Hola, son las ocho y media de la noche y el mundo ha dejado de girar para mí. Me sometí al puro dolor de esas calles tan descuidadas, tan podridas, con el olor de un cajón de recuerdos de amor. ¿En dónde venden arcoíris al por mayor, para ornamentar cada una de ellas? Podría hacerle un favor a la comunidad, pues noche tras noche, parece que las lágrimas lavan las penas de la víspera, para volver a rodar con unas nuevas. ¿Cuánto costará cada uno de ellos? ¿Tanto como la propia felicidad? ¿Tanto como el afecto y el amor que me rezó mi divina ingrata?
El polvo lame mis botas viejas con delicia, raya mi melancolía. Siento que nado en un mar, en medio de un gran ciclón, en donde la tempestad impera y soy un juguete de los divertidos caprichos del viento. Ahí están, esas chispas líquidas besando mi frente, juegan con mi cabello revuelto hasta dejarlo fundido con su misma esencia.
No estoy imaginándolo, al menos no todo. La lluvia realmente castiga a los callejones oscuros, ya de por sí lodosos, en donde yo transito sin rumbo fijo...
Quiero calcinar mi demonio interno, el que punza mi alma. El corazón bien puede irse en ello. Luego de perder a mi triste princesa, ya nada importa.
¿Será, acaso será que cada una de las gotas celestiales es un momento que viví con ella, un reflejo acuoso de su rostro, una expresión, una caricia? Todas ellas se vuelven en mi contra como un inmenso e infinito batallón líquido de kamikazes, sin excepción me golpean con ira, y a la larga corren, se deslizan por mi rostro. No quieren jugar conmigo ni complacerme: con toda la hiel contenida, salpican mi orgullo, se hunden en el recuerdo de los desmanes. Pretenden que me dé cuenta de que el culpable de no estar con mi amada soy yo mismo. ¿Tan pérfida es, como mi corazón lo dicta?
De ellas corro, del recuerdo, de la lluvia me resguardo. Y es que no, ya no la amo. No, no me atosiguen. ¡Aléjense, necias gotas! ¡Muere pronto, tormenta! Los arcoíris, urge uno para mañana a primera hora, cuando los rayos se alcen. ¿En dónde, pues, los venden?
El polvo lame mis botas viejas con delicia, raya mi melancolía. Siento que nado en un mar, en medio de un gran ciclón, en donde la tempestad impera y soy un juguete de los divertidos caprichos del viento. Ahí están, esas chispas líquidas besando mi frente, juegan con mi cabello revuelto hasta dejarlo fundido con su misma esencia.
No estoy imaginándolo, al menos no todo. La lluvia realmente castiga a los callejones oscuros, ya de por sí lodosos, en donde yo transito sin rumbo fijo...
Quiero calcinar mi demonio interno, el que punza mi alma. El corazón bien puede irse en ello. Luego de perder a mi triste princesa, ya nada importa.
¿Será, acaso será que cada una de las gotas celestiales es un momento que viví con ella, un reflejo acuoso de su rostro, una expresión, una caricia? Todas ellas se vuelven en mi contra como un inmenso e infinito batallón líquido de kamikazes, sin excepción me golpean con ira, y a la larga corren, se deslizan por mi rostro. No quieren jugar conmigo ni complacerme: con toda la hiel contenida, salpican mi orgullo, se hunden en el recuerdo de los desmanes. Pretenden que me dé cuenta de que el culpable de no estar con mi amada soy yo mismo. ¿Tan pérfida es, como mi corazón lo dicta?
De ellas corro, del recuerdo, de la lluvia me resguardo. Y es que no, ya no la amo. No, no me atosiguen. ¡Aléjense, necias gotas! ¡Muere pronto, tormenta! Los arcoíris, urge uno para mañana a primera hora, cuando los rayos se alcen. ¿En dónde, pues, los venden?
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