Bienvenidos!

Bienvenidos.
Gracias por visitar el pequeño nido del cisne.

Cuento con un pequeño compendio de escritos que van resultando de luces esporádicas de imaginación. Ratos de cielos color violeta sobre mi cabeza.


Escritor amateur, graduado de Letras, aunque lejos de los mejores honores. Aficionado también a la Historia y a la Filosofía.
Espero que encuentren amenos mis breves relatos. No aspiro a nada, pero me alegraré de saber si al menos una persona logró cautivarse un par de minutos. Supongo que eso hace la diferencia entre una rutina trazada y un devenir diferente.

¡Gracias de antemano!

miércoles, 27 de febrero de 2013

78. Tragedia a orillas del río Gila.



Hola... éste es un cuento que nos pidieron escribir en clase. Nos dieron seis elementos que debía contener y nos lo dejaron a nuestra imaginación. Ya que lo tengo terminado y lo entregué, lo puedo subir.
Los elementos que debía contener eran:

*Apache.
*Bota
*Corona.
*Pérdida de un ser querido.
*Obstáculos al amor.
*Sacrificio de un ser querido.

Completamente aleatorios, y debía ser una tragedia. Así que aquí les presento mi elaboración, espero que les guste...


______



Su mirada desprendía el sentimiento del que ella necesitaba sentirse envuelta. Los labios sellados no interrumpían la melodía de la cascada próxima.
Él la tomaba de las manos como quien sostiene frágiles pétalos; Sakuna le contestaba con un brillo en sus pupilas, y con una sonrisa condescendiente, dejaba que el viento acariciara su cabello para dar una impresión más vivaz.
Y él sonrió a su vez. Nadie podría entender que la expresión de las cosas del corazón se trabaran tras los labios, y corriera en el aire con cada gesto y cada ademán. A veces lo más poderoso es tan invisible.

—No entiendo tu idioma... —hubo de murmurar Brian tan bajo, que sus palabras fueron arrasadas por el agua corriendo en el río—. Pero comprendo el brillo de tus pupilas como si fuera mi lengua madre. Los estremecimientos que recorren tu piel, centímetro a centímetro... No temo equivocarme contigo. Sé que no puedes entenderme. Déjame murmurar a tu oído las palabras que yo sé... y vivirte.

Sakuna sonreía, como quien sonríe ante el primer amor, ante el atisbo incierto de dulzura que nace en el corazón. Delicado retoño de blandos pétalos, estaba conociendo los sentimientos más puros de la manera más condenable. Frágil como las hojas que en aquellos momentos danzaban al compás del viento, trémulas, en los ramajes de los árboles. Tibia como las cálidas aguas del río Gila. Era una joven apache serrana, asentada con su antigua comunidad en una zona devastada por la inquietante corona inglesa. Su ingenuidad a flor de piel le impedía dilucidar la realidad de su situación. No podría cometer un error más catastrófico. ¿Enamorarse de un inglés? ¿Alguien le había dicho que eso era algo simplemente nefasto?

—No importa lo que digan —Sakuna hablaba en su idioma nativo—. Y si mi padre ha de descubrirnos, podré morir con la sonrisa de la libertad y la dignidad propia esbozándose en mi rostro. Sé que no podrás entenderme... Pero comprenderás la calidez que emanan mis palabras...


Brian apoyó su frente en la de su enamorada. Ya lo había dicho, con ella no podía equivocarse. Era su condena y a la vez su libertad, no había más que hablar cuando las emociones flotaban en el aire.

—Sakuna —dijo él, haciéndola elevar sus ojos. Pocas expresiones verbales eran entendibles para ambos.

Hubo de explicarle con gestos, señas y algunas palabras básicas intercaladas, que la noche estaba cayendo y era preciso regresar cada quien con su comunidad. La joven no era una persona que soliera llegar tarde a las reuniones nocturnas de su familia; algunas veces se había olvidado de la hora mientras se iba a recorrer los pastizales verdes de la meseta, pero ya era diferente. Durante varias noches no había vuelto a la hora acostumbrada y esto comenzaba a despertar extrañas sospechas entre los suyos, especialmente en su madre.

El jefe Helian por supuesto que no veía con buenos ojos el arribo de la comunidad a la orden de la corona inglesa, por peligrosos que pudieran resultarles luego de algunos tratos que se habían suscitado. Temía que la chica corriera riesgos innecesarios por quedarse al bajar el sol por los montes, debido a que a esas horas los colonos salían de sus guaridas a sembrar el pánico. Una jovencita apache violada y asesinada había sido descubierta flotando a orillas del Gila, a lo que los ingleses explicaron a su comandante que el crimen lo habían cometido los mismos indígenas, para exculparse de su conducta enferma. Eran unos engendros poseídos por espíritus malignos, y los apaches no deseaban cruzar demasiado trato con ellos. Ingenuamente, esperaba que se retiraran.


—¿Volviste de ver a tu enamorada? —preguntó risueño William.
—Sí —respondió Brian una vez regresando al campamento y ver a su compañero tirado en el suelo, intentando conciliar un prematuro sueño.
—Estás loco, Brian —dijo en voz baja, y con una enorme sonrisa socarrona.
—Si lo estoy, ¿qué? Habré de pagarlo si es preciso. Todo habría de darlo por ella.
—Acaba con ella —aconsejó William—. Acábala, liquídala. No te conviene. Obtén de ella lo que sé que quieres y desaparécela. No seas tonto.
—¿Qué clase de consejo es ése? —preguntó sumamente molesto Brian—. ¿Es que no entiendes sobre estas cosas? ¿Crees que es así de simple? No busco saciar ningún ímpetu a su costa. Es por ella en su integridad por quien juego mi vida. No ignoro que una traición desembocaría en un desenlace funesto.
—Qué estupidez —rió William—. Tener a una bella mujer virgen a tu entera disposición y no hacer nada al respecto.
—Son mis asuntos —gruñó Brian—. Mañana por la noche la veré cerca de la cascada del río. Ella sabe identificar mi rastro, es impresionante. Podría saber dónde estamos nosotros justo en este momento con tan solo seguir las singulares huellas de mis botas.
—¿Tus botas...?




La noche plomiza había descendido, el manto avernal inundaba con sus lágrimas brillantes los cielos. Quién diría que la tragedia estaba a punto de ocurrir. Esos árboles alrededor no contaban con que querrían cerrar sus ojos por siempre, por la vergüenza.
El ambiente anunciaba una temporada decrépita, el aire azotaba, la negrura constituía su imperio tras las ramas y los grandes pastizales.
El lodo denotaba huellas profundas, huellas de botas. Suelas inconfundibles, taladrando el suelo. Señales inequívocas de que el encuentro era inminente. Todo lo anunciaba.
La Luna descubrió a la joven enamorada caminando inerme por la zona más boscosa de la región. ¿Qué buscaba la chica, qué aspiraba? ¿A quién anhelaba, a quién seguía, la pobre ingenua?
Su aspiración le movió los obstáculos de su corazón. Le latía éste a mil por hora, y las ramas cortantes le herían los brazos, pero ella continuaba tras la pista de las huellas. No había lugar para confundirse, eran solamente de él. Jamás hubiera podido equivocarse, si un don tenía ella, era la grandiosa observación.

La joven nativa se escurría por el camino surcado por la tempestad invisible. Su mirada inquieta se iba posando por todo el trayecto, pero sus sentidos no la podían engañar: había seguido la misma ruta de las huellas. No había perdido detalle de ninguna, y ahora estaba más cerca que nunca de su enamorado. La cascada estaba próxima. El ruido del agua azotándose dolorosamente inundaba la atmósfera cual lamentos de la naturaleza.

—¿Brian? —dijo Sakuna. No hablaba mucho más, pero aquel nombre lo llevaba guardado en su memoria.

El aire y la cascada le devolvieron su pregunta, nadie contestó.

—¿Brian?

Una voz por fin quebró la noche.

—Por aquí —murmuró alguien.
—¿Brian? ¿Brian? —dijo Sakuna, confusa.
—Por aquí —y unos pastizales se agitaron.


Sakuna confiada fue a acercarse a los pastizales que se movían evidentemente por obra humana. Ese debía ser Brian. ¿Por qué se escondía? ¿De quién tenía miedo? Se supone que estaban solos... Se supone que las cosas no serían así. Pero no lo pensó demasiado. Sólo hubo de aproximarse al lugar de donde emanaba aquel murmullo indistinguible.

—¿Brian? —preguntó Sakuna a la silueta que descubrió tras el pastizal.
—Sí, Brian. Por lo menos, sus botas —respondió William, y soltó una carcajada.


El corazón de la joven dio un vuelco y le dictó que se alejara corriendo cual cervatillo: ése no era el hombre que ella esperaba, sin duda. ¿Quién era él, qué hacía ahí? Supo que el peligro era inminente, y luego de retroceder unos pasos, quiso emprender carrera hacia su comunidad, hacia algún lugar lejos de aquél que se hizo pasar por su enamorado.
No pudo, sin embargo, poner manos a la obra. El fiero hombre se le abalanzó por el cuello, derrumbándola.

—¿No te quedas? ¿A dónde crees que vas, niña? —rió William con una sonrisa malévola, mientras le sujetaba las manos y le colocaba una rodilla en el estómago.

Sakuna se sintió apresada y horrorizada, no entendía nada de lo que estaba pasando. Que alguien le explicara quién era aquel sujeto y qué era lo que deseaba de ella. Por qué la atrapaba, eso no lo sabía. Le gritaba en su idioma propio qué le estaba haciendo.
De pronto comenzó a sentirse seriamente incómoda. Sólo sabía que ese hombre misterioso le estaba haciendo algo malo. Gritaba, lloraba para que la dejara en paz, que le quitara las manos de encima. Pero la cascada ahogaba sus lamentos, y nadie a su alrededor la escuchaba. Y quienquiera que la hubiese escuchado, jamás la ayudaría.

—Cállate y coopera, salvaje —rió de nuevo el malvado, y agregó muy gracioso—. Quién diría que las indígenas tuvieran esta calidad, Dios. Contigo ya son tres por mi cuenta.

Sakuna cerró los ojos entre gritos, después su garganta no pudo continuar expidiento esa cantidad de lamentos. Sentía un ultraje severo sobre su persona. El mundo le daba vueltas alrededor, no comprendía, sólo lloraba sin cesar.

La embargó un dolor violento, poco habría de recordar de la forma, eternamente la acción quedaría en su mente.
El tormento no acabó. Siguió, siguió, siguió, la negrura se hizo presente. William rió a carcajadas; la Luna lo desaprobó en silencio.



Fue casi a medianoche que una silueta deshecha entró tambaleante por la aldea. Se diría que no tenía rostro, no había luz iluminándole. Iba envuelta en jirones sostenidos por sus manos trémulas. Su cuerpo difuminado presentaba arañazos que de vez en cuando brillaban a la luz lunar, tal como el río de sangre ahora seca que le corría por sus piernas. No tenía habla, no gemía más, no se lamentaba, no suspiraba. Era una sombra hueca.

El recibimiento no se hizo esperar. La congoja de su madre se iba convirtiendo poco a poco en susto al verla, en vez de alegrarse. La alarma se dibujó en sus ojos cuando se percató de la gravedad de la situación. Los ojos avergonzados de Sakuna huían de los suyos. La mirada de la joven barría el suelo al avanzar paso a paso, la debilidad la había extenuado.

—La vi, la vi —dijo una muchachita apache de largas trenzas—. Sabía que la había visto huir al bosque un poco más temprano. Seguro había ido a buscar a los ingleses... Como todas las tardes.
Sakuna se desvaneció en los brazos de su madre.


Helian estaba detrás del cúmulo de personas que se habían reunido a recibir a la recién llegada y auxiliarle en su desvanecimiento. Su expresión pétrea no dejaba traslucir ningún rastro de emoción. Los brazos cruzados le hacían parecer una verdadera estatua.

—Se lo ha buscado. Ella se lo ha buscado. Es una vergüenza para nosotros.
—Jefe Helian... —murmuró alguien.
—Desgraciadamente, mi hija es indigna de pertenecer a esta pura comunidad apache. Nos ha traicionado con nuestros enemigos, y ahora ha acudido con su gente a esperar que la ayudemos luego de semejante acto de deslealtad. El halcón ha de cazar para su nido, y no ofrecer tributo a la poderosa águila. No me atrevó más a tratarla por la vergüenza.

Su boca se contrajo en una mueca de furia y odio, y su mirada se posó ahora fuerte sobre ella. Fue un taladro visual en su humanidad. Las personas a su alrededor comenzaron a inquietarse por las graves palabras del jefe de la tribu.

—No me importan las circunstancias en las que ha llegado. Fue su voluntad el ultraje sufrido —y agregó con gestos despectivos—. La dejan afuera esta noche, y a primera hora han de llevarla al peñasco.
—Jefe Helian... —suplicó la madre con lágrimas en los ojos—. Ella no...
—Al peñasco. No repetiré más —volvió a hablar Helian.

Y se dio la media vuelta. Nadie más hubiera podido hacer cambiar de opinión.



El sol alumbraba esa mañana con una debilidad evidente. Se escondía por la vergüenza tras densas nubes grises que ornamentaban los cielos. Pasos lentos se aproximaban como el viento al borde del peñasco indicado por Helian, como quien está resignado de morir. Fueron los alaridos de los concurridos quienes alentaban la marcha, esta lucha contra los ingleses no la iban a perder.

—Indigna, indigna —murmuraba alguien, encolerizado.
—Que los espíritus la atormenten por siempre —rabiaba una mujer.
—La deslealtad ante nuestra tribu es algo que jamás perdonaríamos —le explicaba un hombre a su hijo—. No hay refugio para los traidores en este mundo.

Su madre tenía la mirada baja y los brazos cruzados. Las ideas eran el tormento inevitable de su mente, el cruzamiento entre el deber y el amor engendraban un huracán en su cabeza.

—Adelante —gritó Helian.

Sakuna estaba tan impávida como desde que llegó a la aldea. Había dejado de ser ella, no quedaban reminiscencias de su persona. No hubo sonrisa ni lamento. Su mirada fija estaba en el vacío. Tenían razón, siempre tuvieron razón sus familiares. Los ingleses eran malvados, traidores, demonios, debió alejarse de ellos. Les trajeron la mayor de las desgracias y las infamias. Ella estaba mirando el rostro de frente a la muerte, y no había más que se pudiera hacer, sabía que la enmieda para limpiar la suciedad del prestigio de su familia debía gestarse tras el azote en las rocas del peñasco.

No había falsedad, ella iba a morir, lo sabía y maldijo a los ingleses. Su amor fue su perdición. ¡Claro que Brian debía ser igual al hombre malvado que abusó de ella! Ya Helian lo había dicho antes, todos buscaban eso. ¿No le había bastado saber que tres jovencitas de su aldea habían desaparecido a manos de los foráneos? Brian era uno más de ellos. Lo condenó.

Avanzó un paso. Otro más, porque aún no llegaba al borde del peñasco.
Lo maldijo, maldijo a todos. Odió a Brian. Su rostro estaba seco. Su corazón quieto, pero lleno de hiel.

Alguien la empujó.





¿Qué había pasado? No tenía explicación alguna de por qué Sakuna no estaba ahí como siempre. Desde la noche en que Brian no había podido llegar a su cita gracias a que sus botas se perdieron misteriosamente, ya nada había vuelto a ser como antes. Sakuna no aparecía tarde tras tarde cerca de la cascada, la rutina le había susurrado al oído que así sería para siempre.
Quizá se había cansado de él. Quizá alguien le había contado los planes de los ingleses y ella se habría espantado de creer que Brian sería un hombre igual a todos los demás. No tenía idea de que él era diferente, él era sincero, él la amaba.

Al día siguiente volvió, luego de haberse retirado con amargura. Pero seguía siendo lo mismo, ¿no cambiaría la ubicación? El bosque se veía seco sin la bella presencia de su querida Sakuna. Pero ella no arribaba, ni un día, ni al siguiente, ni al que le siguió. El viento no le llevaba el aroma de la nativa. El lodo no cooperaba en imprimir sus huellas. Brian se preguntaba una y otra vez qué habría sido de la joven que se había llevado su corazón. ¿Le habrían castigado?


Un mes había pasado cuando cierta noche Brian volvió nuevamente abatido al campamento.

—No puedo creer que tarde tras tarde regreses al mismo lugar, ya te dije que no volverá —le decía William.
—Un día lo hará —dijo Brian—. Ella no podría olvidarme jamás, estoy tan seguro de eso como de que la amo. Sé que volverá, sé que me dará una señal. Te juro, William, que noche tras noche iré a ese mismo sitio, que es el que sabemos ambos, para esperarla. No me importa que pasen años, estoy seguro que un día ha de aparecer.
—Y mientras que tú te deprimes por una simple indígena, yo ya llevo seis a mi cuenta durante todos estos meses. Deberías aprender de mí. Soy feliz viviendo a gusto y satisfaciendo mis placeres. Son simples salvajes, habrás de entenderlo algún día. Ella te olvidó. No entiende nada, no entiende ni lo que le dices. Déjala.

Brian se quedó pensativo.

—Ella no pudo haberme olvidado.
—Lo hizo.


Molesto, el joven inglés salió del campamento sin escuchar lo que su compañero le gritaba desde la entrada.

—Te olvidó, te olvidó, te olvidó la salvaje...


Brian se fue al sitio de la cascada. Había decidido esperarla para siempre, así hubiera de enloquecer ahí. Su amor por aquella misteriosa joven era inquebrantable.

—Por siempre, por siempre, por siempre esperaré por ti. Un día has de volver... —murmuró Brian a la cascada, con lágrimas en los ojos. El viento y el río se llevaron su voz, nadie la escuchó. 




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Gracias a mi amiga Alice Moonlight, por la chispa.

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