Sentados frente a frente, ninguno de los dos dice nada, sólo sabemos que
la hora final nos ha llegado. El mundo no lo ha decidido, la chispa
provino de nuestras mentes, gestada por una juventud atolondrada. Te
miro y tus ojos reflejan el vacío de la desesperanza, que nada queda
luego de haber tomado nuestra última carta.
Estamos sanos y completos, pero no somos felices en este mundo. Tenemos el amor que necesitamos, lo que nos sobra es el entorno, que aplasta nuestras mentes como un zapato al insecto.
Nuestras bocas forman un rictus perfecto, no tenemos expresión, pero los sentimientos postreros revolotean en nuestro estómago queriendo taladrarlo para salir. Hubiera querido imaginarme que eran como pequeñas criaturas picando una mina, para encontrar la luz al final, pero no estoy de humor para las metáforas.
Tus ojos, con una tonalidad que me recordaba al amanecer primaveral por la mezcla del amarillo del sol resplandeciente y el verde de la hierba fresca, parecen querer soltar alguna escurridiza lágrima que tú evitabas. De pronto evitas mi mirada y jugueteas tristemente viendo a tu alrededor; cuando yo me descuido tú me observas con curiosidad.
—Tenemos que acabar con esto de una vez... —murmuro.
—Lo sé... —dices tú.
Noto un esbozo de pesadez en tus palabras, un plomo que no te deja levantarte de la silla y que se distribuye entre tu estómago, tu mente y tu corazón. Podía comprenderte con una simple mirada; nunca fuiste del todo predecible, pero tus sentimientos se reflejaban hacia mí con la mayor de las facilidades. Te comprendía cada mueca y cada ademán. Fuiste mía, después de todo.
—No sé... —añades luego, con titubeos.
—Anda —menciono, y me levanto de la silla con un poco más de decisión—. Toma mi mano.
De modo que te extiendo mi mano derecha, la cual miras fijamente con ojos tristes por varios segundos. Tus mejillas despiden una palidez casi cenicienta, tu cuerpo se mueve aún pero tu alma ya no tiene vida propia. Estamos dispuestos a morir.
—No tengo el valor para hacerlo... —dices de pronto.
—Será rápido, te lo aseguro... ¿recuerdas que lo prometimos? Moriremos juntos... Y moriremos cuando lo decidamos. Y hemos decidido que la muerte arribará hoy a nuestros cuerpos. No se necesita mucho valor para suicidarse, sólo... jala tu gatillo, mi amor...
Sonríes, sonríes para evitar que las lágrimas se resbalen por tus mejillas. De todas formas, nada queda.
Empuñas la pistola con un poco más de fuerza que yo a la mía, pero tus miedos comienzan a cesar.
—Toma mi mano —me pides.
Asiento, tomo mi arma con la mano izquierda, y con la derecha conecto contigo como me lo pides. Las miradas mutuas parecen eternas, quiero grabar el color de tus ojos en mi mente e imprimirlo en el más allá.
—Esto ha sido todo —susurro, llevándome el arma a la sien.
Me imitas, bajando la vista. La mano te tiembla, puedo notar que aún no estás del todo decidida.
—Querido...
—Dime, mi niña...
—Hazlo tú... mátame tú. No tengo valor para jalar el gatillo. No puedo...
—Sólo... sólo hazlo una vez. Yo lo haré al mismo tiempo que tú, mi amor... De esta manera nos desprenderemos de este maldito mundo terrenal y viajaremos muy, muy lejos, pero juntos para siempre.
—¿Juntos para siempre? —repites, dubitativa.
—Juntos para siempre. Después de la muerte no hay más límites. No me iré de tu lado jamás, por la eternidad. Te lo juro.
Tus ojos comienzan a apagarse, las lágrimas los están deshaciendo. Abres los labios, pero éstos te tiemblan, parece que no sabes exactamente qué decir.
—Quiero —murmuras.
—Quiero, también... —respondo con decisión.
Vuelves a apretar los ojos, quizá en un intento de contener el raudal de lágrimas. La mano que sostiene tu arma no es firme, pero el dedo está a nada de oprimir ese gatillo.
—No llores, mi niña... no llores, que seremos felices por siempre.
—Asesíname, mi vida... asesíname... no puedo, asesíname... Mátame... No puedo con esto. Quiero estar contigo, pero no quiero que por mi indecisión tenga que verte morir primero. No lo soportaría. Mátame, cariño, luego haz lo mismo contigo. Te lo suplico...
Trago saliva. Las cosas no son como esperaba, pero es el momento crucial. Nuestras vidas tienen que extinguirse. Miro mi arma, completamente cargada, luego te miro a ti, intentas serenar tu llanto, poco a poco lo vas logrando, tu respiración se controla lentamente, tus extremidades dejan de temblar.
Abres los ojos, me ves fijamente. No expresas nada.
—Te amo —susurro conteniendo una lágrima, y te apunto con el arma entre tus ojos.
—Yo te amo también... —dices, tragando saliva por última vez, mirando la boca del cañón tan cerca de ti, a punto de detonar. Sabes que no te quedan muchos segundos de vida.
—Nos vemos muy pronto, mi amor eterno...
No puedo seguir viendo tus ojos, no soportaría contemplar cómo se extingue su brillo. Me siento un asesino. Daño a quien más quiero, le quito su vida, la arrebato a mi voluntad de este mundo, y sin embargo, todo es porque la amo...
Giro mi rostro, aprieto mis dientes... mi dedo cumple con su función y oprime el gatillo.
Se escucha un trueno ensordecedor, mi mano bota hacia atrás, siento calor en ella, me siento húmedo de mi brazo y mis ropas, me tiembla todo el cuerpo...
Y al voltear de reojo, el cuerpo inerte que yo tanto amé cae como peso muerto.
Muerdo mi lengua con furia y las lágrimas me corren a raudales. ¿Qué acabo de hacer...?
Me apresuro a poner fin a esto. Me arrodillo frente a tu cadáver, tomo tu mano aún caliente, cierro mis ojos, bajo la cabeza, con la pistola apuntándome a la sien.
Todo ha finalizado, pero ha sido junto a ti. Ahora sí, seremos felices en el otro mundo, para siempre, lejos de esta porquería...
Seremos dos espíritus que se amarán por la eternidad, dos almas que murieron juntas porque así lo decidieron.
Otro tronido ensordecedor, luego nada.
___
Gracias, María Eugenia. Por tu detonante, por la inspiración en tus ojos, esos que enmarcan el deseo de revelar la línea entre la vida y la muerte.
Estamos sanos y completos, pero no somos felices en este mundo. Tenemos el amor que necesitamos, lo que nos sobra es el entorno, que aplasta nuestras mentes como un zapato al insecto.
Nuestras bocas forman un rictus perfecto, no tenemos expresión, pero los sentimientos postreros revolotean en nuestro estómago queriendo taladrarlo para salir. Hubiera querido imaginarme que eran como pequeñas criaturas picando una mina, para encontrar la luz al final, pero no estoy de humor para las metáforas.
Tus ojos, con una tonalidad que me recordaba al amanecer primaveral por la mezcla del amarillo del sol resplandeciente y el verde de la hierba fresca, parecen querer soltar alguna escurridiza lágrima que tú evitabas. De pronto evitas mi mirada y jugueteas tristemente viendo a tu alrededor; cuando yo me descuido tú me observas con curiosidad.
—Tenemos que acabar con esto de una vez... —murmuro.
—Lo sé... —dices tú.
Noto un esbozo de pesadez en tus palabras, un plomo que no te deja levantarte de la silla y que se distribuye entre tu estómago, tu mente y tu corazón. Podía comprenderte con una simple mirada; nunca fuiste del todo predecible, pero tus sentimientos se reflejaban hacia mí con la mayor de las facilidades. Te comprendía cada mueca y cada ademán. Fuiste mía, después de todo.
—No sé... —añades luego, con titubeos.
—Anda —menciono, y me levanto de la silla con un poco más de decisión—. Toma mi mano.
De modo que te extiendo mi mano derecha, la cual miras fijamente con ojos tristes por varios segundos. Tus mejillas despiden una palidez casi cenicienta, tu cuerpo se mueve aún pero tu alma ya no tiene vida propia. Estamos dispuestos a morir.
—No tengo el valor para hacerlo... —dices de pronto.
—Será rápido, te lo aseguro... ¿recuerdas que lo prometimos? Moriremos juntos... Y moriremos cuando lo decidamos. Y hemos decidido que la muerte arribará hoy a nuestros cuerpos. No se necesita mucho valor para suicidarse, sólo... jala tu gatillo, mi amor...
Sonríes, sonríes para evitar que las lágrimas se resbalen por tus mejillas. De todas formas, nada queda.
Empuñas la pistola con un poco más de fuerza que yo a la mía, pero tus miedos comienzan a cesar.
—Toma mi mano —me pides.
Asiento, tomo mi arma con la mano izquierda, y con la derecha conecto contigo como me lo pides. Las miradas mutuas parecen eternas, quiero grabar el color de tus ojos en mi mente e imprimirlo en el más allá.
—Esto ha sido todo —susurro, llevándome el arma a la sien.
Me imitas, bajando la vista. La mano te tiembla, puedo notar que aún no estás del todo decidida.
—Querido...
—Dime, mi niña...
—Hazlo tú... mátame tú. No tengo valor para jalar el gatillo. No puedo...
—Sólo... sólo hazlo una vez. Yo lo haré al mismo tiempo que tú, mi amor... De esta manera nos desprenderemos de este maldito mundo terrenal y viajaremos muy, muy lejos, pero juntos para siempre.
—¿Juntos para siempre? —repites, dubitativa.
—Juntos para siempre. Después de la muerte no hay más límites. No me iré de tu lado jamás, por la eternidad. Te lo juro.
Tus ojos comienzan a apagarse, las lágrimas los están deshaciendo. Abres los labios, pero éstos te tiemblan, parece que no sabes exactamente qué decir.
—Quiero —murmuras.
—Quiero, también... —respondo con decisión.
Vuelves a apretar los ojos, quizá en un intento de contener el raudal de lágrimas. La mano que sostiene tu arma no es firme, pero el dedo está a nada de oprimir ese gatillo.
—No llores, mi niña... no llores, que seremos felices por siempre.
—Asesíname, mi vida... asesíname... no puedo, asesíname... Mátame... No puedo con esto. Quiero estar contigo, pero no quiero que por mi indecisión tenga que verte morir primero. No lo soportaría. Mátame, cariño, luego haz lo mismo contigo. Te lo suplico...
Trago saliva. Las cosas no son como esperaba, pero es el momento crucial. Nuestras vidas tienen que extinguirse. Miro mi arma, completamente cargada, luego te miro a ti, intentas serenar tu llanto, poco a poco lo vas logrando, tu respiración se controla lentamente, tus extremidades dejan de temblar.
Abres los ojos, me ves fijamente. No expresas nada.
—Te amo —susurro conteniendo una lágrima, y te apunto con el arma entre tus ojos.
—Yo te amo también... —dices, tragando saliva por última vez, mirando la boca del cañón tan cerca de ti, a punto de detonar. Sabes que no te quedan muchos segundos de vida.
—Nos vemos muy pronto, mi amor eterno...
No puedo seguir viendo tus ojos, no soportaría contemplar cómo se extingue su brillo. Me siento un asesino. Daño a quien más quiero, le quito su vida, la arrebato a mi voluntad de este mundo, y sin embargo, todo es porque la amo...
Giro mi rostro, aprieto mis dientes... mi dedo cumple con su función y oprime el gatillo.
Se escucha un trueno ensordecedor, mi mano bota hacia atrás, siento calor en ella, me siento húmedo de mi brazo y mis ropas, me tiembla todo el cuerpo...
Y al voltear de reojo, el cuerpo inerte que yo tanto amé cae como peso muerto.
Muerdo mi lengua con furia y las lágrimas me corren a raudales. ¿Qué acabo de hacer...?
Me apresuro a poner fin a esto. Me arrodillo frente a tu cadáver, tomo tu mano aún caliente, cierro mis ojos, bajo la cabeza, con la pistola apuntándome a la sien.
Todo ha finalizado, pero ha sido junto a ti. Ahora sí, seremos felices en el otro mundo, para siempre, lejos de esta porquería...
Seremos dos espíritus que se amarán por la eternidad, dos almas que murieron juntas porque así lo decidieron.
Otro tronido ensordecedor, luego nada.
___
Gracias, María Eugenia. Por tu detonante, por la inspiración en tus ojos, esos que enmarcan el deseo de revelar la línea entre la vida y la muerte.
El relato, naturalmente, es un ejercicio de entera ficción. No trata de hacer apología a nada en absoluto.
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