Como el fuego eterno que los pregones de aquella, tu garganta poderosa, exclamaba, y que torpes intentan embarrar en el fango de lo eludible (pues todo lo he contemplado desde mi posición cien veces negada), ¡qué difícil es, oh, Rabí, aplicar el perdón hacia los propios corazones atormentados! Sin la mano poderosa, sin esa fuerza celestial que siempre creí que tu espíritu poseía, ¿cómo curar el veneno interno?
Condenado a lo nefasto y vulgar, vil pecador de calumnias imputado, ladrón, pillo, incestuoso con otras afrentas extraídas de las lenguas viperinas del Diablo. ¿Qué soy yo, Rabí? ¿No soy lo que tú esperaste? ¿No soy lo que tú mandaste? ¿No es así que tu dedo firme señaló a este malhadado hombre cuya historia ha sido desprestigiada a través de los siglos? ¿Es que acaso tu omnisciencia no indicaría mi destino trazado en tu corazón?
¿Y no soy yo quien te acompaña en la eternidad, como te juré en vida? Mi propia redención, Rabí, la tiene la Humanidad en sus puños apretados, y siento mi cuerpo lapidarse año tras año por vanas mentiras, ¡por la reafirmación de la ambición podrida! Yo creí firmemente en ti, te besé, con el afecto a flor de piel, exento de cualquier traición que los de abajo me señalan ahora, ¡lo sabes bien!
Inerme, incapaz, indigno, con la dignidad hecha pedazos al notar mi error, cometí el pecado mayor, que confesé ante el Sagrado Tribunal. Esperé de ti, Rabí, ¡hermano mío!, aquello que mi belicoso espíritu deseaba ver en las llanuras de un corazón tan apacible como el tuyo. Y así como las arenas del desierto nos advierten de su perenne condición, de su incapacidad para que el manantial de ellas broten, era tu pacífica misión la que despertó en mí las víboras de la perdición. Y cada vez que allá abajo mi nombre apedrean, es a Ti a quien me dirijo para excusarme una vez más, como si de alguna forma no sintiera merecer el Paraíso que me ofreciste en tu Santa compasión.
¡Indigno, digo, pues mientras en una vil cruz romana pendías, tu madre lacrimosa a tus pies y tu mujer Magdalena al costado, en la soledad y en el vacío, tras la sombra de un árbol sin travesaño, acababa yo mis días en la fiel soledad!
Te amé, Rabí, y traté de disponer que tus sagrados milagros nos liberaran del yugo opresor. ¡Ah, en ningún momento te entregué! ¿Será que la perfidia puede ser tan grande, que en los hombres se geste la idea de un monstruo que llevó por nombre Judas Iscariote? Sólo importa lo que Tú sabes, pues la verdad absoluta sólo tiene cabida en la sabiduría infinita de Dios.
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