No suelo escribir cuentos románticos, pero esto lo hice hace unos tres años, así que vengo a exceptuar mi costumbre.
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Ensimismado en sus complejos pensamientos, sentado en el lugar del aula
de clases en donde la fría soledad se aferraba al rincón más apartado,
con la mano derecha sosteniendo suavemente un bolígrafo de oro y cromo, y
con la mano izquierda aplastando la rala barba que nacía bajo el
mentón, se hallaba Adrián con actitud meditabunda y reflexiva,
férreamente concentrado. Esos ojos grandes y profundos que miraban el
cielo limpio por la ventana, denotaban una mente excepcional, que en
aquellos momentos volaba más alto de donde podría concebirse,
separándose invisible del cuerpo del joven, pescando letras, hurgando
sentimientos en la profundidad de los mares más lejanos, surcando ideas a
través de las nubes de algodón y finalmente, plasmando palabras
complicadas en las últimas páginas de su libreta escolar.
Se trataba del chico nuevo de la escuela. Hacía sólo tres días que había
sido inscrito en la preparatoria, en el último año, y ahora debía
adaptarse a ella en su totalidad, tarea sumamente titánica para el
romántico joven. Desde su rincón, contemplaba en ratos a sus compañeros,
de soslayo y discretamente. Eran desconocidos para él, que charlaban
animadamente entre ellos; aparentemente se conocían todos desde hace
años. Los alumnos reían y bromeaban en grupitos comprimidos de tres o
cuatro amigos cada uno, desoyendo con indiferencia la interesante
cátedra del profesor de literatura, prorrumpiendo carcajadas sonoras de
alegría, pero siempre rehuyendo sus miradas de Adrián, como si éste
fuera invisible o un bicho raro, como si una materia estática y sin vida
se encontrara sentado en aquel rincón.
Así que al muchacho no le quedaba otro remedio más que entretenerse con
su propia mente, que ya queda dicho que era extraordinaria. Tenía una
afición desmedida por la poesía, a la que sentía mucho amor; esa poesía
sentimental que en los tiempos de receso, entre clase y clase o en la
monótona hora de la comida, tanto practicaba buscando superarse siempre,
pasando el rato entre versos cadenciosos que rodaban con elegancia
sobre la extensión de su cuaderno de notas. Quería el joven hacer
amigos, pero su personalidad misma le imponía una barda infranqueable a
su espíritu, incapaz de exteriorizar sus pensamientos.
Al tercer día de estancia en la institución, ocurrió algo inusual, que no se esperaba: algunos chicos se acercaron a hablarle.
—¡Hey! ¿Qué hay? Me llamo Roberto— le dijo uno, escandalosamente y extendiéndole la palma de la mano.
—Hola. Soy Adrián.
—Tal vez ya nos conozcas de vista. Es de suponerlo, llevas tres días ya, ¿no?
—Tres días, y casi no has hablado con nadie— observó Rosy, una chica de ropas oscuras y peinado extravagante.
—Sí, no he tenido mucha oportunidad para charlar— respondió Adrián con
una tímida sonrisa, y cerrando rápidamente su cuaderno de versos—. Pero
quiero conocerlos.
—Bueno, pues bienvenido— exclamó Roberto—. Este es nuestro grupo.
En esos momentos, el joven nuevo descubrió, entre el conjunto de
compañeros que se acercaron a su lugar, una presencia especial, un
rostro angelical, una mirada que se posaba en él con sencillez y
curiosidad: era una bella chica que se encontraba detrás del grandulón
Roberto, abriéndose paso poco a poco. La muchacha quedó luego de frente a
él, y le sonreía con esa cordialidad que se les muestra a los recién
llegados para no incomodarlos.
Por supuesto que Adrián no le mantuvo la vista indiscretamente, pero se
dio perfecta cuenta de la composición de la hermosa chica. Unos bucles
rubios caían en pronunciada espiral a los costados de su blanco rostro,
rozándole las suaves mejillas brevemente. Su mirada, dulce y
encantadora, se clavaba en él con ese par de ojos negros, grandes y
brillantes. Para Adrián, sus dientes eran como perlas marinas, y sus
labios como pétalos de una rosa entreabierta. Sus movimientos eran
gráciles y su sonrisa permanente.
Los compañeros le hicieron más preguntas al recién llegado, como de
dónde venía y otros detalles sin demasiada importancia en realidad, a
los que Adrián contestaba inconscientemente, sin prestarles mayor
atención a lo que decían. Claro que lo que salía de los labios de la
chica que lo había hechizado sí era correspondido por él con presteza.
Al final de la hora de descanso, había podido averiguar el nombre:
Paulina. Así se llamaba la que había logrado hacer palpitar ese corazón
más rápido de lo usual.
—Bueno, ha sonado el timbre— dijo Roberto con voz grave, y haciendo una
mueca—. Y tan bien que estábamos conversando. Ahora no tardará en llegar
el profesor.
—Y para colmo, sigue la estúpida clase de Economía— exclamó con desdén
marcado Jessica, una chica voluptuosa y de mirada perennemente
incitante. Un tipo flaco y alto que se hallaba detrás de ella comenzó a
abrazarla y besarla de repente, sin ningún motivo en apariencia,
mientras que, llevado por su pasión irracional, su mano se propasó hasta
terrenos íntimos de su novia, pero ésta no dijo nada. Adrián pensó que
debía ser una fácil para dejar a ese pervertido que hiciera lo que
quisiera.
Pronto, el grupo de jóvenes que había ido al rincón a charlar con él, se
disipó, para irse a sentar en sus lugares correspondientes en el salón.
Un viejo de pelo cano, bigote abultado y amplios anteojos penetró al aula con un maletín: la clase empezaba ya.
—Adrián, seguimos hablando a la salida, o ya que se acabe la clase, ¿de
acuerdo? Este hombre nos saca si nos ve platicando— dijo Roberto en voz
baja, y se sentó en el banco libre que estaba a su lado.
—Nos vemos— sonrió Paulina, y Adrián se derritió por dentro.
Continuó siguiéndola con la vista hasta que tomó asiento en un mesabanco al otro extremo del salón.
El viejo profesor comenzaba su clase, y explicaba con voz monótona leyes
difíciles de Ofertas y Demandas del Mercado. Mientras que rayaba la
pizarra con gráficas incomprensibles, Adrián notó que la mitad de los
alumnos presentes estaban dormitando, recostados en sus pupitres presas
del sueño que les provocaba el maestro. Otro jugaba a las cartas con su
teléfono, en vez de prestara atención, y otro más, muy osado, con los
pies arriba de la mesa y en posición relajada, hojeaba con total cinismo
el periódico, justo enfrente del profesor.
“A nadie le interesa la clase”, pensó Adrián con alivio, porque él
tampoco entendía nada, y pasó la vista nuevamente por el aula.
Allá, al frente, descubrió a Paulina, quien era la única persona que se
hallaba atenta a la clase, con sus sentidos alertas. Adrián no podía
dejar de mirar a la chica rubia que estaba en el primer asiento de la
fila.
—Bonita, ¿no?— dijo de repente Roberto, en un murmullo.
—¿Qué?
—Te parece bonita, ¿no?
—Pero, ¿quién?
—¡Paulina! Te parece hermosa, ¿no es así?
Adrián pensó un momento antes de decidirse a responder.
—Sí— se animó al fin.
—A mí también— contestó Roberto—. La adoro. Es hermosa, inteligente, y
bueno… sólo vele su rostro, sólo observa qué cuerpo… Es todo lo que se
le puede pedir a una mujer. Es lo máximo. Me encanta esa chica. Además,
creo que le gusto.
—Ah, ¿sí?— preguntó con desilusión Adrián, al oír hablar así al que acababa de ser su primer amigo.
—¿Y cómo no? La deseo. Sólo fíjate en lo bien desarrollada que está—
murmuró con picardía, y luego aún en voz más baja, añadió—. Esos senos
derriten a cualquiera.
Adrián enseguida se molestó por esos vulgares comentarios contra el ser
que le parecía como el más puro en la faz de la Tierra, la chica
superior, la que no tenía ninguna competidora. Esa chica discreta y
sonriente no debía recibir tales palabras, aun a sus espaldas. Por
supuesto, Adrián no era ningún ciego, pero era un muchacho romántico,
capaz de evocar el espíritu pasando por lo meramente superficial;
alguien que velaba más por los sentimientos que por la fisonomía. Y
pensó:
“Paulina merece algo mejor que a este patán. Y yo intentaré darle algo mejor”.
Pero luego reflexionó con tristeza.
“Pero, ¿de dónde? Si apenas me habla. No puedo tratar estos asuntos con
ella ahora. Además, debe tener muchísimos candidatos, y nunca se fijará
en un chico tan común como yo”.
Durante el resto de la clase, no hizo sino escribir en cada rincón de
sus hojas de poemas, el nombre de Paulina, que lo tenía hechizado,
hipnotizado, que lo había hecho desvariar. Las hojas se saturaron con
esa palabra, hasta que ya no hubo más espacio.
Cuando el timbre sonó anunciando el final de la clase —y la última del
día—, Adrián tomó sus cosas con rapidez y salió del salón sin despedirse
de ninguno de los que le habían dado la bienvenida. Sólo echó una
mirada fugaz pero consumidora a Paulina, y luego volvió el rostro para
el exterior.
Nadie supo más de él por ese día.
A la mañana siguiente fue el primero en llegar al aula. El Sol todavía
no salía por detrás de los edificios cuando Adrián ya estaba abriendo la
puerta. El salón vacío se mostraba lúgubre y oscuro, sin las habituales
risas y algarabías. No dudó y volvió a dirigirse a su lugar de
costumbre, al rincón habitual, a su sitio de comodidad, en donde podía
ver toda la actividad de la clase sin molestar a nadie. El aula estaba
tan negra, que era difícil ver por dónde se caminaba: la instalación
eléctrica no servía y siempre era preciso esperar a que la luz del sol
se filtrara por las ventanas. Sólo que nunca había llegado tan temprano.
Y sus pisadas ligeras escandalizaban el recinto; sin ningún otro sonido
que las eclipsara, éstas retumbaban.
Poco a poco fueron llegando los alumnos. Uno a uno. Adrián estaba
agachado sobre la mesa de su pupitre, escribiendo algo misterioso. Nadie
se preocupaba por eso al verlo, sabían que no había tarea pendiente
para ese día y que seguramente estaba realizando algo personal. ¿Pero
qué sería, que lo mantenía tan ocupado? El joven se entusiasmaba cada
vez más con las palabras que escribía. Nadie sabía lo que estaba
haciendo; él únicamente alzaba su rostro cada vez que alguien cruzaba la
puerta del salón, con la esperanza de que la que entrara fuera Paulina y
así verla una vez más… para tomar más inspiración…
Roberto había llegado también, junto con Paulina, neutralizando sus
acciones, acosador, insistente, perseverante en sus acciones. Quería
conquistar a la chica a la fuerza, y ahora la mantenía contra la pared,
hablándole en voz baja, con seducción, sin ninguna clase de respeto.
Creía que por su figura de jugador de Fútbol podría enamorarla, porque
todas las muchachas de la escuela adoraban a los futbolistas, y parecía
que la estrategia estaba dando resultados. Paulina parecía también
mostrar un especial interés en él.
Adrián veía toda la escena, con el corazón roto, desde su asiento
apartado, pero fingió no hacer mucho caso. Lo único que pudo hacer fue
lamentarse en su mente de haber llegado tan tarde a la vida de Paulina,
pero sin desesperanzarse, porque de nuevo bajó la cabeza para seguir
escribiendo impetuosamente, esta vez rodeando por el frente con un brazo
a su cuaderno, para asegurarse que absolutamente nadie viera lo que
estaba haciendo.
—He pensado en teñirme el pelo— comentaba Paulina a Roberto—. Pero no sé cómo me vería.
—Tú te verás bien, hagas lo que hagas— comentó Roberto, galante.
—Qué cosas dices…
—Tú eres preciosa naturalmente, y nadie lo puede negar.
—Eres muy romántico, Roberto— le decía ella.
Con frases como esas, Roberto iba enamorando poco a poco a la muchacha
que había hechizado a Adrián, sin que aquél pudiera hacer nada, más que
alzar el rostro compungido desde su escritorio para volver a encontrarse
con la pareja que lo incomodaba.
En ocasiones, el joven lo sorprendía escribiendo poesías románticas.
—¿Qué haces?— le preguntaba Roberto a veces, sorprendiéndolo.
—Nada, nada— contestaba Adrián, ocultando sus versos.
—Te gusta la poesía, ¿no? Ya te vi… pero no hay nada de malo en eso, todos tenemos aficiones. ¿Te gusta el fútbol?
—A decir verdad, no lo practico.
—Qué lástima.
Las conversaciones solían terminar rápido.
Al salir a la hora de descanso, Adrián dejó deslizar un sobre morado
entre las páginas del cuaderno de Paulina, justo cuando no había nadie
en el salón. Después, regresó a su lugar usual a esperar el efecto que
produciría.
Por supuesto, y como era natural, en cuanto la campana de la escuela
volvió a sonar con estruendo, los alumnos regresaron y volvieron a
poblar el aula que en ratos quedaba solitario. Entraban en tropel, todos
con prisa para que el profesor no los pescara afuera. Afortunadamente,
éste tardaba en llegar en ocasiones.
Adrián se frotaba las manos, sumamente nervioso, cuando vio que Paulina
se acomodaba en su mesa. El joven seguía la escena desde el rincón del
aula, sudando copiosamente, esperando el momento en el que ella hojeara
su cuaderno y el sobre con el romántico poema anónimo se deslizara de
entre sus páginas.
Pero el momento no acudía. Paulina se ocupó en revisar su mochila, y
luego, haciendo a un lado el cuaderno especial, se puso a conversar con
su vecina de banco, ignorando por completo el contenido especial de su
libreta.
—Por favor, tu cuaderno… ábrelo, niña… — pensaba con inquietud.
Al fin llegó el momento esperado. La joven rubia, al ver a su profesor
llegar al salón, automáticamente tomó su cuaderno para abrirlo en una
nueva página, por si era preciso hacer alguna anotación de la clase. Fue
entonces cuando, al desplegar sus hojas, el sobre morado se resbaló y
fue a caer al suelo lentamente.
—¿Qué es esto?— murmuró, y lo recogió al instante—. No recuerdo haber puesto un sobre así en mi cuaderno.
Apenas lo recogió del suelo, quiso abrirlo. Adrián no perdía detalle de
la escena, mientras temblaba de pies a cabeza. ¿Reconocerá la letra? Lo
descartó, porque sólo hacía unos días que se conocían.
La joven desplegó el papel doblado a la mitad que contenía el poema, y su rostro cambió, abriendo mucho los ojos, asombrada.
“...Sólo mira qué extraño me porto
Desde que tus ojos
En mi rostro pararon.
Si supieras que no me conforto
Porque tú me robaste mi vida,
Mi niña querida....”
Paulina iba leyendo, boquiabierta, por el mensaje tan inusual. Nunca
había recibido un poema en su vida, y menos un poema así de romántico
por un admirador anónimo.
—Seguro… seguro esto me lo escribió Roberto. No tiene firma— dijo para sí.
Adrián se enjugó el sudor de la frente, producido por tanta tensión.
Paulina no parecía entender que él era el que le escribió eso. Pero
Adrián no sabía lo que ella pensaba.
—¡Pon atención!— gritó la profesora de Matemáticas, exaltada— ¿Qué estás
haciendo, Paulina? Nunca me esperé una conducta así de ti. Yo dando la
clase y tú distraída, leyendo papelitos. Creí que eras una alumna
distinguida, aplicada y ejemplar.
—Discúlpeme, maestra… no volverá a suceder— respondió la chica, turbada y
triste por la llamada de atención. Ningún maestro había tenido que
regañarla nunca.
—¡Dame eso, no lo guardes!— replicó la maestra— ¡Dame ese papel! ¿Qué es?
—Nada, nada, no es nada…
Pero la mujer, gorda y gritona, ya le había arrebatado la hoja de sus
delicadas manos. Luego, poniéndolo frente a ella, muy cerca de ella
debido a su miopía, exclamó con burla.
—¡Un poema! ¡Vaya, miren nada más, un poema! ¡En esto se entretiene la
señorita en vez de prestar atención a mi clase! Con que éstas tenemos.
Los comentarios y murmullos entre los alumnos no se hicieron esperar.
Todos estaban sorprendidos por la reprensión que le hacían a la chica
más aplicada del grupo, y más, porque se trataba de un poema.
—¿Y quién es su admirador?— gritó desde el fondo Jessica, de forma grosera.
—Sí, ¿quién es? No sabíamos que anduviera con enamorados— dijo alguien más.
La odiosa maestra de matemáticas agitaba con vehemencia el papel en su mano.
—Paulina, dime quién te escribió esto. Dime quién es el que pretende
distraerte en tus estudios con estos papeles sin importancia.
—No… no… no lo sé, maestra…
—¿Cómo que no lo sabes?
—¡No sé!— exclamó Paulina, nerviosa— No tiene firma.
—Ahhh— suspiró la mujer— Así que admiradores anónimos. Bueno, esto se
pone interesante. ¿Alguien de aquí escribió este poema? Díganlo ahora.
Todos callaban. Nadie sabía de qué estaba hablando, y Adrián no se iba a delatar.
—¡Hable el que lo hizo! No ganará nada escribiendo estas cosas si sigue oculto.
Silencio sepulcral.
—¿Nadie es lo suficientemente hombre como para aceptarlo?
—Yo fui— se escuchó una voz grave.
Todos voltearon a ver a la persona que hablaba. No, no era Adrián.
Se trataba de Roberto. Sonreía con prepotencia y maldad. Él no sabía
quién había sido el escritor de ese poema, pero no iba a perder la
oportunidad. Como se dio cuenta que nadie aceptaba haber sido, él había
tomado el lugar de Adrián, quien lo miró sorprendido, boquiabierto,
estupefacto.
“¿Qué?”, pensó el joven poeta.
—Así que usted fue, ¿eh?— dijo la maestra.
—Así es. Lo acepto. Yo fui el que escribí este poema— dijo el grandulón.
—¿Por qué intenta distraer en horas de clase a sus compañeros?
Silencio.
—Yo haría lo que fuera por demostrarle mi amor a Paulina— dijo al fin.
Esas palabras fueron como si una espada hubiera herido con su filo agudo
al grupo entero, causándole a cada quién una reacción diferente.
La maestra alzó las cejas ante la rebeldía de su autoridad. Los
compañeros también se sorprendieron, porque no esperaban un romance de
esa clase. Adrián estaba con el corazón queriéndosele salir de la
garganta, incapaz de comprender esa mentira. Y Paulina estaba sonriendo
de felicidad, sin poder ocultar su impresión. ¡Ese era su hombre!
Ante el timbre de salida de clases, todos se retiraron con presteza,
recogiendo de inmediato sus útiles escolares en sus mochilas, listos
para irse corriendo. Muchos no tolerarían ni un minuto más dentro del
aula. Paulina se retiró muy turbada, aún sin dar la cara ante el grupo,
ni siquiera ante Roberto. Todos salieron, y el pobre Adrián se quedó
solo en el salón, en su asiento sin poder levantarse por tantas
impresiones sufridas.
—¡Así es, ignórame!— gritó con todas sus fuerzas al salón vacío, y sus
paredes le regresaron las palabras en una onda invisible—. ¡Ignórame, y
ámalo a él! ¡Yo no existo para ti! ¡Pero tú eres la única en mi vida!
¡Tú eres todo para mí! ¡No me rendiré, hasta que algún día veas por ti
misma la verdad!
La próxima vez que se encontraron todos en la escuela fue hasta el
lunes. Para ese momento, el resto del grupo ya se había olvidado de la
clase de matemáticas el viernes y el irrisorio incidente. Todos reían y
bromeaban entre sí, de nuevo cada quién en su tema. El timbre de entrada
no había sonado, así que uno a uno, los alumnos iban llegando. Esta
vez, Adrián fue de los últimos en arribar y se fue directo a su lugar
habitual, al fondo del salón.
—Hola— le dijo Paulina al pasar. Habían adquirido cierta confianza, pero
era difícil que ella pensara que fue él quien le escribió el poema.
—Hola, Paulina— contestó Adrián—. ¿Cómo la pasaste el fin de semana?
—Muy bien, ¿y tú?
—También, muy bien.
Y eso fue todo. La conversación fue tan corta que hasta le incomodó a
Adrián. ¡Él quería hablar más con ella! Quería conversar, quería
agradarle, simpatizarle, gustarle. Pero no encontraba un tema apropiado,
y siempre supuso que con sus tonterías pronto la aburría. Como en esta
ocasión, después de la última pregunta, ella simplemente se fue a su
lugar, dando por concluida la charla.
—Te noto triste. ¿Te pasa algo?— le preguntó Rosy apartándose los mechones de pelo de sus ojos.
—No, todo está bien, gracias— contestó Adrián. Comenzaba a hacer amistades más profundas con las personas agradables del salón.
—O será que andas melancólico por algún amor ingrato— bromeó.
—No, ojalá alguien se fijara en mí, pero no. No hay nada nuevo. Es sólo que estoy cansado.
—¿Viste la reacción de Paulina el viernes pasado? Se quedó sin habla al saber que Roberto era tan romántico con ella.
—¿Supiste lo que dijo?— se interesó Adrián.
—No dijo nada, por lo que yo sé. Salió corriendo cuando sonó la campana.
No volteó a ver a nadie, ni a Roberto. Como que le dio pena toda esa
escena.
—Fue incorrecto de parte de la profesora Reygadas haberle hecho eso, ¿no crees?
—¡Bastante! Odio a esa mujer tan chismosa. Pero… oye, Paulina y Roberto hacen buena pareja, ¿no es así?
Adrián se encogió de hombros.
—No sé si hagan buena pareja o no. Sólo espero que no haya engaños
dentro de esa relación. Pero bueno, tenemos una pareja nueva en el
grupo, ¿no?
—Sí— respondió la chica estrafalaria—. Pero hay otra más nueva. ¿Ya viste a Jessica? La semana pasada tenía otro novio.
En efecto, en el otro extremo del salón, la voluptuosa chica de mirada
sensual estaba besándose con otro hombre distinto al del viernes.
—Qué muchacha tan rara— opinó Adrián.
—Esa chica… siempre cambia de novio. Ha tenido como cincuenta. Se deshace de uno casi cada dos días.
Adrián rió por el comentario.
—La verdad es que a todas las mujeres del grupo nos cae mal.
De nuevo, al irse todos los alumnos a comer, Adrián se quedó en el salón
solo. Fue entonces cuando aprovechó para volver a meter otro sobre
romántico en el cuaderno de su enamorada. Esta vez cuidó de rociarlo con
su perfume habitual. Acto seguido, se devolvió a su lugar y esperó a
que todos llegaran.
Como intencionalmente, Paulina buscó en su cuaderno, con la esperanza de
encontrarse otra agradable sorpresa, y antes de que llegara algún
maestro inoportuno. Naturalmente, encontró el sobre. Adrián seguía sus
movimientos, sus expresiones, todo, desde atrás, indetectable,
invisible.
Con expresión ternísima, Paulina leyó emocionada el poema a su amiga que se sentaba junto a ella.
“...Te busco, te atrapo y te escapas
Y luego me empapas
De una congoja sin igual.
Si supieras que paso la noche
Con sólo el recuerdo
De tu caminar…”
—¡Qué hermoso!— exclamó la amiga— Dime, es de Roberto también, ¿no es así?
Eso lo escuchó perfectamente desde atrás Adrián, y sintió cómo su
corazón volvía a resquebrajarse y fundirse, derretirse, pulverizarse
ante la escena.
—Creo que sí. ¡Ese hombre es tan romántico! Debe amarme de verdad.
—¡Sal a buscarlo! ¡El maestro no ha llegado! ¡Tienes que hablar con él!
—Pero… pero… —titubeó la chica rubia.
—¡Anda! ¡No pierdas más tiempo y enfréntalo! ¡Sabes quién es esa persona
especial, ahora debes corresponderle! ¿No ves lo que le inspira tu
amor? Son el uno para el otro— la animaba su amiga.
—¡Tienes razón! ¡Ahora voy!
Y levantándose como un ágil relámpago de su asiento, salió a paso rápido
en busca de su supuesto amor, de ese al que su corazón le había robado.
Andaba aprisa, con gusto, con convicción, mientras preparaba
mentalmente un discurso de lo que le diría al encontrarle. Corrió por
los pasillos, por los patios, por las canchas, por todos lados en la
escuela, pero no lo encontraba. ¿En dónde se escondería? Así que sólo
ponía un poema en su cuaderno y después se desaparecía… eso no era
correcto. Algo debía andar mal. Decidió regresar al salón para ver si de
casualidad ya había llegado.
Lo hizo, y junto a ella llegó el coordinador, que también hacía las
veces de prefecto escolar, anunciando al grupo que gracias a una junta
extraordinaria, los profesores no podrían dar clase, lo que significaba
que la hora era libre. Todos festejaron, alegres de no tener la próxima
clase, y salieron en desbandada del salón, que vomitaba jóvenes de su
entrada.
Paulina también salió; Adrián se quedó dentro.
La joven seguía buscando a su adorado, para poder hablar con él sobre
los poemas. Y por supuesto, le diría que sí, que sí lo quería, que sí lo
amaba. Estaba alegre, contenta por tantos detalles que le habían
iluminado nuevamente el día, y todo gracias a ese muchacho.
Al torcer por una esquina, su sonrisa se desdibujó progresivamente por
lo que vio, hasta que trocó en un grito de espanto, de furia, de
tristeza, de desengaño. No podía creer lo que estaba mirando: a unos
cinco metros de donde ella se ubicaba, con total cinismo y claridad,
estaba Roberto, abrazando y besando con pasión a Jessica, la chica fácil
del grupo. Los vio asqueada, sorprendida, desengañada, a punto de
reventar llorando. ¡Esa era una traición, ni más ni menos!
—¡Roberto!— gritó.
—¡Paulina!— exclamó él, también sorprendido.
—¡¿Qué significa esto?!
—Te… te lo explicaré…
—¿Qué pasa?— preguntó Jessica con voz incitante— ¿Qué quieres con esa tipeja?
—Pues…
—¿No tienes suficiente conmigo? Ven, vamos, bésame otra vez, como tú sabes…
Paulina no podía creer lo que estaba pasando.
—¿Qué hay de los poemas?— preguntó con un hilo de voz.
—Está bien, está bien, lo admito. ¡Te mentí!
—¿Qué?
—¡Te mentí sobre los poemas, no los escribo yo!
—¿Entonces… entonces quién ha sido?
—¡Qué sé yo! Puede ser que te los haya dedicado ese chico nuevo, Adrián.
Solía escribir versos de vez en cuando. ¡Ahora déjame en paz, Paulina!
—Sí, ¡lárgate ya, chismosa!— complementó Jessica, y volvió a entregarse con pasiones a Roberto.
Paulina caminó despacio hasta el salón.
Entró al aula, estaba casi vacía, sólo unos cuatro o cinco alumnos
continuaban ahí, entre ellos Adrián, que fue sorprendido por ella misma
cerca de su mesabanco.
—¡Adrián!— gritó ella, entre sollozos.
—¡Lo siento, lo siento!— se excusó, pensando que le reprochaba el que
estuviera husmeando en su cuaderno—. Creo que he dejado caer una moneda
por aquí.
—Adrián…
—¿Qué, qué pasa…?
La joven rubia se dirigió a él y se dejó caer en sus brazos.
—¡Paulina!— exclamó el chico, asombrado—. ¿Qué te pasa?
—Oh, Adrián…— dijo ella—. ¿Qué hay de los poemas?
—¿Cuáles poemas?
—Los que me dedicabas anónimamente.
—¿Yo? No, ¡no!, yo no…—comenzó a decir instintivamente, aunque poco a
poco reflexionó, y luego cambió su respuesta—. Tienes razón, miento… yo
soy el que te dedica esos pensamientos en los sobres. Yo he sido. Yo… yo
siento eso por ti.
—Adrián…
—¿Sí?
—Te amo. Es a ti a quien amo. Al que de verdad me quiere sin importar
nada. Al que no se deja llevar por lo físico, sino por lo espiritual. ¡A
ese al que su amor no tiene límites! ¡A ese que podría hacer todo por
amor! ¡Ese eres tú, Adrián, ahora lo sé! ¡Y discúlpame por todo!
—Yo… yo también te amo, Paulina.
Y esas profundas palabras se fundieron en un solo beso que estalló sentimientos internos.