Había aros a su alrededor, lo recuerdan bien, pero no les prestaron atención. Y un extraño objeto que daba vueltas en su interior, así, con vértigo, impulsado por su propio corazón. ¿Pero quién iba a escuchar aquellas palpitaciones, aquel ruido de metales que se abrazaban? Seguían hablando de cosas sin provecho, mientras que las aves se aburrían de dejar huellas en la tierra y alzaban sus vuelos. ¿Quién iba a contrariarles, quién se atrevería? Vivían en un pozo sin fondo, en una eternidad terrenal, y ellos existían, y sus pláticas continuaban sin que algo de ello pareciera importarles. Las charlas eran insustanciales, vagas; estaban ausentes del planeta y sumidos en el universo falso de la humanidad.
No notaron cuando una estrella cayó del cuelo y azotó en la puerta con un ruido seco, sin dañar absolutamente nada, enterrándose. Los remolinos se formaban en la pared, en el cielo y en el jardín, tras las rosas, deformaban y hasta parecía que derretían la materia, las sustancias, el todo.
Pero el dinero era más importante, ése sí brillaba de verdad, y la Luna era una ilusión en el océano, una mancha blanca sin vida y sin valor, pues nadie podía alcanzarla con sus manos, poseerla. ¿Qué iban a hacer ellos, el mundo? Un ángel blanco caminó a un lado y ellos callaron. Su plática no cesó por mucho tiempo, se dividía en prórrogas, tomaban aire. Las cosas sucedían porque sí, y a ellos les excitaba esa idea.
Eran fantasmas, recuerdos de lo que fueron, siluetas rojas, siluetas de la desaparición y el caos natural. Vivían, y estaban muertos. Tenían tiempo de estar en ambas condiciones simultáneamente. Al momento de nacer las adquirieron, murieron, por vivir en este mundo. Las cosas afuera de sus límites no tienen sentido, pierden la trascendencia con la que arribaron, se pudren y se funden en la nimiedad. Si abrieran los párpados, la vergüenza los destrozaría.
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