Golpe con eco y sonoro, terriblemente placentero, y esto se convierte en una devastación. Nada que me cause una satisfacción personal más refulgente en mi inquieto corazón. Nunca me he molestado en colocarle un protector de goma a mi martillo. Igual sirve, y conforme al ruido de cristales, la adrenalina corre por mis venas con indecible fuerza.
Es un espectáculo hermoso, verlos volar por el aire... destruir por destruir... la simple participación casi divina de mis energías en tendencias negativas para la sociedad, positivas para mi ansiedad.
No soporto verlo intacto. Mi aspereza debe entrar en acción de la forma más violenta. Justo o no, es el óleo artístico de mi desprecio hacia los sentimientos humanos. Los añicos que vuelan con el golpe en el cristal se asemejan tanto a mi corazón despedazado... que me estremezco con verlos en los aires, para caer todos sin uniformidad en la tierra humillante.
Adoro ver el vidrio quebrantado por un malvado. Me encanta destruir propiedades ajenas, por el placer de hacerlo, de delinquir, quizá. O es algo más. La inocente estructura indenfensa y frágil que es muerta a manos de un abusador. ¡Cómo río, y cómo lloro ante ello!
Cuando un ave cae de su nido, cuando no canta más por la mañana... el mundo entero cambia. ¿Quién me hizo fallecer? Esa es la cuestión. Es culpable de lo que llaman vandalismo, y que yo nombraría venganza, o tal vez represión. Romper corazones es divertido cuando uno lo hace. Y ser delincuente parece extremadamente emocionante. ¿La mezcla de ello? Mi proceder.
La alarma del auto violentado me apresura para que corra despavorido, martillo en mano. Para la gente soy un vándalo, un criminal en acción. A mí no me importa, fue una hermosa descarga más de mi odio, y nuevamente, me sentí al fin poderoso al destruir la fragilidad que emula un corazón.
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