancia disfrazada de preocupación por el bienestar del prójimo.
Un insulto, un sermón, dos regaños, tres consejos. Intolerancia. Preocupación. Más intolerancia que preocupación. Personas que se detienen normalmente frente a mí a proporcionarme palabras que no necesito.
Me lo evito. Pero que me permitan borrar mi reflejo de los espejos de esta gris ciudad. Porque si ellos no soportan mi yo interior, yo no soporto mi exterior que no muestra absolutamente nada.