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Bienvenidos.
Gracias por visitar el pequeño nido del cisne.

Cuento con un pequeño compendio de escritos que van resultando de luces esporádicas de imaginación. Ratos de cielos color violeta sobre mi cabeza.


Escritor amateur, graduado de Letras, aunque lejos de los mejores honores. Aficionado también a la Historia y a la Filosofía.
Espero que encuentren amenos mis breves relatos. No aspiro a nada, pero me alegraré de saber si al menos una persona logró cautivarse un par de minutos. Supongo que eso hace la diferencia entre una rutina trazada y un devenir diferente.

¡Gracias de antemano!

jueves, 23 de febrero de 2017

119. Al fondo del patio

El texto es muy viejo. Con mucho asombro lo he rescatado del olvido.




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Al fondo del patio, en donde nadie concibe su existencia, ahí justo en donde nadie se aflige por verlo, y cual fantasma desarrolla una vida saturada en penurias, vive el pobre desgraciado royendo su dolor. Lo encierran cuatro paredes traicioneras, llenas de agujeros cuadrados que le muestran de forma cruel e inhumana el mundo de la libertad tras ellas, una inmensidad por gozar si tan solo supiera cómo superarlas.
La nariz asoma, no puede más. Aspira el aroma del mundo, cinco, diez, quince segundos, luego vuelve a intoxicarse con el hedor natural. No es su culpa, después de todo es sólo un animal, que no posee raciocinio, y al que se le dedujo la ausencia de sentimientos, que ya tiene clavados en realidad a manera de dagas en su pequeño corazón acelerado.


Lo tapan varias tablas al fondo, apergaminadas por la humedad, en la esquina, en donde la humedad comienza a escalar por los muros dejando su estela de oscuridad por donde ha pasado. La pequeña criatura blanca no tarda en olisquearla y no se da cuenta que es precisamente eso lo que lo está matando.


¿Pero quién se preocupa de los organismos maliciosos que se infiltran en su cuerpecito, orillándolo a la enfermedad, a la muerte? Si hoy, con suerte, se acordarán de darle de comer...




El pequeño roedor blanco sigue dando vueltas en su prisión, como un torbellino pasivo, a saltitos mínimos que le permiten llegar de un rincón a otro... una y otra vez, a la derecha, luego a la izquierda, de nuevo a la derecha, de nuevo a la izquierda... medio metro recorre por vez, nunca lo suficiente. Nunca lo que su conciencia le indica que sería lo ideal. Medio metro. ¡Eso no es lo suficiente! Sus ojos rojos no denuncian la claustrofobia que lo enloquece, pero no alcanza a desdoblar en su mente aquellos recuerdos que le convenzan de la crueldad humana. Sólo vive, sólo se aferra con sus uñitas a un agujero negro abstracto. Pero no lo sabe. Izquierda, derecha, izquierda, derecha... si fuera libre ya hubiese recorrido quizá un maratón entero.


A un lado, a otro, y la tarde ha pasado. Como el pobre no se ve, al fondo del patio, en una jaula de medio metro cuadrada y rodeada de tablas podridas, han olvidado alimentarlo nuevamente. Sus pupilas con sangre tiemblan, igual que el cuerpo de un niño al que lo consume la fiebre. La conexión de un límite prudente era demasiado pedir para su mentalidad de roedor. El sólo sabía roer y sabría vivir. Se encontraba demasiado débil, enfermo y solo... pero continuaba en pie.


De vez en cuando asoma su carita por las rendijas crueles de su cárcel, a ver la vida pasar, a anhelar con todo su corazón el mundo que nunca pisaría, al menos con su espíritu de libertad. Podía palpar la esencia de su derecho salvaje, pero apenas lograba rozarlo, nadie se lo advertía, por lo que continuaba sumido en la confusión. Algo quería, y no lograba descifrar qué. Sólo se veía a sí mismo correr y doblar por la última esquina del muro que alcanzaba a ver al fondo de su triste panorama, que contorneaba la casa en la que lo tenían prisionero. Las rendijas... eran su escape al desatino. Nunca sintió tantas ganas de correr, de movilizarse como nunca lo había logrado.


El atardecer hizo del cielo un lienzo experimental, en el que con ayuda de las nubes, trazó las líneas de la expresión más audaz. Los colores rojos de la bóveda inmensa trastornaron el espíritu inquieto de la criatura, que golpeaba una y otra vez su rostro contra las recias que lo encarcelaban.


Nunca había reflexionado. Era imposible saber el tiempo que había muerto junto con él en prisión, pero toda una vida fue educado por la ley de las cuatro paredes. Ignorándolo, podría convertirse en un infeliz.


Transcurrió una noche más, inagotable, como la meta que se espera sin que llegue. La melancolía atisba en su mirada cada vez que brilla débilmente a la luz potente de la luna.


La represión humana lo había condicionado a un estado de miseria absoluta, no importaba si se acordaban de él o no, ellos seguirían obstinados en mantenerlo enjaulado, pasara lo que pasara. Era caer en el absurdo caótico, rodar en lo miserable.
Hubiera querido meditar aquello por las noches, incluso hasta que el Sol volvía a salir sonriente de su mirada.


Los días han estado arrastrándose por el tapete del tiempo, y nada cambia. ¡Si tan sólo el viento, si un ciclón apartara las tablas que cubrían la jaula desde la profundidad del patio! Entonces sería visto por los amos, se acordarían de él y lo amarían como antes, cuando fue adquirido.
Por la tarde, los niños corrían por el patio en medio de un océano de carcajadas con olas de felicidad. Con el alborozo infantil, reían sin saber por qué, sólo por placer. El también se hallaba triste, sin comprender la razón, y hubo de hacer una delicada comparación mental, que no duró mucho, pues fue interrumpido por una voz que le causó un hundimiento en su estómago.


—¡Miren, qué hermoso conejo!


Y una niña, que había descubierto su jaula por casualidad, corría a verle más de cerca. El, expectante pero instintivo, con los ojos sanguinolentos, se echaba hacia atrás tocando la barda musgosa opuesta, sumamente temeroso de lo que pudiera suceder.


-¡Déjalo, es mío! -protestó otro de los niños, y luego enfatizó nuevamente, jalándola del brazo-. ¡Déjalo!


Y su mirada carmesí los contemplaba, cómo se alejaban poco a poco, rompiendo nuevamente sus esperanzas de que alguien lo liberara, de que alguien descorriera el cerrojo de su prisión.




La tarde continúa igual, entre risas que parecen lamentos que no se extinguen. Pegado a los orificios de la reja, por el lado en que las tablas se lo permitían, el conejo blanco imaginaba el sabor de la libertad plena, el correr como el viento hasta quizá alcanzar la luna. No podía, no sabía hacer más que eso, imaginar.
La niña simpática hubo de contentarse ese día con tirarle cáscaras de frutas al conejo, que ya no le sabían a nada, por estarse cuidando del celoso amito.


Para el conejo, las noches siempre fueron pesadas y plomizas. Lo único bello de la oscuridad es que la molesta plaga de hormigas que a diario amenazaba con comérselo vivo se retiraba a dormir, y él podía cerrar los ojos al fin, sin fastidios. Sacudirse el cuerpo el día entero para ahuyentar a los hambrientos insectos era sumamente irritante, además de doloroso: se infiltraban por su pelaje, una tras otra, pero sin la debida coordinación, y sus picaduras eran aberrantes. Eso lo había aprendido bien la pobre mascota desdichada.
Las noches de Luna llena eran particularmente interesantes para él. En sus ojos carmesíes, se reflejaba fielmente el disco plateado cada vez que lo miraba con fijeza, ahogándose en su luz poderosa.
Era lo único que lo consolaba en su triste vida: esperar a que la noche arribara y que la Luna comenzara su navegación por el negro océano infinito. Sacudiéndose las penas, el animalito soñaba con cosas que no podía concebir y que, en definitiva, no debía ni imaginar.
Pero sus ojos le pesaban, eran sus párpados como de roca, y las únicas cosas que lo mantenían despierto eran las hormigas que lo devoraban vivo, y la lechuza que cruzaba con fiereza a través de la noche. Su ulular lo estremecía de terror puro, y la sombra que se proyectaba por la luz lunar de la criatura de rapiña le generaban los pensamientos más revueltos.
Y sus ojos se cerraban, al compás de las contracciones de su estómago. Ya era demasiado sufrir por una simple hoja de lechuga seca que le lanzaran en un gesto compasivo.
Fue la Luna quien observó cómo se marchitaba la rosa de su corazón. Nadie más se asomó por un miserable agujero cuando sus ojos temblaban febrilmente. En un mundo injusto, la criatura que sufre suele ser audaz.
Nunca deseó más de lo que su naturaleza exigía. Jamás imploró por mayor misericordia que su atención más somera. Tratarlo como el ser vivo que era.

Y las gotas de la tristeza escurrieron por los muros, trémulas. Al compás de la noche, la oscuridad cayó sobre sus ojos. ¿A quié le importaba lo que sufría el pobre?

Sólo por la tarde del día siguiente, cuando las hormigas se acumularon más de lo normal haciendo un llamativo tumulto en el suelo, alguien se dignó a asomarse por el recoveco en el que el desgraciado se mantuvo.
Sólo entonces hubieron de sacarlo de su terrible jaula, de sus cuatro paredes custodias. Sólo entonces fue rescatado por manos humanas: por la noche, su alma ya había sido liberada.

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