El desfile tenía lugar tras los peñascos, más allá del santuario. Las figuras se escurrían por las montañas como los ríos de agua. Brillaban las puntas del metal sobre sus hombros, el ruido de sus voces se confundía con el del estrépito general. Aquellos hombres, furiosos como los jaguares, rugían con el ánimo exaltado mientras bajaban las laderas por cientos, por miles, por millones, un mundo de hombres hijos de la tierra que defendían de los invasores. Saltaban con bravura las rocas, se aproximaban, no concedían terreno.
Tu alabarda y tu disfraz de metal te convierten en un villano y te conceden un papel del que no reniegas, pues sabes que es sencillo lograr tu cometido final si procuras aplastar con malicia los amaneceres ajenos. La felicidad consiste en lograr aquello de lo que tu acérrimo rival carece.
—Arcabuces al aire. Soltad fuego cuando os ordene.
Las miradas no se dirigían a su oficial. Montados tras la empalizada, tras los blocaos y las ruinas ajenas, los fieles hombres barbados mantenían fija la vista al horizonte. La experiencia les mandaba aguardar al momento oportuno, al momento en el que se vieran obligados a responder el ataque para no ser tachados de agresores. No superaban en número a los nativos, pero aun así no se inquietaban. Aquéllos jamás hubieran podido franquear el fuerte.
Tu media luna en tus manos brilla con la que desde el cielo nocturno le complementa. Enhiesta, muestra su fulgor ante la muerte y forma alianza con ella. Hay más hombres como tú, idénticos, patéticos, pero el honor ya no está en disputa. A tu lado, observan con una mueca de fingida rudeza el final de su cuento que ellos decidieron, y al frente, bañado en sangre, yace el que hace poco se plantó ante ti, con nuestras vestimentas extrañas e impuras. Aún tras él, su choza arde en llamas.
Una flecha furiosa surcó los vientos y halló su destino quebrando una madera de la débil fortificación. Más le siguieron a la osada, siendo despachadas de sendos arcos indios tensados sin tregua. Aquellas puntas hirientes se amontonaban tras la empalizada, logrando penetrar apenas un par, pero las suficientes como para que el oficial diera el grito de ataque. Sus hombres, sedientos de guerra, accedieron a la firme orden de su superior quien con voz de sierra quebraba la tensión:
—¡Arcabuceros! ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego!
Las chispas de fuego vuelan y se confunden con las eternas estrellas, ¿ya estás contento, guerrero, de haber realizado tu proeza de manera exitosa? En la inmensidad de ese campo devastado, que en otros tiempos fuera un edén, en esa inmensidad de la ciudad nativa que llamaste primitiva, tú ya no puedes brillar más. Tus ojos ya no podrían impresionarse de nuevo con nada en este mundo. Has devorado el miedo y el honor de los que defendieron nuestras tierras de tus tóxicas pisadas.
—¡Todos a trabajar! ¡Ningún ocioso ha de quedarse parapetado! ¡Alabarderos, añadid número a los blocaos, cerrad terreno, acudid al encuentro, avanzad por el descampado, andando, andando! ¡A tomar su santuario, cien maravedís a cada hombre que lo ocupe! ¡Sin temor, jinetes, realizad la escaramuza, nuestra bandera ondeará gloriosa por cada nativo que caiga! ¡Adelante, adelante, adelante!
Más como tú temblaron, hombre pálido, de los que con sus manos firmes sujetaron los arcos y lanzas. Puedes atribuirte la proeza de enmascarar tu cobardía y fingir que eres digno de lo que vas a robar. Puedes, señor de las armas, sentirte el rey del mundo al pisar las granjas muertas de alegría y las almas rotas que aún vagan calientes sobre el descampado. Puedes soñar, por ahora.
Los hombres de guerra avanzaron fustigados por las palabras bravas de su oficial, que bramaba desde lo alto del fuerte. Pronto los nativos se dieron cuenta que no tendrían oportunidad contra aquella infantería, que aunque era menor en número, iban tan armados que las lanzas les resbalaban por sus vestiduras metálicas y las flechas rebotaban contrariadas en sus pechos. La pólvora tronaba desde la refriega y por los hábiles tiradores que desde la fortificación apoyaban certeramente a sus compañeros a pie y a caballo. No hubo de pasar mucho tiempo para que los nativos cayeran desmoralizados y muchos de ellos huyeran hacia sus terrenos. Con muy pocas bajas, los soldados españoles los siguieron de cerca hasta arribar, a corta distancia, al pequeño poblado.
Los caballos grises de tus conquistadores lloran y mueren de pena mientras flotan sobre la naturaleza muerta. Sus lamentos van más allá del metal de las espuelas. Tú llevas el orgullo de haber matado a un hombre en la refriega, siempre en nombre de Dios.
Hundidos en la oscuridad de sus chozas, los pocos guerreros restantes trataban de contrarrestar el ataque sin muchas esperanzas. La caída del primer palmo de tierra sagrada estaba cayendo, la derrota era inminente.
—Quemadlas, quemad todo, quemad todo —decían los soldados entre sí.
El fuego arreció tras los tejados de las humildes casas; pequeños abandonados corrían aún entre el desastre, desamparados, solitarios, incapaces. La granja fue bañada por la lumbre en un santiamén. Las estrepitosas balas rugían rapaces insertándose en las maderas, en las hojas, en los céspedes, en los cuerpos vulnerables. Uno a uno caían, uno a uno rodaban. Las chozas se desplomaban inertes, haciendo arder el campo; las chispas se liberaban y, junto a las almas, se dirigían a la infinidad y a la nada. La primera aldea había caído, las esperanzas de los nativos se derrumbaban, sus atacantes lucían poderes que les superaban en todo sentido. Los estaban aplastando.
Que la ignominia te escurra de la cabeza a los pies, que vomites hasta morir las infinitas impurezas de tu mancillado corazón. Tú, que sonríes como si fueras un vasallo de provecho, sólo eres una oveja del rebaño de tu pastor, una piedra con traje de hierro, un invasor de reglas injustas, un dios de la escoria, un cobarde. ¡Un cobarde! ¡Un cobarde! ¡Un cobarde…!
Alzó las manos un último nativo, saliendo con múltiples quemaduras de la vivienda donde se resguardaba para atacar. Miró a la escuadra de hombres de metal con unos ojos de súplica y de angustia. No parecía ir armado y sería acaso el último sobreviviente de la carnicería. Frente al soldado más cercano cayó de rodillas, los brazos en alto, la boca en una mueca desagradable, el miedo destilándole por los poros de su cuerpo. Pedía paz y perdón.
Aquél soldado contempló la media luna hiriente de su propia alabarda. No sólo saboreó en su paladar los preceptos y los juramentos hacia su oficial, también recordaba que su arma aún tenía ese color gris de la plata más pura y brillante, aquella noche no se había mancillado. Y recordó que era un hombre fiel a la Corona. Vio el cráneo del indefenso que pugnaba en su lengua. Aquello no servía de nada. Con su propio concepto de valor, arrancó la vida de aquél inerme, el último sobreviviente, entre risas sin ahogar.
¡Un cobarde! ¡Un cobarde! ¡Un cobarde…!
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