Bajo un húmedo y singular atardecer invernal, el campo mágico retozaba de una vida intangible pero estática: nada, o mejor dicho, casi nada parecía ser autónomo en sus movimientos; la grama quebradiza prefería dejarse ser juguete sencillo del rollizo viento, el cual, con ímpetus traviesos, la helaba tras cada paseo entre sus hierbas. Los árboles no podían contenerse a la sinfonía del crepúsculo temprano, y sus ramas ejecutaban un vals melódico al compás de las notas imaginarias y casi secretas.
Contemplar las hojas era todo un deleite: ¡parecía como si buscaran pareja para ejecutar su baile! Era cuestión de admirar sus pequeños movimientos trepidantes, que por estar aún prensadas a las ramas, realizaban por obra del vendaval. Una y otra vez agitaban sus cuerpecitos, como en un ritual de cortejo, todas frente a todas. Cada una quería ser la bailatina predilecta, llamar más la atención, y como el ruido que el aire realizaba les imprimía un toque de sonido semejante al aleteo, parecían gritarles a las demás: "¡miren, compañeras, qué bien danzo y con qué soltura me muevo! No cabe duda de quién fue quien aprendió mejor el arte del ritmo".
Unas se aferran, otras gritan por soltarse de la prisión de las ramas. Desde las remotas alturas, el Sol rojo, incandescente, observaba cómo se desplomaban las últimas hojas del gran árbol, cómo iban revoloteando, girando en la nada, ejecutando magníficicos pasos de baile mientras caían, mientras dibujaban sus siluetas en el aire cenizo, hasta morir, quedando yertas en el cementerio del suelo, cubierto de hojarascas secas.
El Sol, apenado, se retiró tras los montes. Las hojas, antes de fallecer, cumplieron la danza de sus sueños.
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