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Bienvenidos.
Gracias por visitar el pequeño nido del cisne.

Cuento con un pequeño compendio de escritos que van resultando de luces esporádicas de imaginación. Ratos de cielos color violeta sobre mi cabeza.


Escritor amateur, graduado de Letras, aunque lejos de los mejores honores. Aficionado también a la Historia y a la Filosofía.
Espero que encuentren amenos mis breves relatos. No aspiro a nada, pero me alegraré de saber si al menos una persona logró cautivarse un par de minutos. Supongo que eso hace la diferencia entre una rutina trazada y un devenir diferente.

¡Gracias de antemano!

sábado, 3 de noviembre de 2012

76. Insensibilidad



Él le asentía con la cabeza y de alguna manera le instaba a que se fuera lejos, que lo dejara en paz de una buena vez, porque le estorbaba. La noche era gélida y pesada como un manto asfixiante, y las estrellas tenían un brillo especial que no se percibía ante los ojos vacíos de aquella dama. No las quería, no quería nada, sólo olvidar que tenía ganas de amar, sólo dejar de querer, de anhelar cosas en este mundo podrido de falsas emociones y crueldad.

El viento helado le retozaba en su oído, una brisa la dejaba sorda, un destello la sacaba de la realidad, era una especie de propensión al hartazgo emocional. Hasta qué punto su dependencia por el cariño no correspondido la había enfermado, eso no lo sabía. Qué era lo que su corazón aspiraba, eso ya lo había olvidado algunos golpes atrás.

Era ella un conjunto de engranajes con centro de acero fundido, una columna de pie que amenazaba constantemente al piso con desplomarse, un par de ventanas hechas para cerrarse.

Ella no llora más, alguien le hizo olvidar que en esta vida los sentimientos importaban algo. Su mano fría no encontraba el abrigo que alguna vez deseó y que ahora, por mero instinto, requería, y helada se quedaría hasta el día de su muerte.

Los destellos de su alrededor, de las luces del fondo, de los ojos de su hombre, de las estrellas y de la luna, se convertían en sus enemigos directos que la cegaban más aún de lo que su corazón encadenado lo hacía. Todo a su alrededor daba vueltas como en un huracán demoniaco, aún cuando se recargó en la pared y dejó su cuerpo escurrir por él hasta dar con el suelo. Nada podía curarla de sus heridas internas que cada vez se abrían más.

La mirada del hombre se contraía y marcaba las pautas de la indiferencia general. Una nueva luz se encendía, a la par del cigarrillo que giraba él en sus dedos. Su dama hecha un ovillo bajo el abrigo del muro, a su soslayo, tiritaba. Tal vez tenía, tal vez no, tal vez estaba loca. Nadie podría decirlo con exactitud.

El frío reinaba, o por lo menos así era alrededor de la mujer, que cerraba sus ojos para evadir los malvados destellos que la atormentaban y la privaban de sus sentidos. Él, con la calma más envidiable del mundo, aspiraba a su cigarro mientras barría el muro contrario con su mirada, como si la mujer fuera invisible, como si sólo se tratase del espejo deteriorado de sus pasadas ilusiones, un fantasma que no debería volver más, que de una buena vez debía morir, que ya no era posible que lo lacerara por dentro.

Físicamente, la mujer desfallecía. Estaba ahí, su piel aún caliente, su pecho aún vibrando. Estaba al borde del ensueño, ante el precipicio del nunca jamás. Era mejor. Quizá se tratara de un lugar para esconderse, un verdadero paraíso para su dolor.

El hombre mordía algo inexistente a la par de sus pensamientos quizá bestiales, quizá comprensibles, ¿quién era bueno para juzgar? A veces el presente es un reflejo postrero de un pasado atormentante en un alma corrompida. Y su rostro impasible ante el dolor que doblaba en dos a su dama podría ser la inestabilidad emocional por la cual ya habría pasado, por la que ella realizaba su vital experimento. Tampoco pasaba nada. Casi podría sonreír, no por gusto, sino por movimiento natural.

Tiró el cigarro. Nada valía. Ni su mujer. Ni él mismo.


No era una sorpresa. Ambos odiaban a la vida.

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