Para los ojos del pequeño roedor, nada había más gratificante que el destello despedido de una fresca y olorosa semilla, arrinconada en lo profundo y parapetada entre el pastizal inocente. Pero las situaciones fluctuaban día con día; cuando el Sol se asomaba era la tierra la que como oro brillaba, ocultando un tesoro debajo de ella. Era la innata candidez lo que procesaba variantes cada vez que despuntaba el alba.
Silente, como un sabio que se reserva sus filosofías, ahí estaba el animalito limpiándose las orejas para ir después en busca del anhelado premio a su odisea. A nadie parece importarle su sufrimiento, ni se impresionan con su astucia. Acaso pateen su madriguera, quizá la pobre ardilla sin su hogar se quede, alguien la desampare. ¿Quién sabe? La gente va de prisa, ocupada en asuntos serios. No piensan jamás que el alimento de un pequeño roedor pueda ser trascendental, o la destrucción de sus dominios. La vida tal vez sea así.
El Sol brillaba con toda la intensidad que sus poderosos rayos le permitían, y esta vez le concedía la gracia de fulgurar al jardín del sur. En el del norte, el reino seguía muerto. La araña dorada no acababa de encaramarse al amplio muro humano que se había erigido sobre el campo virgen.
Ahí lloraban. Pero no eran lágrimas de seres racionales. A nadie le importaba que los pobrecitos se lamentaran de ellos mismos y se apenaran de los reyes del mundo, dotados de inteligencia, pero con las mentes masacradas por la crueldad.
¿Qué se podía hacer al respecto? Estaban invadidos e inermes; injusticia de lo terrenal. Había un mundo, pero todo fulminado por el rayo del odio.
Los ojos de la ardilla cesaron del llanto. Comprendió que no había por qué sufrir por la falta de criterio ajena.
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