Bienvenidos!

Bienvenidos.
Gracias por visitar el pequeño nido del cisne.

Cuento con un pequeño compendio de escritos que van resultando de luces esporádicas de imaginación. Ratos de cielos color violeta sobre mi cabeza.


Escritor amateur, graduado de Letras, aunque lejos de los mejores honores. Aficionado también a la Historia y a la Filosofía.
Espero que encuentren amenos mis breves relatos. No aspiro a nada, pero me alegraré de saber si al menos una persona logró cautivarse un par de minutos. Supongo que eso hace la diferencia entre una rutina trazada y un devenir diferente.

¡Gracias de antemano!

domingo, 25 de noviembre de 2012

77. Reclusión voluntaria.





No eres más que una rutina, no eres más que una sombra que el espejo empañado te devuelve cuando lo observas. No eres más que una silueta que se desliza por las cuatro paredes de tu eterna recámara, esa misma que no piensas abandonar nunca o no cuentas con los planes para hacerlo.

Eres un eslabón de una cadena interminable y rechazas el puesto de la cadena que te ha tocado llevar. Te ocultas en la negrura que invade tu rostro cuando le llevas tus manos para dejar de ver el mundo que te rodea. Tienes la puerta de tu recámara cerrada con llave, y lleva así desde hace tres meses; no te preocupa, las cosas que ocurren fuera de ella no te conciernen. Eres tú y tu claustro voluntario, ése en el que juras permanecer hasta el día de tu muerte.

Nada te importa, las personas son muy crueles, hay que dejarlas que se acaben entre sí, tú puedes consumirte tú misma, hacerte daño en la soledad, pero nadie más tocará uno de tus cabellos, nadie te ve. Las paredes blancas son tus confidentes, una fotografía borrosa en tu buró de alguien a quien quieres, pero que no sabes si vive o ya murió. No sabes nada, las paredes parecen más sólidas que nunca, no divisas un rayo de sol.
Cierras tus cortinas de forma impetuosa, tus pupilas ya están más dilatadas de lo que la gente normal debería tenerlas. Haces una mueca de dolor, pero ¿a quién le importa si algo te duele? Díselo a tu cama, a la cómoda, a la televisión descompuesta. A las almohadas a las que les pintaste caras. Díselo al espejo y verás lo que te responde. Implórale algo al cielo que ves de noche por tu ventana apenas entreabierta, lo suficiente como para ver y que otros desde afuera no te vean.

Piensas que eres una vergüenza para tu familia, piensas que te deben humillar. Que el mundo jamás debe saber de ti. Y no es para menos, si estás muerta en vida, si nada de lo que hagas, digas o pienses importa, nada vale, todo se recluye en tu tumba que labraste voluntaria y que te encierra para siempre. Esa puerta que jamás se abre te dibuja una sonrisa siniestra que juega con tu mente y te advierte que no te atrevas a girar el picaporte; tus pupilas tiemblan de dolor y desconcierto, tu boca permanece cerrada, casi has olvidado a emitir vocalizaciones. Las personas querían que te callaras y ahí está el resultado.

De mediodía te sientas en un rincón de tu eterna habitación. Rodeas tus piernas con los brazos y te consumes. Miras un punto fijo, el ángulo superior izquierdo de tu ventana, siempre igual, siempre aburrida, y por alguna extraña razón, te atrae de un modo curioso. Sobre todo la cortina, siempre fue tu espectáculo personal. Dejas que entre un poco de aire por la ventana, y cada vez que se introduce una corriente un tanto fuerte, la tela cambia de forma y te presenta una distinta figura que intentas encontrar. Una sonrisa. Unos ojos. Y entonces tapas tu rostro con las manos: ni siquiera ojos ficticios deseas que te vean. Eres un ser moldado de ignominia.

Te arrastras por tu habitación hurgando algo que jamás encontrarías. Buscas en tu cómoda, no sabes en qué cajón dejaste tu dignidad. Giras hacia el otro extremo, tropiezas, parece que tus piernas no te sostienen. La melodía tibia de los vecinos que se cuela por la ventana es un martirio insoportable para ti, de modo que la cierras lo más enérgicamente que puedes. Luego recargas tu cuerpo de una forma incómoda sobre la pared, tu frente pega contra ella, derramas más lágrimas, nadie puede entender tu dolor porque nadie lo ve, nadie es consciente de lo que ocurre en tu cuerpo y en tu alma, ese choque de sentimientos, esa desmoralización, esas ganas de hacer lo impensable.

Estás sola en este mundo y lo entiendes así, y cada noche te derrumbas, nada vale, nada existe, sólo esta habitación que es tu refugio y de la que jamás saldrás porque así lo has decidido. Porque la vida es asquerosa y no deseas vivirla si no es a tu manera, consumiendo tu cuerpo, salpicando de sangre tu cobija cada vez que te lastimas a voluntad, dando cabezazos ya involuntarios contra la pared, machacando tus brazos tras la navaja. No existe nadie que pueda darte una luz, alguna esperanza de que todo irá bien. Ya no lo deseas. Pero vives, pero despiertas cada mañana.
Tu madre sabe que vives porque tu comunicación con ella es la bandeja que deposita cada mañana con alimentos tras tu puerta y, al cabo de unas horas, la observa ya vacía. Sólo una mano sacas de tu habitación para jalar tu comida y devuelves la reja intacta. Luego puede volver a escucharse el cerrojo de la habitación que quedará así, perpetuamente congelado por el resto del día, y te mantendrá segura por la noche cuando eres aún más frágil. Cuando necesitas algo más, escribes en una hoja con letra temblorosa lo requerido, y lo escurres por debajo de tu puerta sin más, con la esperanza de que tu madre lo lea pronto, cuando pase cerca de tu prisión. Así obtienes más jabón para lavar tu cuerpo y tus ropas en tu baño personal, entre otras cosas. Hay alguien que no te abandona fuera de tu habitación y no pareces darte cuenta.

Alguien viene a pedirte que abras, pero esa puerta jamás dejará pasar a nadie. Está congelada. Ese cerrojo no desea ser corrido por dentro. No necesitas psiquiatras, ¿cierto? Estás bien, todo está bien, sólo hace falta que ya te dejen en paz los hombres de ahí afuera, los que se dicen especialistas en sus casos. Tu madre llora y la escuchas tras la puerta lamentarse, y también llegan a tus oídos las palabras de consuelo del supuesto psiquiatra, las cuales son para ti una amenaza: “tranquila, señora. He abierto otras puertas ya, de otros hikikomori como su hija”.
Que la catalogaran con alguna etiqueta médica o social nunca había sido de su agrado. Ella estaba encerrada así porque eso era lo que quería. Deseaba mandar a todos al carajo. 
Las visitas vuelven. Una voz sigue hablando del otro lado, y otra voz llora. La puerta jamás cedió. La has asegurado con cerrojos que tú misma has diseñado en tu enorme tiempo libre. Nada más tienes que hacer. Y cuando aquel hombre se detenía tras la puerta, cuando hablaba y cuando su sombra se dejaba ver por la rendija de abajo, tú asías muy bien tu navaja, jurando utilizarla si deseaban entrar por la fuerza.
Pero nada ocurría.

Pasan seis meses, querida amiga, seis largos meses. Parece que el invierno cayó allá afuera; en tu habitación todo sigue igual. Una pared con una fisura, pero eso qué importa. La ventana ya está cerrada, el aire está heladísimo, no tienes ropa para estas temporadas ni saldrás por ella. Ya no hay movimiento de cortinas, la nieve podría entrar si lo permites. Tu mirada está vidriosa, no quieres nada, no imaginas nada, no te preocupa nada. Ni siquiera por lo que vas a comer. Tu boca ya no se mueve, tus pupilas continúan siempre fijas a la ventana, a ese ángulo superior que por más que te enfade te empeñas en ver.
Tus almohadas tienen rostro, pero no te abrazan. Y si lo haces tú, son frías. Y se humedecen pronto, porque no has olvidado cómo llorar. Quizá si no fuera por tu madre y los psiquiatras, hasta hayas olvidado tu nombre. Pero llorar, eso lo sigues haciendo a diario, tus lágrimas ruedan por tus mejillas frías, ya olvidaste todo lo demás. Tu trato con los humanos, ¿qué es eso? Pasan siete, ocho, nueve meses, un año, las cosas continúan igual, el tiempo se desliza cuando menos lo imaginas, pero cuando estás inmóvil pensando en tu vida, parece como si se arrastrara.


Cada vez escuchas menos movimiento, tu madre parece haberse rendido. No haces más que agitar la cabeza lentamente con la mirada borrosa. Eres una vergüenza, tu familia se siente humillada por tenerte, por contar con una persona recluida del trato social. Y es que no deseas nada. Sólo quieres vivir tu vida como más cómoda te sientes, lejos de todo el mundo. La habitación es el paraíso que no quieres dejar.
Allá afuera las personas maltratan a otros. Te miras en el espejo y descubres que no eres la misma. Tres o cuatro sucesos marcaron tu vida en el pasado, ahora no queda la chica alegre que eras. Esa niña que deseaba que los demás la aceptaran, que hizo hasta lo impensable por quedar bien ante ellos. Esa niña marginada que a pesar de los malos tratos de sus compañeritos, siempre esbozaba una sonrisa ante los problemas y las contrariedades: ya no queda nada de eso, ya su vida acabó. Ya no sonríes, como le sonreías a esa compañera a la que querías agradarle en la secundaria y que te ignoraba dándote la espalda, sumida en sus propios problemas. Ya no.

Muerdes tu labio inferior con fuerza hasta reventarlo y que las lágrimas salgan una tras otra sin parar. Sabes que sólo buscabas a alguien que te quisiera, sabes que sólo buscabas amor. Sabes también que terminaste siendo marginada y hasta ultrajada por un cobarde. Sabes que todo sucedió pero no deseas recordarlo para no revivir los sucesos que marcaron tu vida y te han llevado a como están las situaciones actuales. Sólo entiendes que ya no quieres seguir sufriendo en este mundo. Sabes que dormir es tu refugio en donde puedes esconderte, y que despierta ya no quieres estar existiendo. Por eso cierras los ojos, por eso ya no los abres durante todo el día y descansas tu mente, por eso ya no te quieres a ti misma. Por eso te lastimas y precisamente también, por eso ya escapaste del entorno. Pasaron más días, pasaron más meses, quién sabe cuánto. Recuerdas que antes llevabas el conteo de los días con un calendario y hasta esperabas el día de tu cumpleaños. Hoy ya no sabes si tienes dieciséis, diecisiete o veinte. No sabes nada. Pudo haber pasado un año, o pudo haber sido un mes, o cinco años. Las cosas no cambian, las paredes no te dicen nada, los rostros de tus almohadas no se mueven y ya no las ves, tu vista es deficiente porque necesitas nutrientes que no consumes porque ni te importa, y porque la sangre no la recuperas. Cierras tus párpados, el mundo es cruel, las paredes son crueles, tus almohadas con rostros pintados son muy crueles, intentas abrazar tu colchón, tu ropa, ésa que se va acumulando de suciedad porque ya no lavas, ya no te importa. Necesitas amor y no lo obtienes, y lloras profundamente, pero sabes que esa puerta no abrirás, porque todos son traidores, porque no hay abrazo sin puñalada.

Y por eso te abrazas a ti misma y oprimes tu labio que ya está destrozado de tantas mordidas. Te tiras al suelo y no sabes lo que ocurre, ruedas de un lado a otro, tocas la pared contraria, el techo te parece muy alto cuando lo ves y luego sientes que todo se desploma.

Tu madre se sorprende, llega con una bandeja de comida y resulta que ahí está aún la del día anterior. No puede creer que no quieras tomar ni tus propios alimentos. Llama a la puerta con los nudillos de sus dedos, frágilmente, y tú sólo respondes con un rugido de furia lunática desde dentro. Ahuyentas a la pobre de tu madre que baja las escaleras asustada, y tú lloras con ira, desahogando lo que el corazón tiene oprimido desde hace tanto tiempo. Ya no ves, ya no sientes. Oyes demasiado poco y tu garganta se está destrozando. Tus manos están negras, de tanto arrastrarte por el suelo lleno de polvo. No te lavas, ya no importa tu higiene personal. Te has convertido en un monstruo que no se soporta a sí mismo, que desea salir de tu cuerpo. Clavas tus uñas en las líneas de tu piso, muerdes todo lo que ves, las lágrimas  no dejan de escurrir, tu cuerpo se está desangrando de diversas partes. Tus gritos comienzan a ahogarse, no importa lo que la gente piense, lo que los vecinos oigan, ellos tampoco dicen nada. Te ahogas, amiga mía, te ahogas y nadie lo ve.

Cae la noche, llega el día, vuelve a anochecer, tu sangre está seca, tus ojos están ciegos, tu cabeza estalla y te retuerces en el mismo sector del piso. Estás consumida, eres un saco de huesos, pero misteriosamente nadie llama a la puerta. Nadie te salva. Ya no puedes poner resistencia, estás muerta, ¡que alguien derribe la puerta! Giras tu cabeza de un lado a otro, gritas, no articulas palabra, sólo son gemidos lastimeros y de desesperación. Arrancas de tajo los jirones de tu ropa, hace frío pero no te cubres, deseas sentir desesperadamente el calor de algún cuerpo en tus brazos, aunque sea el tuyo, y tu piel se ennegrece al rodar por la densa capa de polvo. Tu retina te devuelve una realidad distorsionada, todo oscuro y sólo un lejano resplandor lunar colándose por la cortina que ya no muestra ni luce figuras.
Gritas más. Alguien debe derribar tu puerta. Que alguien te salve, que el psiquiatra te tome en brazos, que tu madre te abrace. Pero ya no hay nadie. Acaso haya pasado muchísimo tiempo.

Tus piernas no te sostienen, tu cabeza te traiciona al igual que tus ojos. Tu cuerpo entero te duele y está lleno de llagas, pero más te duele tu alma que nadie puede curar. Te arrastras, no puedes pararte. Tanteas con tus manos tu alrededor, chocas contra tu cama, nadie puede ayudarte. Bajo el colchón está la navaja. La navaja….

Decides que es momento de que alguien deje de estorbar en este mundo. Te das cuenta que sólo causas problemas, que no ayudas a nadie y otros intentan ayudarte. Te miras a ti misma, eres un parásito, no eres nadie en el mundo y te das asco. No sirves para nada, sólo quieres darle fin al sufrimiento. Pensaste que podrías vivir en el paraíso de la soledad eternamente, te equivocaste.
No te gusta el dolor, pero te lo induces.

Eres sólo una estadística más, amiga mía, sólo una estadística más…





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Agradezco de manera profunda a mi amiga Alice Moonlight, sus críticas puntillosas y sinceras a mis obras siempre me hacen prosperar.

sábado, 3 de noviembre de 2012

76. Insensibilidad



Él le asentía con la cabeza y de alguna manera le instaba a que se fuera lejos, que lo dejara en paz de una buena vez, porque le estorbaba. La noche era gélida y pesada como un manto asfixiante, y las estrellas tenían un brillo especial que no se percibía ante los ojos vacíos de aquella dama. No las quería, no quería nada, sólo olvidar que tenía ganas de amar, sólo dejar de querer, de anhelar cosas en este mundo podrido de falsas emociones y crueldad.

El viento helado le retozaba en su oído, una brisa la dejaba sorda, un destello la sacaba de la realidad, era una especie de propensión al hartazgo emocional. Hasta qué punto su dependencia por el cariño no correspondido la había enfermado, eso no lo sabía. Qué era lo que su corazón aspiraba, eso ya lo había olvidado algunos golpes atrás.

Era ella un conjunto de engranajes con centro de acero fundido, una columna de pie que amenazaba constantemente al piso con desplomarse, un par de ventanas hechas para cerrarse.

Ella no llora más, alguien le hizo olvidar que en esta vida los sentimientos importaban algo. Su mano fría no encontraba el abrigo que alguna vez deseó y que ahora, por mero instinto, requería, y helada se quedaría hasta el día de su muerte.

Los destellos de su alrededor, de las luces del fondo, de los ojos de su hombre, de las estrellas y de la luna, se convertían en sus enemigos directos que la cegaban más aún de lo que su corazón encadenado lo hacía. Todo a su alrededor daba vueltas como en un huracán demoniaco, aún cuando se recargó en la pared y dejó su cuerpo escurrir por él hasta dar con el suelo. Nada podía curarla de sus heridas internas que cada vez se abrían más.

La mirada del hombre se contraía y marcaba las pautas de la indiferencia general. Una nueva luz se encendía, a la par del cigarrillo que giraba él en sus dedos. Su dama hecha un ovillo bajo el abrigo del muro, a su soslayo, tiritaba. Tal vez tenía, tal vez no, tal vez estaba loca. Nadie podría decirlo con exactitud.

El frío reinaba, o por lo menos así era alrededor de la mujer, que cerraba sus ojos para evadir los malvados destellos que la atormentaban y la privaban de sus sentidos. Él, con la calma más envidiable del mundo, aspiraba a su cigarro mientras barría el muro contrario con su mirada, como si la mujer fuera invisible, como si sólo se tratase del espejo deteriorado de sus pasadas ilusiones, un fantasma que no debería volver más, que de una buena vez debía morir, que ya no era posible que lo lacerara por dentro.

Físicamente, la mujer desfallecía. Estaba ahí, su piel aún caliente, su pecho aún vibrando. Estaba al borde del ensueño, ante el precipicio del nunca jamás. Era mejor. Quizá se tratara de un lugar para esconderse, un verdadero paraíso para su dolor.

El hombre mordía algo inexistente a la par de sus pensamientos quizá bestiales, quizá comprensibles, ¿quién era bueno para juzgar? A veces el presente es un reflejo postrero de un pasado atormentante en un alma corrompida. Y su rostro impasible ante el dolor que doblaba en dos a su dama podría ser la inestabilidad emocional por la cual ya habría pasado, por la que ella realizaba su vital experimento. Tampoco pasaba nada. Casi podría sonreír, no por gusto, sino por movimiento natural.

Tiró el cigarro. Nada valía. Ni su mujer. Ni él mismo.


No era una sorpresa. Ambos odiaban a la vida.