Ante las últimas horas para que el mundo sucumba, las cosas no pueden ir peor, los seres humanos no han aprendido a reaccionar. Pero estaba dicho, se hallaba bien establecido. La noticia de que el mundo al fin se acabaría se esparció como se esparce un relámpago por el cielo.
Pocos creían lo que inevitablemente pasaría, y ante unas nubes cargadas de lluvia y desgracia, se reunía la gente en familia para despedirse de lo que fue, de la vida que les tocó compartir.
Antes de que los primeros rayos del sol despuntaran, se les había profetizado el cataclismo final. Era algo inverosímil, porque no había ninguna muestra de muerte en el ambiente, las desgracias no se presentaban y las horas pasaban, testarudas.
Que el tiempo se arrastre, que el tiempo gatee, que no avance con la convicción infundada que lo caracteriza, y que vuelva el rostro por única vez, para que descubra lo que ha dejado tras de sí y se compadezca, detenga el Holocausto, congele el dolor y al Sol que lo aprisionan ya las nubes. Las súplicas no le bastarán. No le bastan porque para él nada tiene valor, ni siquiera sus hijos los minutos. No hay principio, no hay fin; el tiempo es un dios que, junto con el espacio, serán los únicos sobrevivientes después de la destrucción del mundo.
El dinal de todo se acerca y el dio no se termina en el ambiente. Aún a pocas horas de la muerte, las personas siguen culpándose unas a otras, siguen existiendo los abusos, no aprenden a hermanarse en los instantes en que más goza la contrariedad.
Por eso, inevitablemente, todos moriremos, porque como humanidad nos lo merecemos, porque no tendríamos que esperar más y porque somos la especie más imperfecta del mundo.
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