No hay relojes que no corran por su cuenta. Malditos, programados para saborear lo inexistente, educados en una filosofía surrealista. Abandonados en un abismo abstracto, se sienten perdidos mientras sus manecillas giran sin mesura. La tendencia crítica a devorar lo insaciable los desquicia por dentro, pero sus almas están subordinadas a su conciencia, de modo que no los vemos cesar en su trabajo.
¿A dónde van, de dónde vienen? La ignorancia será perpetua en sus corazones de metal. Un despliegue mental haría comprensible su absurda existencia en el plano particular. Sus días corren idénticos, presas de vórtices como fauces sin fin; una hora no difiere de la otra, sólo en estrictos puntos de separación de luz. Es curioso que para el pequeño mueble el tiempo no exista: transcurra y sea un fantasma que no tiene rumbo ni origen, y posiblemente ni fin.
Marca la fiel servidumbre el amplio paso de la estela artificial; de sus valores apenas se acuerda, y cuando lo hace no se lamenta, sino que trabaja con más ahínco, nunca flaqueando ante lo necesario, antes bien, calibrando energías mágicas, que su alma metálica le proporciona en dosis cada vez más severamente moderadas, a cada giro, a cada dinámica.
Fiel hasta el momento de morir engalanando a un tercero con su porte, informándolo sin sueldo, sin mérito alguno. Ahí está el reloj, sin vida propia, desgajando sus engranes en un intento desconocido, pero preciso, de servir. No tienes vida, reloj, porque por humanos fuiste creado y para ellos servirás, cual esclavo en jaula; tu tiempo será inconsistente, y si algún día tu existencia se corrompe, tus manecillas quedan estáticas y tu corazón no da más vueltas, habrá sido sirviendo a tu amo. Es pues, tu eterno drama particular.
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