Mi cielo perdió una estrella esta noche. Acaso haya sido mi culpa por perderla de vista. Para mí, llegó incluso a ser la luz del mundo, la razón por la cual asomarme a la ventana y sonreír viendo al cielo.
Fue una idea. Fue un suspiro. Algo que creé en mi mente. Una dependencia de algo que en realidad era inseguro.
Fulguraba entre risas, y me juraba protección eterna. Me expandía sus rayos hacia mí y me mataba. Era un veneno que yo amaba.
Me dejé inyectar, me dejé ser víctima. Pero, ¡pero la luz nunca temblaba! La más fuerte del firmamento, ésa era ella.
De la que nunca hubiera dudado su extinción. La que me hablaba al oído, podía escuchar a su luz como campanillas suaves.
Yo la abrazaba. Ella era mágica.
Yo era feliz teniéndola a ella en el cielo, fuese lo que fuese para mí. Absurdamente, creí que mi presencia también la complacía.
Quién iba a decir que me detestaba en silencio, que me guardaba un profundo rencor, que se transformaba en una supuesta decepción por algo que ni ella entendía, por algo irreal que nunca tuvo el tiempo para aclarar. Yo adorándola, cuántas ironías de la vida.
No aceptó la realidad. Desde el cielo, mi estrella creía ver mi vida y todo lo que me acontecía. Ingenuidad, esa distancia que la separa de la tierra le provoca una visión deficiente, el esfuerzo por darse cuenta de lo que ocurría no era suficiente.
Pero creyó que su juicio fue absoluto. Imaginó que lo que cruzó por su mente fue lo correcto, fue la verdad.
Y por eso desapareció de mi vista. La que menos me esperaba. Otras brillaban menos, pero siguen ahí hasta la actualidad.
Ya no quiero que vuelva, si ha de seguirme viendo como un enemigo.
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En su tiempo lo dediqué a alguien, pero fue hace muchísimo, luego me decidí a subirlo cuando me dio igual.
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