¿En qué momento de mi existencia hubiera pensado que arribaría a estas tierras siderales, a este reino del ruego, de la falta de resignación? Te veía perfecta, tu sonrisa cálida aparecía de entre la oscuridad para mí y mis penas deshacía... Y de entre tus labios, llenos de néctar de rosas rojas, se escapaban bandidas palabras de amor, fugaces esperanzas de un dichoso porvenir.
No puedo buscar refugio; en este mundo se nos priva de él a los pecadores. No puedo tampoco implorar perdón, porque todo poder divino tiene un límite, un freno maldito. Lo eterno me demostró su máscara de falsedad con tu presencia cruzando mi camino. ¿Habría de tener fe en tu difuminada figura para mi supervivencia?
Oh, mujer del dolor, creación recurrente de mi imaginación que fuma tantas utopías, ¡detén tu veloz vuelvo y estáncate en mi infierno! Debes saber que mis manos tiemblan desordenadas con tu falta de aliento calcinando mis oídos, ¿será que les faltas tú?
Mira, contempla cómo mi mundo se derrite, como se derritiera un caramelo sobre el poblado desierto de tu corazón; mis castillos de arena se están desmoronando y yo caigo tras de ellos como un azote, presa de tu conjuro maligno. Sustenta mi pena, vive mi hambre, muere conmigo, por favor...
¿De rodillas estoy? De rodillas como me lo has pedido. De rodillas, como un idiota. Yo no sé si mereces un latido, una respiración; yo no sé si mis enfermizas cicatrices acomoden sus rastros dejándose ver ante la humanidad. Sólo sé que detrás de esta bravía colmena hay un sentimiento que no conoce la palabra salvajismo, y que se asoma tras las rejas de mi mirada, gritando tu nombre de una forma inconsciente, mecánica y repetitiva, exclamando que un alma perdida no puede sobrevivir sin tu diabólico calor.
Por siempre, soy tuyo. Por siempre, necesitaré de tu abrigo, de tus mentiras, de tu sonrisa etérea, de tu mirada, de tu alma corrompida.
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