Hambrientos de poder y sedientos de sangre, más que de alimento y agua,
ellos se revolvían entre sus propias barreras artificiales. Los nuestros
los contemplaron desde el refugio con rotundo desdén, una mezcla de
satisfacción, preocupación y ansias. No eran muchos.
Pero aquéllos eran organizados y esforzados. Trabajaban con más dureza
que sus propios esclavos, levantando la empalizada y fortificando sus
intenciones. Nuestros hombres sólo podían limitarse a mirar: estaban
quedando atrapados dentro de su propia ciudad.
La muralla de madera que aquellos hombres de rojo realizaban era
rotunda: circulaba todo el exterior de nuestra ciudadela. Sin duda,
estaban bien curtidos en las técnicas militares. Nadie podía creer la
hazaña que estaban realizando: no se habían tenido noticias de un asedio
tan increíble en toda la historia. Poco a poco, las sonrisas de los
nuestros fueron desvaneciéndose; se transformaron finalmente en muecas
de horror. Los romanos estaban cumpliendo con su cometido.
Encaramados en las murallas de piedra, los galos observaron a los
romanos levantar la fortaleza de madera sin precedentes que encerraba a
Alesia en un gran círculo. Pretendían dejarlos sin escapatoria. Nuestros
hombres previamente habían quemado toda la tierra aledaña, fértil y
rica en alimentos primos, para que los enemigos al asediar sólo
encontraran cenizas y destrucción y tuvieran que retirarse por el hambre
y la necesidad de descansar.
Pero el comandante hostil no pretendía cejar en su empeño. Tenía
atrapados en Alesia, el último refugio, a los galos. Éstos se habían
escurrido hasta la ciudadela, escapando de las feroces espadas gladii de
los romanos. Eran tan pocos a comparación de los nuestros, y sin
embargo su fiero azote estaba tornando los ánimos de los guerreros en un
miedo trepidante e intenso. Ahora, resguardados en Alesia, sólo
esperaban el momento decisivo: ¿sería que podrían expulsar para siempre a
aquellos romanos invasores de la Galia, o ellos vencerían y nos los
someterían como esclavos, como basura?
Y ahí se encontraban: cien mil galos que habitaban la ciudad de Alesia,
albergando a otros cuarenta mil guerreros recién llegados de los campos
de batalla, que huían del enemigo. Sí, ahí estaban: mirando desde las
inmensas murallas de Alesia cómo una pequeña porción de Roma, apenas
diez legiones, los rodeaba para dejarlos sin escapatoria.
Julio César no pretendía luchar cuerpo a cuerpo. Sus soldados eran
capaces, pero no pretendía tener bajas significativas en su ejército. Su
técnica fue mucho más cruel como inteligente: ¿los galos se refugiaban
en su fortificación? ¿Sí? ¡Pues que se acaben sus provisiones, que
mueran de hambre, que nadie dejaría escapar ni uno solo de esos
bárbaros!
Trabajando como obreros, como esclavos, con el ímpetu bravío y la moral
por los cielos, los legionarios levantaron dos tremendos muros de tablas
y palos alrededor de Alesia y de sí mismos: uno al frente, rodeando la
gran ciudad, otro detrás de ellos, para protegerse de los refuerzos
galos que podrían llegar. Ahí los miraban: se habían encerrado a sí
mismos, entre púas, torres de vigilancia y arqueros apostados cada diez
pasos.
¡Oh, quién dijera que la gloria de los galos, su honor, sus
convicciones, estaban casi a punto de ser condenadas! ¿Es que acaso los
romanos pondrían fin a sus rebeliones? ¿Es que debían ser sumisos de
nuevo, como viles perros, ante los atacantes?
. . .
La desesperación invadía poco a poco los espíritus animosos de nuestros
bravos guerreros. Un mes atrapados, con las provisiones de grano
terminadas hacía poco, los pobladores de Alesia se retorcían de hambre.
Algunos, con su honor quebrado, comenzaron a ver con ansias de saciar su
necesidad de alimento a los cuerpos de los muertos, a los ancianos, a
los enfermos... ¡comerse a sus mismos compañeros! Deliraban aquellos,
estaban proclives al descenso a la locura, pero rendirse, ¡eso jamás!
Las tentativas de paz habían fallado. Los romanos no iban a retirarse.
¡Querian ver muertos a los nuestros! ¡Ni un paso atrás darían ahora que
habían llegado tan lejos, que los habían acorralado!
Transcurría un día, y otro, y otro más. Aquellos estómagos exigían la
comida que no les era otorgada, porque se terminaba a velocidades
preocupantes. Alesia no estaba destinada a ser el refugio improvisado de
miles de guerreros.
Finalmente hubieron de tomar la cruel decisión crucial. La ignominia se
nos viene al rostro al recordarlo, y la sangre hierve en nuestros
cuerpos. Pero la Historia es fría al repetir los sucesos llenos de
vergüenza.
Vercingétorix, nuestro líder, expulsó de la ciudad a mujeres, a niños, a
ancianos, a enfermos. A las familias inocentes. Sus propias familias.
Las pobres mujeres galas, con sus niños en la mano, hubieron de salir a
morir de las puertas de Alesia. La comida no alcanzaba para ellos.
Salieron a la muerte, a la desesperación, al inframundo en nuestra
tierra. Una fila casi interminable de bocas que ya no podían ser
alimentadas por el escaso trigo que quedaba en la ciudad, el cual sería
sólo destinado a los guerreros que aguantaban.
Las puertas de Alesia se cerraron tras los civiles que quedaron
desamparados, a su propia suerte en tierra de nadie, entre la inmensa
muralla de su ciudad que ahora les daba la espalda, y la empalizada
enemiga, a la que se dirigieron.
Clemencia pidieron los nuestros a los romanos. Una multitud llorosa,
expectante, acongojada, desesperada de mujeres y niños arrodillados
frente al asentamiento rival, gritando piedad. Lanzados a la tierra y
las cenizas, con lágrimas agrias y ardientes. Pedían comida. Pedían un
sorbo de agua para los niños. Lo pedían por los pequeños. Lo pedían por
los dioses, lo pedían por consideración y humanidad.
César los miró, luego agitó la mano con desdén. No iba a recibir al
enemigo. Dejaría que aquellas, nuestras familias, perecieran de hambre.
Los gritos de terror arreciaron, las peticiones de clemencia se elevaron
al aire. Cientos de rostros pálidos, demacrados, de las pobres madres
que llevaban a sus hijos en los brazos o de la mano, algunos
desfallecidos por la debilidad, cuyas voces no serían escuchadas jamás.
Morirían. Pero era necesario.
Despuntaba una nueva alba y una pila de cuerpos de los civiles,
inmóviles por la inanición, se encontraba rebotando los rayos del sol
sobre el campo. Nuestra gente, a nuestra gente los romanos se la
llevaron. ¡Por ello han de pagar!
Un día, al horizonte, entre los bosques frondosos rebosantes de aves
libres, brotó de pronto una bandada de jinetes a todo galope en
dirección a Alesia. Eran una cantidad desorbitante, una inmensidad de
lanzas y espadas largas, de cascos y crines al aire, que no vacilaban,
hacían temblar la tierra con su galope y con todo empeño trataban de
alcanzar el sitio del asedio.
Parecía que Galia entera sonreía. Incluso los dioses. ¡Eran nuestros
aliados, y les cuadruplicaban en número a los legionarios enemigos!
Sabrán los dioses cómo habrá tomado la noticia César. Probablemente haya
tenido el miedo que le faltó en todo el mes del asedio. Pero la espera
estaba llegando a su fin. ¡Era el momento de nuestros refugiados para
atacar, para derrumbar sus muros endebles, para acometer y masacrar a
esos malditos!
Los enemigos se resistieron con ímpetu. Apostrados en sus torres de
vigilancia y encaramados sobre la empalizada que improvisaron muy
efectivamente para el asedio, les desataron una tormenta de flechas a
nuestros aliados. Uno tras otro caían ensartados por jabalinas y
flechas, o descalabrados por las piedras que incluso lanzaban. Las
catapultas romanas cumplían su función con disciplina, lanzándoles
incendiarios, haciendo arder la hierba, los árboles y a nuestros
guerreros. La decepción veía la luz en los rostros de los galos
atrapados en la fortaleza, quienes observaban cómo caían cadáveres
deslizándose de lomos de los caballos que impetuosamente intentaban
ganar el espacio desde el bosque al lugar del asedio.
Para cuando los aliados llegaron, su número se había diezmado y la moral
los abandonaba. Aún quedaba la parte complicada: tenían que saltar el
muro de palos que los romanos habían levantado en torno a ellos, y
aquella tarea no era en lo absoluto sencilla. Los que saltaban a escalar
eran bienvenidos con certeras flechas punzantes en sus cabezas.
¡Era momento de atacar, por la gloria gala, no había que esperar más! ¡La sangre celta hervía en los nuestros!
Desbocados, con el ideal de libertad y la furia resonando en sus
corazones, los galos que quedaban resguardados salieron al ataque para
intentar franquear las líneas enemigas del lado contrario. De este modo,
los invasores tenían un ataque mutuo, por dentro y por fuera. ¡Ah,
conocerían el poderío de las armas arvernas, la fuerza de sus brazos, el
ímpetu de sus corazones!
Fueron bravos en su lucha, fueron nobles y dignos en su honor, cayendo
uno a uno por Galia. Sus esfuerzos lograron derrumbar paulatinamente las
murallas de madera romanas, y adentrarse en sus campamentos. Aún así,
el enemigo mantuvo en raya a los nuestros, obligándolos a ceder el paso.
Eran torpes a distancia, con pocos arqueros capaces, pero bastante
diestros en el combate cuerpo a cuerpo, y ni la enorme corpulencia que
destacaban los arvernos lograba aplastar la resistencia.
Hubo de durar dos noches aquella batalla, tiempo suficiente como para
que los galos, de los que restaban en pie solamente la mitad, hicieran
flaquear uno de los puntos débiles de la empalizada y pretendieran
entrar como liebres a la guarnición romana. ¡Los que asediaban se habían
convertido de pronto en los asediados! ¡Así de grandiosa fue aquella
batalla!
Alegría les daba a nuestros hombres ver la desesperación impresa en el
rostro de uno de los generales romanos, que no podía contener la entrada
invasiva gala al campamento, haciéndoles frente como le era posible.
Enviaba éste más y más refuerzos al área debilitada, concentrándose casi
toda la magnitud de sus tropas en ese pequeño resquicio, y uno a uno
aquellos hombres de rojo eran aniquilados, ultimados con todo el poderío
y la valentía que los galos ostentaban.
¡Parecía la gran esperanza! Gozaron, seguramente, nuestros bravos
defensores de Alesia, al mando del siempre ilustre Vercingétorix, del
rayo de luz que se abría paso en la batalla, Roma parecía caer. ¡Pero la
confianza siempre es traidora!
Nadie podía esperarse que el gran general romano tenía un as bajo la
manga. ¡Mandar cohortes a atacar por la retaguardia, tomando por
sorpresa a nuestros guerreros tribales! Nuevamente los galos parecían
atrapados en lo que suponían dos tremendos muros rojos: el campamento
romano que atacaban y las hileras romanas que aparecían por detrás de
ellos.
La mirada del comandante Labenio (quien dirigía el área débil),
desesperanzada, así como las de sus hombres tremendamente agotados por
el combate, brilló de nuevo al ver los refuerzos llegar por detrás.
¡Aquellos romanos desmoralizados, aterrados por no poder contener en esa
porción de terreno a los galos, se volvieron a llenar de fuerzas,
recobraron energías, sus malditos pechos volvieron a resonar con gritos
de guerra, al ver en lo alto de su majestuoso caballo, ondeando su
enorme capa roja, al mismísimo Julio César blandiendo su espada contra
nuestros hombres!
Repartiendo mandobles con su enorme gladius, montado en su blanco
corcel, el enemigo estratega demostraba así su ausencia de temor por
enfrentarse en medio de las filas como un soldado más. Y nuestros
rivales, esos impuros invasores renacieron, se llenaron nuevamente de
coraje y de valor, y acometieron con el doble de ímpetu contra nuestros
desguarnecidos guerreros, los últimos en combate.
Las rodillas sin vida golpeaban la tierra y hacían rebotar sus cuerpos
yertos, las cabezas rodaban, los gritos hacían eco en el cielo y
volvían. ¡Oh, destino infortunado el de Alesia, el de Avárico, el de los
arvernos, el de la Galia entera!
Con los dioses cenarían aquella noche cien mil valientes, dignos de la
tierra que los vio nacer, y que ahora los soportaba inertes, sobre la
hierba teñida de rojo y la tierra revolcada por la violencia.
Roncos, cansados, hinchando sus pechos, con las espadas rojas en alto,
los enemigos gritaban victoria mientras pisaban los cadáveres frescos de
nuestros compatriotas. Algunos pocos huían, y los enemigos, demasiado
cansados, no hicieron esfuerzo alguno por perseguirlos.
No huyó el siempre glorioso Vercingétorix. Viéndose solo, depuso sus
armas, plantándose ante César. No humillado, sólo vencido. Lanzó su
espada, su escudo, su armadura a los pies del enemigo, y se puso a su
disposición voluntariamente como sólo un valeroso galo digno de llamarse
así podría hacer: un galo prefiere la vida entera de esclavitud antes
que la muerte honorable, pues para que nuestros dioses puedan ser
adorados, es necesario que nos conservemos vivos, así llevemos una vida
de penurias.
Cayó Alesia, la última resistencia gala, el suspiro de nuestra
independencia. Así fuimos aplastados por las cáligas romanas, así nos
azotó el fiero látigo de la opresión. Galia no volvería a soñar, por
lo menos pronto, por un futuro de libertad. Presos y esclavos de
nuestros enemigos, que invadieron nuestras sagradas tierras, que
ultrajaron a las nuestras, que asesinaron fríamente a estos pueblos.
Y la siempre
gloriosa Galia, sólo sería un conjunto de provincias romanas más.