Su sonrisa favorece a mi espíritu y me siento aliviado al verla.
Frente al espejo, mis ojos firmes ante él, mi desgarbada figura importa muy poco ante la perfección de su belleza.
Me toma el hombro, sonríe con una indiferencia placentera ante los dilemas de la vida, y sus finas manos posadas sobre mí me destruyen cualquier defensa.
No hace falta el viento para que sus cabellos luzcan un efecto ondulado, y su poderoso color rojo deslumbre en el aposento entero.
Frente al espejo, no hace falta más que una sombra que simule mi desdicha y a la vez mi esperanza. Mi estabilidad anímica es peligrosamente amenazada con la simple idea de su presencia.
Queda morder mi labio inferior, cerrar los ojos, dejar que se acumulen las lágrimas tras mis párpados y tragarme el amor hasta el fondo de la médula.
Desear que deje de mirarme con esos ojos demasiado especiales.
Frente al espejo, sólo dan ganas de darle un puñetazo. No hay a quien dirigirme salvo a mi reverenda estupidez y mis añoranzas de las vivencias dichosas del pasado.
Hoy es un fantasma que deambula por los recónditos pasajes de mi interior, que fulmina mi corazón cada vez que recorre hasta él, que me recuerda al amargo sabor del veneno.
“Amor”, me dice, a veces. Mi boca no se complace en dibujar sonrisas ante sus aleatorios comportamientos muy poco comprensibles. Creí haber llegado a un punto en el que las tormentas ya ni se dignaban a mojarme la piel.
Frente al espejo, todo es una fantasía; tras de él me atormenta la idea de que mi vida no está. Se me escurre por los dedos, como el agua traicionera que uno salva entre las palmas y se esfuma.
Princesa, no mereces nada, pero te amo.
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