Sintió el aire helado, demasiado húmedo, por su rostro y cuello, y un graznido agrio le pareció presagiarle el mal.
La mujer caminaba hundiendo sus botas en la superficie de nieve, y ésta le atrapaba sus pasos, la absorbía, le advertía con mudeza que se detuviera. Perpetrar en el bosque en busca de quien debió amar no la haría encontrar el sentimiento perdido al final de éste, y después de todo, ¿qué sabía ella sobre el amor?
El ruido sutil y líquido del hielo cuajándose y cayendo desde los desnudos ramajes asemejaban el glaciar de su espíritu, atacado por una llamita endeble y absurda.
Sus labios aún sabían a traición, pero era porfiada.
Si había algo que componer en su conciencia, ya la noche había caído en su interior. Tras la negrura se vuelve imposible manejar los sentimientos.
Sólo era una pobre infeliz.
Las botas aplastaban una nieve blanca y pura; a su paso, el crepúsculo difuminaba el camino y su propia traición ignominiosa.
Su luz era la violenta vergüenza, usaba cual linterna débil su confuso corazón ahora derretido, tanto como la nieve de las umbrías ramas, que parecían desmoronarse en un trágico final.
El viaje en busca de su marido no la haría acreedora a la absolución de su pasada aventura con el hombre que había prometido acompañarla hasta el fin del mundo y le temblaron las rodillas al serle solicitado que la acompañara al bosque.
Fue al son del danzante astro Rey ocultándose tras la espesura, que la mujer sintió frío de verdad, un aire gélido extraño, la pena tras la mentira.
Quizá no sería perdonada.
Un ramaje helado se movió a su izquierda y ella no se percató. Las pisadas eran blandas, cual blanda era la nieve. Algún furtivo estaba cerca de ella, no era el espíritu del arrepentimiento, no era el fantasma del pasado. Era un ente físico, un maleante, un asesino, un ladrón. Un malhechor.
Y ella pensaba en su viejo amor, cegada por la luz de las débiles estrellas.
Un hombre salió del espesor incierto, del negro hielo.
Agazapado, furtivo, tras la espalda de la mujer del abrigo de armiño, se acercaba tenaz.
Y la mala hembra, relamiendo sus labios sin enterarse de la peligrosa situación, sólo acertaba a encontrarse con el sabor que el amante le había dejado en sus labios.
Luego no recordó más. Un brazo en su garganta, un grito ahogado.
El bosque recuerda el resto; una mujer desnuda en la nieve, un hombre sagaz hurtando sus pertenencias. Y el cielo recuerda a un hombre inocente que se queda solo para siempre.
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Pequeño ejercicio de clase.
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