Bienvenidos!

Bienvenidos.
Gracias por visitar el pequeño nido del cisne.

Cuento con un pequeño compendio de escritos que van resultando de luces esporádicas de imaginación. Ratos de cielos color violeta sobre mi cabeza.


Escritor amateur, graduado de Letras, aunque lejos de los mejores honores. Aficionado también a la Historia y a la Filosofía.
Espero que encuentren amenos mis breves relatos. No aspiro a nada, pero me alegraré de saber si al menos una persona logró cautivarse un par de minutos. Supongo que eso hace la diferencia entre una rutina trazada y un devenir diferente.

¡Gracias de antemano!

lunes, 26 de septiembre de 2011

37. Depravaciones.



Uno, dos y tres, atrocidades jamás contadas al común denominador de la sociedad. Cuatro y cinco, quizá una más, seis. La gente lo llamaría perversión en un caso escrito, meramente literal, y algún especialista me hablaría de una parafilia psiquiátrica criminal. Rip, rap, hacen las tijeras luego, mientras pienso que yo lo llamaría causa y efecto. Después de todo, cualquier cosa que en el aire suba, tiene que bajar, y así las causas sociales crean mis consecuencias. Una y dos veces reacomodo mis gafas protectoras, tres y cuatro enjugo el sudor de mi frente con una esponja ya roja que siempre está a la mano.

Sólo quiero mi parte de recreación. No es justo trabajar sin retribución. Nadie lo soportaría. Y las recreaciones en las que participo deben ser estrictamente solitarias e invisibles.
Seis, siete, ocho, nueve y diez, cuento con los dedos de mi mano izquierda, luego de haberla enfundado en un guante esterilizado. No vaya a contaminarse el producto de mi labor. Y mientras me relamo los labios, me siento un héroe al librar al mundo de la plaga. Yo acomodo a los "indeseados" en el mejor lugar en que podrían estar, lejos de recibir ataques de la horda imperialista enardecida. Sí, soy un héroe, un ángel, que nadie me juzgue, pienso mientras tomo unas pinzas. ¿Diez, u once? Es cierto, fueron once. Once contados este mes... al menos hasta ayer. Qué mundo tan injusto, pienso antes de contar mentalmente: "once, doce...". ¡Doce hasta hoy, es cierto! Soy todo un asesino serial, casi exclamo mientras con las pinzas extraigo las entrañas del cadáver, para dejarlas en refrigeración.

Las cosas de las que me preocupo, pienso después mientras arrastro el cuerpo hasta el sótano, golpeando la trampilla que tiene grabada la imagen de una estrella de seis puntas. ¡No me miren a mí! Tantos en la sociedad me aman por eso, que ya no sé si lo que hago está bien o mal. Sólo sé que es divertido.

Luego aspiro el aroma y me vuelvo a asomar al refrigerador. Ahí está lo que extraje del cadáver, dejándolo vacío. Sonrío en medio de mi asquerosa locura criminal. ¡Gran banquete para mañana, he dicho!

viernes, 23 de septiembre de 2011

36. Holocausto.






   Ante las últimas horas para que el mundo sucumba, las cosas no pueden ir peor, los seres humanos no han aprendido a reaccionar. Pero estaba dicho, se hallaba bien establecido. La noticia de que el mundo al fin se acabaría se esparció como se esparce un relámpago por el cielo.
   Pocos creían lo que inevitablemente pasaría, y ante unas nubes cargadas de lluvia y desgracia, se reunía  la gente en familia para despedirse de lo que fue, de la vida que les tocó compartir.
   Antes de que los primeros rayos del sol despuntaran, se les había profetizado el cataclismo final. Era algo inverosímil, porque no había ninguna muestra de muerte en el ambiente, las desgracias no se presentaban y las horas pasaban, testarudas. 
   Que el tiempo se arrastre, que el tiempo gatee, que no avance con la convicción infundada que lo caracteriza, y que vuelva el rostro por única vez, para que descubra lo que ha dejado tras de sí y se compadezca, detenga el Holocausto, congele el dolor y al Sol que lo aprisionan ya las nubes. Las súplicas no le bastarán. No le bastan porque para él nada tiene valor, ni siquiera sus hijos los minutos. No hay principio, no hay fin; el tiempo es un dios que, junto con el espacio, serán los únicos sobrevivientes después de la destrucción del mundo.
   El dinal de todo se acerca y el dio no se termina en el ambiente. Aún a pocas horas de la muerte, las personas siguen culpándose unas a otras, siguen existiendo los abusos, no aprenden a hermanarse en los instantes en que más goza la contrariedad.
   Por eso, inevitablemente, todos moriremos, porque como humanidad nos lo merecemos, porque no tendríamos que esperar más y porque somos la especie más imperfecta del mundo.

35. Crónica de un alma dominada por el desquicio.





   La acritud de la sociedad y sus manifestaciones taladrantes habían hecho crecer en mí un sentimiento abominable hacia el cosmos que ya yacía con menor intensidad en las tierras de mi corazón. Nunca fue mi culpa de un modo concreto. Las situaciones pasaron vertiginosas, sin dominio de mi propia mente.Lo recuerdo bien todo.

    Una persona que pasó con la más absoluta serenidad por la vía volteó a verme y encendió sus ojos de lumbre, con ráfagas de reto sin consumar, y creí leer en sus labios indudables frases de odio fundidas en su extraño espíritu inquieto, lanzadas a propulsión sobre mi alma con toda intencionalidad. Dentro de mí, rebullían leones dormidos, aplacados mentalmente desde sus últimas manifestaciones en los senderos que cursaba en mi niñez. Entonces es cuando siento acelerado mi flujo sanguíneo, que arrastra plomo y basura, y que hiere cada centímetro interior de mi ser.

   Parece que la persona desconocida frente a mí, con sus ojos ígneos e intensos, desprendió de su monótona postura sus victimizantes garras, de zarpas afiladas, que ineludiblemente se dirigían a mi centro, a mi fuente carmesí de la vida, el oro que tanto protejo. ¿Era esto real? ¿O mi mente alterada jugaba con mis emociones? No tuve miedo de la quimera antropomorfa: con voluntad desconocida mi mandíbula se tensó y provocó un rechinido agudo e incómodo en mis muelas. La furia encarnada traspasaba los límites tolerables, penetraba sin permiso en mi aura, me hacía suyo. Me sentía peor que un cúmulo de dinamita andante, a tres segundos de estallar.

     Era él una figura amorfa ahora, una mancha de tinta en mis ojos. Su mirada extasiante seguía quemándome, yo a punto de perder los estribos. Era una situación de un descomunal carácter psicodélico, una maraña de ideas mal concebidas. Desde mi infancia, no había temido tanto por mi integridad, ni había repudiado tanto a un ser, vivo o muerto. Mis puños, algo separados ya de mi mente, temblaban viscerals queriéndose escapar de mi cuerpo para actuar con autonomía y sin represiones de conciencia alguna. Y cuando la condena a mi pretérito estoicismo dejó caer su látigo sobre mi cuerpo físico, toda humanidad se desvaneció: la presencia que ante mí se formaba me sonrió, aparentemente sin ninguna amabilidad, y su garra extendió por lo bajo. Al volver a encontrarme con su fogosa mirada de diablo y su silueta umbría, mi conciencia pasó a segundo plano, mi moral se pulverizó.

    Fue tiempo del ataque inadvertido. Ráfagas de aire caliente me cortaron mi respiración y me marearon al punto del desvanecimiento; no obstante, mis puños obraron con más fortaleza de la que pude pretender, como nunca, apretando la garganta del transeúnte desconocido. Dentro de mí, en mi océano interno de sangre hirviendo, una serpiente marina de aspecto terrible asomaba su cabeza formidable sobre la superficie del líquido rojo y chasqueaba sus fauces: era el dolor del dominio ajeno, incluso un sentimiento que a todas luces resultaría inverosímil. Pero lo era. Mi cerebro me dictaba que matara al hombre que supuestamente me confrontaba.

    Al primer hundimiento de mi navaja personal sobre su cuerpo, sentí que mi entorno se disfrazaba burlonamente en otra dimensión. Tras de mi víctima, veía el fuego, ¿quién me iba a decir que no estaba en el mismísimo infierno? La boca de una cueva, luego dos cuevas, luego tres, aparecían alrededor de nuestros cuerpos, en sincronía con las mortales heridas que le aplicaba al hombre. Mis oídos no percibían los aullidos que en la dimensión convencional lastimaban con su sonoridad.

    Mi boca se agitaba, pero no era yo, me veía como una víctima inerme, aún más que el hombre al que la vida se le escapaba por los orificios que mi navaja le propinaba. Eran situaciones que en un delicado trance se volvían cruciales. Mi furia se expandía colateral como un bravo océano bajo un ciclón titánico. Diez, y once, y doce, y perdí la cuenta, no me importaban los impactos del filo en la carne, no me importaba mi vestimenta, otrora blanca, que estaba presa de la evidencia más refulgente. Mi rostro representaba una personalidad diferente, diabólica, salpicada de un frágil color escarlata.

    Supe que el mundo se ennegreció ante sus ojos cuando no pude notar más el fuego en su mirada, cuando su sonrisa se había tornado en una horrible mueca petrificada, cuando sus zarpas perdieron todo vigor y toda chispa. Esa fue mi pobre anestesia, el dolor que sólo a mí me revivió. La caída de la navaja, su cuerpo y el mío constituyó una única precipitación ya fusionada. Fue cuando sentí un desaplomo en mi alma, una necesidad visceral satisfecha.

    El odio se escapó de mi cuerpo tan presuroso que cuando llegó. Yo estuve tirado, observando ahora con mis verdaderos ojos el crimen que a todas luces se me imputaría: el asesinato de un pobre anciano inocente y desconocido, que a mí se me había acercado con toda amabilidad a saludarme a los contornos de mi casa por motivos que para siempre ignoraré.

    Mi mente había jugado terriblemente conmigo. No podía perdonarla.

    No era mi culpa, de eso estaba seguro, y lo seguí estando cuando las personas irrumpieron al jardín de mi casa señalando ambos cuerpos: el de él, hecho un amasijo deshumanizado por la navaja, y el mío, con el brillo sanguinoliento que me denunciaba. Al levantar las manos y mostrar que me hallaba desarmado, me pregunté por qué no mejor me otorgaban la opción de esconder el cadáver en mi patio, como si nada hubiera acontecido, reivindicándome y siguiendo mi vida en paz. Era molesto ver a la gente condenándome por un hecho del cual yo fui víctima. ¡Soy una absoluta herramienta de asesinatos, moldeada por la misma sociedad! ¿No lo ven? ¡Soy una conglomeración de emociones que me gobiernan por los múltiples traumas de mi niñez! ¡Ayúdenme, no me condenen, soy una víctima!
La gente debería comprenderlo, pensé mientras me sometían.

    Y cuando mi barbilla tocó el suelo frío, mientras un cuerpo me contorsionaba, volví a ser presa de otra ilusión de la que no podía desprenderme. Las personas a mi alrededor se convertían poco a poco en sombras oscuras con ojos de fuego, que me miraban lentamente con sus sonrisas demoníacas.
No era yo. Sólo una idea se agolpaba en mi mente, multiplicándose de forma autónoma:

    ¡MATAR, MATAR, MATAR...!

jueves, 22 de septiembre de 2011

34. Soledad

La soledad, arrebato de furia
Tramando la sentencia sideral;
Del existir la gran plaga espuria,
Inclemencia de fervor pasional.

La estaca que, como a la corteza,
En fiel pie hunde su estructura
Tras capturarse en la aspereza
Queda estancada en la cordura.

Mazmorras tangibles: juego de niños;
En las blancas paredes de armiños
El sufrimiento suele ser audaz.

La emoción se incrusta a la mente
Alucina y perturba de repente
Con la burla y esencia mendaz.

33. Apatía

¿Quién, tras el espejo, asoma despacio
Con temor banal, medrosa mirada?
Que por algún resquicio, despistada,
Su destello fiel de oro y topacio,
Pero tan irresoluta y apocada
Entrever deja la marca del cansancio,
Mas del gozo y la dicha extraviada
De la fantasía cruel traspaso.

Hinca su brillo ocular el infante
Presa de la lágrima candorosa;
De la magia le privó algún tunante
Que la vida nos brinda generosa.

A tierna criatura, fin diferente.
¡Necia muestra de apatía al mundo!
¡El destino de éste es el presente
Del que el hombre deja moribundo!

martes, 13 de septiembre de 2011

32. El violinista

  
   Por el bosque de troncos seculares se escucha la melodía del mundo, que contiene los secretos del universo, reflejados en la candorosa armonía de sus arpegios. El rompecabezas puede armarse con ella. 
   Detrás del árbol Rey, situado con comodidad, una criatura misteriosa de pequeños ojos y de pasividad absoluta empuña su violín como si de un arma se tratase, y lo maneja con la destreza exaltada de un mago para interrumpir el silencio. Salvo las hadas y las luciérnagas, nadie más puede escucharla, y aun éstas se empeñaban en un principio en no prestarle la debida atención.
   Como si en ello se le fuera la vida y el alma, la extraña criatura de tímidos ojos exaltaba cada nota arrancada de su violín, quizá ignorando, o quizá no, de los efectos que comenzaba a producir.
    ¿Quién sabía por qué los lobos detenían sus persecuciones en jauría y cerraban sus fauces de repente, con los ojos desorbitados?
   ¿Quién sabía por qué ciertas lucecitas muy pequeñas a través de los árboles y la neblina, comenzaban a danzar misteriosamente al compás de la música?
   ¿Quién se explicaba, si es que alguien se percató, que la Luna salió de su morada antes de lo ordinario, y seguía con la mirada nívea aquellas notas invisibles?
   Y las bestias caían rendidas de la nada, una a una. Se acababan los colmillos blancos. Esa música quizá hablara de paz y de unidad, de amor y fantasía, de magia y de poder.
   Y las hadas con timidez, desplegaban sus delicadas alas y las agitaban para destilarlas, mientras se incorporaban y abandonaban las orillas del lago sagrado, hechizadas.
   Los duendes asomaban la nariz de los troncos. No era algo común que despedazaran el silencio de una forma tan grata.. ¿Quién fraguaba el cambio universal, quién osaba romper la continuidad de la vida en el bosque prohibido?
   Y de pronto, mientras el Halcón de plata se posaba en la más alta rama de un imponente abeto gris, lo comprendía todo a la perfección. Para ellos, para la comunidad. para el universo, los tiempos habían cambiado. Con la llegada del violinista intrépido, un nuevo ciclo comenzaba, y esta generación debía cederle el lugar.
   Eso no generaba en el halcón de plata ni el menor indicio de miedo. Chasqueó su monstruoso pico de metal y aguzó la vista, indagando entre el ramaje. No muy lejos se hallaba el árbol Rey, de lo prohibido y lo quimérico. Bajo su cobertura, con la tranquilidad de un músico entregado al goce y al disfrute del arte, se encontraba sin lugar a dudas el causante de la revolución. El halcón de plata notó que sus pequeños ojos le brillaban, y se preguntó con seriedad quién le habría enseñado tan milenaria y sabia melodía a esa joven criatura de aspecto tibio y delicado.
   Con osadía, extendió sus alas y fue a posarse en una de las ramas del árbol rey para escuchar mejor. Bajo él, desfilaban las quiméricas especies del bosque. Los zorros ígneos y las plantas andantes no se detenían, eran atraídos por la música. El halcón de plata se sobresaltó: revelaciones fortuitas cobraban forma ante sus ojos metálicos. Ahí estaba todo. El bosque entero perecería esa noche por las notas de la verdad emanadas del violín legendario, para darle paso a una nueva era. Uno tras otro, las criaturas fallecían en su desfile. 
   El ave agitó la cabeza. Se presentó ante él la esencia de la verdad, la figura de la magia y la llama eterna del poder y la destrucción. Lo era todo aquella canción. No había más que decir con tal revelación única en él. Era el nuevo cielo, la nueva era.
   Y el halcón de plata azotó muerto a los pies del violinista.

31. Circo.


    

Cansado del circo. Cansado del espectáculo. Cansado de un mañana. No soportaría salir una vez más. Me lo dice el ruin espejo que diariamente se subyuga ante mi rostro demacrado, como si éste fuera tan imponente. Me lo dice mi vida que rueda por las calles y se revuelca en el fango, sin más que decir o efectuar.
   Las percepciones directas de la realidad suelen tener consecuencias devastadoras para los que de este oficio vivimos. Y esto, en repetidas ocasiones, puede causar una depresión incurable que repercute en el trabajo.
   Cuán triste es la vida de un payaso! Ser víctima de las burlas mientras falsamente se intenta ser el receptor de aquellos aplausos y aquellas risas, cuando el hombre tras la máscara de pintura no vale nada, no es lo que el tumultuoso público desea.
   Yo no doy gracia natural. Yo soy un ser infortunado e infeliz. Mi alter ego es lo que quiere la gente. Es el que se zambulle en sus gracias y bromas cuando sale al espectáculo, cuando pisa el escenario y les roba sonrisas a los niños mientras él también esboza una sonrisa a su vez. Yo soy la sombra que va arrastrando con pesadez, casi como un obstáculo en su carrera. Es el que le impide llegar más alto que ese circo corriente en donde fui contratado para sobrevivir. Es quien frena al payaso, el que le pide de favor al oído que no salga una vez más a la pista a hacer el ridículo, que las ganas de continuar ya se esfumaron, porque mi imagen ya está denigrada hasta lo indecible mientras la de él sigue intacta y perpetuada en una armadura de maquillaje y falsas sonrisas. Así que he decidido que ya es suficiente.

30. Percepción felina.

 
   ¿Qué hace el gato mirando hacia la Luna tan fijamente, como si no hubiera un mañana? ¿Qué pretende escudriñar en su blancura? ¿Se percata acaso de algún misterio milenario que nuestra doncella nos ha querido ocultar desde el principio de los tiempos?
   ¿Qué haces, gato, al observarla con ese detenimiento tan abismal, con esas pupilas tan dilatadas? Son preguntas de las que jamás obtengo respuesta. Encaramado en la parte de mayor riesgo de la barda, simplemente se dedica a la contemplación; una caída le vendría floja. ¿Meditará sobre la existencia de nuestro disco plateado, o simplemente reposa su vista y la descansa sobre la inmundicia que presenta su mundo cotidiano?
   La brisa fresca corre por su pelaje con picardía y lo agita durante algún tiempo sin cesar, pero no logra su objetivo de distraerlo ante tanta maravilla. Se queda inmóvil, no respira, está entusiasmada, está muerto, su alma no vaga por los callejones que él y yo conocemos! Pero tiene sus enormes ojos abiertos, y no los parpadea!
   Me da la señal. No estoy viendo a una negra y peluda estatua, porque su cola ha enroscado, me indica que está vivo pero que no le intereso, ni yo ni nadie.
   Entonces pienso que es un ser egoísta, que no comparte los secretos del universo que la luna le susurra con vibraciones que transmiten una voz encantadora pero prácticamente inaudible. Nuestro gato ya lo sabe todo, con su meditación, sus posturas estrafalarias y su cola enroscada, es uno de los sabios del universo, uno de tantos entre los que no figura la especie humana.
   Y no necesito más. De brinco aligerado desciende y, con una actitud envidiablemente flemática, se retira a dormir con total placidez, pues supo que el mundo está cerca de su fin.