Él le asentía con la
cabeza y de alguna manera le instaba a que se fuera lejos, que lo dejara en paz
de una buena vez, porque le estorbaba. La noche era gélida y pesada como un
manto asfixiante, y las estrellas tenían un brillo especial que no se percibía
ante los ojos vacíos de aquella dama. No las quería, no quería nada, sólo
olvidar que tenía ganas de amar, sólo dejar de querer, de anhelar cosas en este
mundo podrido de falsas emociones y crueldad.
El viento helado le
retozaba en su oído, una brisa la dejaba sorda, un destello la sacaba de la
realidad, era una especie de propensión al hartazgo emocional. Hasta qué punto
su dependencia por el cariño no correspondido la había enfermado, eso no lo
sabía. Qué era lo que su corazón aspiraba, eso ya lo había olvidado algunos
golpes atrás.
Era ella un conjunto de
engranajes con centro de acero fundido, una columna de pie que amenazaba
constantemente al piso con desplomarse, un par de ventanas hechas para
cerrarse.
Ella no llora más,
alguien le hizo olvidar que en esta vida los sentimientos importaban algo. Su
mano fría no encontraba el abrigo que alguna vez deseó y que ahora, por mero
instinto, requería, y helada se quedaría hasta el día de su muerte.
Los destellos de su
alrededor, de las luces del fondo, de los ojos de su hombre, de las estrellas y
de la luna, se convertían en sus enemigos directos que la cegaban más aún de lo
que su corazón encadenado lo hacía. Todo a su alrededor daba vueltas como en un
huracán demoniaco, aún cuando se recargó en la pared y dejó su cuerpo escurrir
por él hasta dar con el suelo. Nada podía curarla de sus heridas internas que
cada vez se abrían más.
La mirada del hombre se
contraía y marcaba las pautas de la indiferencia general. Una nueva luz se
encendía, a la par del cigarrillo que giraba él en sus dedos. Su dama hecha un
ovillo bajo el abrigo del muro, a su soslayo, tiritaba. Tal vez tenía, tal vez
no, tal vez estaba loca. Nadie podría decirlo con exactitud.
El frío reinaba, o por
lo menos así era alrededor de la mujer, que cerraba sus ojos para evadir los
malvados destellos que la atormentaban y la privaban de sus sentidos. Él, con
la calma más envidiable del mundo, aspiraba a su cigarro mientras barría el
muro contrario con su mirada, como si la mujer fuera invisible, como si sólo se
tratase del espejo deteriorado de sus pasadas ilusiones, un fantasma que no
debería volver más, que de una buena vez debía morir, que ya no era posible que
lo lacerara por dentro.
Físicamente, la mujer
desfallecía. Estaba ahí, su piel aún caliente, su pecho aún vibrando. Estaba al
borde del ensueño, ante el precipicio del nunca jamás. Era mejor. Quizá se tratara
de un lugar para esconderse, un verdadero paraíso para su dolor.
El hombre mordía algo
inexistente a la par de sus pensamientos quizá bestiales, quizá comprensibles,
¿quién era bueno para juzgar? A veces el presente es un reflejo postrero de un
pasado atormentante en un alma corrompida. Y su rostro impasible ante el dolor
que doblaba en dos a su dama podría ser la inestabilidad emocional por la cual
ya habría pasado, por la que ella realizaba su vital experimento. Tampoco
pasaba nada. Casi podría sonreír, no por gusto, sino por movimiento natural.
Tiró el cigarro. Nada
valía. Ni su mujer. Ni él mismo.
No era una sorpresa.
Ambos odiaban a la vida.
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