Corrí a mi cuarto con el terror sintiéndolo en cada latido de mi enfermo corazón. "No, no más, no más cadena, no más cadena, no más cadena por esta noche...", murmuraba para mí mismo con un dolor horrible y latente, destilando de mis ojos temblorosos y desenfocados.
Cerré la puerta tras de mí, no me importaba que mi padre viniera furioso por detrás. Bramaba como una bestia salvaje, una criatura deseosa de sangre fresca, qué sé yo. Había podido sentir su respiración alcanzando mi espalda en mi huida.
-¡Me voy a dormir! -dije, y siguió el silencio.
Me quité mis zapatos con el estómago hecho un nudo y los oídos aguzados. Al meterme a la cama, hasta las cobijas hacían un escándalo, según mi percepción, y cuando apagué la lámpara de la repisa cuidadosamente, me percaté con horror que una sombra, bajo mi puerta, se mantenía estática, y una burda respiración brutal comenzaba a hacerse presente detrás de ella, acrecentando su volumen a cada segundo. Aplasté mi cabeza contra la almohada y me tapé lo más que pude, escudándome falsamente bajo la tela.
Al primer grito, cerré los ojos. Me creí morir.
-¡Nada de que te vas a dormir! ¡Abre la puerta!
-¡Tengo sueño! -repliqué débilmente.
-¡Abre la puerta o la voy a derribar!
Muerto de miedo, mil escenas cruzaron por mi mente en esos instantes. Me movía una confición equidistante a la de mi voluntad y mis fantasías violentas. Sin energías, me ponía en pie con una vacilación difuminosa.
Despacio, y temiendo que mi indecisión no terminara de turbar su carácter, me acerqué a la puerta maldita. Mis dedos temblaban, tan fríos como mi respiración. A tientas por la inquietante oscuridad, alcancé el gélido metal del picaporte y retiré el cerrojo que amenazaba ser derribado. A pesar de no ver nada, cerré los ojos.
Abatida la puerta, una enorme mano proveniente de la oscuridad prensó mi cuello al punto de deshacer mis ánimos. A comparación del pecado cometido, la retroalimentación era brutal, desfazada de toda prudencia. Mi garganta se cerraba, y la pesadilla renacía de las cenizas. Mi espíritu aciago e infausto sufría un tormento incomparable, esa angustia que jamás terminaba, gotas de ira y violencia derramadas sobre mi corazón loco de alucinaciones. Una cálida esperanza me quemaba mis ojos y temí confundirla con mi propio líquido vital, mi esencia como persona y con sentimientos. Era que el sueño arribaba, sí, algo me hacía tener sensaciones de pesadez, experimentaba el mareo, cerraba más suavemente los ojos, mis músculos se relajaban. La ventana al fondo, con su luz ardiente, perdía consistencia, no había necesidad de seguir viendo al mundo, de presenciar cómo se teñía de rojo.
Algo me hacía pensar que parte de mi cuerpo conservaba mayor calor que el resto. El calor, el amor, el cariño, la fraternidad, todo se escurría de forma dramática por mis dedos danzantes.
Cuando traté de hablar no pude, porque mi lengua colgaba, pero fue grande mi sorpresa. Un inmenso ser hecho de alcohol -pues alcohol era el olor que emanaba-, dijo de pronto:
-Vete a descansar, a dormir, a soñar.
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