¿Qué es de mi vida? ¿Qué queda de lo que fui? No atisbo tras el firmamento insustancial nada más que una sombra desgarbada de lo que fue un ciclo permanente de felicidad. O ni siquiera eso. Humo, niebla, polvo. Heme aquí siendo deshidratado por la carencia, agotado de vivir contra la corriente, posponiendo lo que siempre anhelé, todo por sentar las bases de la supervivencia. La injusticia se hospedó en mi alma, y a mi cuerpo lo trata como un juguete maldito: de aquí hacia allá y viceversa, una y otra vez, sin cesar. Me desgasto, me deshago entre lo mundano, ¿en dónde ha quedado el refugio paradisíaco de mi espíritu? ¿Y el calor ferviente de mi corazón dónde lo he de encontrar? ¿Acaso en el frío trato de las personas de hábitos mecanizados? ¿Acaso en el rodar de las horas entre espasmódicos congeladores infrahumanos? Y hacia allá voy, hacia allá me dirijo, velado por la crueldad de la vida aburrida. Voy para allá a destruirme a conciencia, desde el despuntar del alba silente, hasta que la Luna constituye su imperio entre las estrellas. ¿Qué otro recurso existe en mí? De quedarme a soñar, moriré. He de convertirme día a día en un hombre sobrio, caducado de ilusiones y tenaz en sus supuestas metas económicas. Pamplinas para el que no ignora las insustancialidades de esas banalidades.
Pero el único remedio es adentrarse en el río y dejarse llevar por la corriente rabiosa. Vivir para servir a los otros, ser un esclavo sin liberación, soñar con negocios y desperar para ellos: una pesadilla que gira por los canales de la eternidad sin fin aparente. Vaya vida. No quiero negarme a matar mis ilusiones, pero de no hacerlo, moriré yo mismo con ellas.
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