Quedaba su sombra, quedaba su silueta. La forma del cuerpo que en otros tiempos hubiera tenido toda la vitalidad que cualquiera desearía. El alma se evanecía, se disipaba poco a poco: injustamente abandonaba a ese cuerpo exhausto, recorría regiones inalcanzables y luego, juguetona, volvía de pronto para volver a dar otro respiro sonoro. Luego de eso, emergía nuevamente de su superficie, retozaba sobre el ambiente mientras reía, y se volvía a colar sobre el cuerpo prácticamente inerte. Los latidos de su corazón no indicaban mucha actividad, eran inconstantes, eso lo constataban los diagramas cardiacos con la fineza de sus chillidos ante cada palpitación.
Los ojos de Carolina se hallaban completamente cerrados, pero sus párpados torvos no constituían una idea de sufrimiento. Simplemente estaban ahí, caídos, pero en posición natural, casi como si estuvieran descansando de un extenuante trabajo. De hecho, su mirada estaba tan dulcemente extinguida que cualquiera hubiese apostado que dormía como un bebé. La apuesta fuera seria si de su cuerpo no salieran una cantidad considerable de agujas con extrañas mangueras que conectaban por lo alto a bolsas amarillentas; una manguera más gruesa en el centro de su cuerpo, justo en la fuente de la vida, corría hasta una máquina más voluminosa que las del resto.
Estaba fría. Fría como un témpano de hielo, como sólo sus dedos entumecidos podrían estarlo. Fría, porque su corazón se cansaba de vivir. Porque se extinguía, porque su estancia en este mundo del dolor era efímera.
Ahí estaba Carolina, conectada a una máquina que le permitía existir con el mínimo pulso y aliento.
A los pies de su cama, al borde, justo en donde la colcha caía con onduladas pronunciaciones sobre el suelo, tenía Lidia hundido su rostro entre sus brazos quebradizos, tiernos. Le parecía tener una eternidad velando por el bienestar de Carolina, pero en realidad era el sueño, el maldito sueño el que la vencía. Se había prometido mantener los ojos abiertos en una postura vigía, para que ningún demonio entrara por la ventana y le arrebatara a su mejor amiga. Ella estaba dispuesta a luchar por su supervivencia y salvarla de las garras demoledoras de la muerte.
Cuando levantó su rostro de entre sus raquíticas extremidades, y se dio el lujo de apartar sus cabellos incoloros de su rostro, se dio cuenta de lo inevitable que sería la próxima partida de su alma gemela. Sabía que esos pitidos que despedía el electrocardiograma eran más espaciados que la noche anterior, ¿o acaso las horas, incluso los minutos anteriores? El mundo había dado demasiadas vueltas desde que había perdido la conciencia. Ya nada le resultaba igual, incluso el sabor de las cosas quedaba particularmente extraño a su gusto, lo salado en vez de lo dulce y viceversa. Nada tenía sentido en la vida ya.
Y en esto meditaba Lidia cuando puso a prueba sus piernas. Tanto tiempo había velado sentada el descanso de su amiga, que sus extremidades inferiores se rebelaban ante sus órdenes. Un pie apoyó primero, el otro no le respondió. Algo sucedía en su mente, determinó mientras se incorporaba. A trompicones, ciega y con el cerebro dándole vueltas en su cabeza, se acercó hasta la cama en donde yacía el cuerpo vacilante de vida de su ser más querido en el mundo, del alma que sin duda hubiera amado en caso de haber compatibilidad. Sí, ahí estaba pero ya no despedía calor, ya era un trozo de hielo, las mejillas de la joven enferma estaban pálidas, con el brillo blanco que sólo la próxima ida augura. Lidia le tomó la mano a la inconsciente Carolina: era la mano de un cadáver. Una lágrima rodó vacilante por la mejilla de una fiel amiga que comprende la situación.
—Te mueres —murmuró.
Un relámpago surcó la superficie mental de Lidia. Fue un destello que sus ojos no soportaron, un rayo mortal de dolor, de angustia y de amargura. Tambaleándose, luego de haber soltado la mano de Carolina, hubo de afirmarse en una de las paredes más cercanas. Su mente le jugaba malas pasadas, era otro signo inequívoco. ¿Qué pasaba con el mundo? ¿Por qué el amor más puro y honesto tiende a autodestruirse? ¿Qué el mundo no se compadece de los sentimientos? ¡Qué ironía!
Procuró Lidia no devanarse el cerebro meditando trivialidades filosóficas, y volvió a contemplar el hermoso pero marchito rostro de Carolina. Una mano pasó por su mejilla quebradiza. Ya nada importaba.
Nada importaba a comparación de la tragedia latente, del olvido al que pronto iba a sumergirse la historia de una fidelísima amistad, de un contraste entre dos seres de luz, de una estrella fugaz que llegó, se presentó con toda su refulgencia y luego desapareció silente entre la espesura. Nunca, nunca más.
—Hermana del alma, yo me muero contigo.
Unas ganas de vomitar profundas. No sintió nada, aunque probablemente tendría dolor. Dolor físico, pues el alma ya no podía recibir más de eso, estaba anestesiado, estaba saturado de lo terrenal. Realmente no tenía significado ni mucho menos explicación. Del mismo modo, no había explicación sobre el electrocardiograma que, sospechosamente, había dejado de emitir sus pitidos desde hacía un par de minutos. Lidia no reaccionaba. Estaba acariciando el rostro de un cadáver.
Cuando cayó en cuenta, fue suave, porque el mismo rayo cuajó dos hielos.
—Adiós, amiga, adiós… hermana del alma… Adiós, Carolina… fuiste todo para mí.
Tampoco había muchos segundos para ella, y probablemente deseó apresurarlos. Cual perfecta novela, su cuerpo desvanecido resbaló por la orilla de la cama y cayó con sonoro golpe hasta el piso. No había lugar para mayor sufrimiento en esa estancia. Dos almas idénticas en sentimientos volaban hacia las mismas regiones siderales, esta vez para siempre.
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