No eres más que una rutina, no eres más que una sombra que
el espejo empañado te devuelve cuando lo observas. No eres más que una silueta
que se desliza por las cuatro paredes de tu eterna recámara, esa misma que no
piensas abandonar nunca o no cuentas con los planes para hacerlo.
Eres un eslabón de una cadena interminable y rechazas el
puesto de la cadena que te ha tocado llevar. Te ocultas en la negrura que
invade tu rostro cuando le llevas tus manos para dejar de ver el mundo que te
rodea. Tienes la puerta de tu recámara cerrada con llave, y lleva así desde
hace tres meses; no te preocupa, las cosas que ocurren fuera de ella no te
conciernen. Eres tú y tu claustro voluntario, ése en el que juras permanecer
hasta el día de tu muerte.
Nada te importa, las personas son muy crueles, hay que
dejarlas que se acaben entre sí, tú puedes consumirte tú misma, hacerte daño en
la soledad, pero nadie más tocará uno de tus cabellos, nadie te ve. Las paredes
blancas son tus confidentes, una fotografía borrosa en tu buró de alguien a
quien quieres, pero que no sabes si vive o ya murió. No sabes nada, las paredes
parecen más sólidas que nunca, no divisas un rayo de sol.
Cierras tus cortinas de forma impetuosa, tus pupilas ya
están más dilatadas de lo que la gente normal debería tenerlas. Haces una mueca
de dolor, pero ¿a quién le importa si algo te duele? Díselo a tu cama, a la
cómoda, a la televisión descompuesta. A las almohadas a las que les pintaste
caras. Díselo al espejo y verás lo que te responde. Implórale algo al cielo que
ves de noche por tu ventana apenas entreabierta, lo suficiente como para ver y
que otros desde afuera no te vean.
Piensas que eres una vergüenza para tu familia, piensas que
te deben humillar. Que el mundo jamás debe saber de ti. Y no es para menos, si
estás muerta en vida, si nada de lo que hagas, digas o pienses importa, nada
vale, todo se recluye en tu tumba que labraste voluntaria y que te encierra
para siempre. Esa puerta que jamás se abre te dibuja una sonrisa siniestra que
juega con tu mente y te advierte que no te atrevas a girar el picaporte; tus
pupilas tiemblan de dolor y desconcierto, tu boca permanece cerrada, casi has
olvidado a emitir vocalizaciones. Las personas querían que te callaras y ahí
está el resultado.
De mediodía te sientas en un rincón de tu eterna habitación.
Rodeas tus piernas con los brazos y te consumes. Miras un punto fijo, el ángulo
superior izquierdo de tu ventana, siempre igual, siempre aburrida, y por alguna
extraña razón, te atrae de un modo curioso. Sobre todo la cortina, siempre fue
tu espectáculo personal. Dejas que entre un poco de aire por la ventana, y cada
vez que se introduce una corriente un tanto fuerte, la tela cambia de forma y
te presenta una distinta figura que intentas encontrar. Una sonrisa. Unos ojos.
Y entonces tapas tu rostro con las manos: ni siquiera ojos ficticios deseas que
te vean. Eres un ser moldado de ignominia.
Te arrastras por tu habitación hurgando algo que jamás
encontrarías. Buscas en tu cómoda, no sabes en qué cajón dejaste tu dignidad.
Giras hacia el otro extremo, tropiezas, parece que tus piernas no te sostienen.
La melodía tibia de los vecinos que se cuela por la ventana es un martirio
insoportable para ti, de modo que la cierras lo más enérgicamente que puedes.
Luego recargas tu cuerpo de una forma incómoda sobre la pared, tu frente pega
contra ella, derramas más lágrimas, nadie puede entender tu dolor porque nadie
lo ve, nadie es consciente de lo que ocurre en tu cuerpo y en tu alma, ese
choque de sentimientos, esa desmoralización, esas ganas de hacer lo impensable.
Estás sola en este mundo y lo entiendes así, y cada noche te
derrumbas, nada vale, nada existe, sólo esta habitación que es tu refugio y de
la que jamás saldrás porque así lo has decidido. Porque la vida es asquerosa y
no deseas vivirla si no es a tu manera, consumiendo tu cuerpo, salpicando de
sangre tu cobija cada vez que te lastimas a voluntad, dando cabezazos ya
involuntarios contra la pared, machacando tus brazos tras la navaja. No existe
nadie que pueda darte una luz, alguna esperanza de que todo irá bien. Ya no lo
deseas. Pero vives, pero despiertas cada mañana.
Tu madre sabe que vives porque tu comunicación con ella es
la bandeja que deposita cada mañana con alimentos tras tu puerta y, al cabo de
unas horas, la observa ya vacía. Sólo una mano sacas de tu habitación para
jalar tu comida y devuelves la reja intacta. Luego puede volver a escucharse el
cerrojo de la habitación que quedará así, perpetuamente congelado por el resto
del día, y te mantendrá segura por la noche cuando eres aún más frágil. Cuando
necesitas algo más, escribes en una hoja con letra temblorosa lo requerido, y
lo escurres por debajo de tu puerta sin más, con la esperanza de que tu madre
lo lea pronto, cuando pase cerca de tu prisión. Así obtienes más jabón para
lavar tu cuerpo y tus ropas en tu baño personal, entre otras cosas. Hay alguien
que no te abandona fuera de tu habitación y no pareces darte cuenta.
Alguien viene a pedirte que abras, pero esa puerta jamás
dejará pasar a nadie. Está congelada. Ese cerrojo no desea ser corrido por
dentro. No necesitas psiquiatras, ¿cierto? Estás bien, todo está bien, sólo
hace falta que ya te dejen en paz los hombres de ahí afuera, los que se dicen
especialistas en sus casos. Tu madre llora y la escuchas tras la puerta
lamentarse, y también llegan a tus oídos las palabras de consuelo del supuesto
psiquiatra, las cuales son para ti una amenaza: “tranquila, señora. He abierto
otras puertas ya, de otros hikikomori como su hija”.
Que la catalogaran con alguna etiqueta médica o social nunca
había sido de su agrado. Ella estaba encerrada así porque eso era lo que
quería. Deseaba mandar a todos al carajo.
Las visitas vuelven. Una voz sigue hablando del otro lado, y
otra voz llora. La puerta jamás cedió. La has asegurado con cerrojos que tú
misma has diseñado en tu enorme tiempo libre. Nada más tienes que hacer. Y
cuando aquel hombre se detenía tras la puerta, cuando hablaba y cuando su
sombra se dejaba ver por la rendija de abajo, tú asías muy bien tu navaja, jurando
utilizarla si deseaban entrar por la fuerza.
Pero nada ocurría.
Pasan seis meses, querida amiga, seis largos meses. Parece
que el invierno cayó allá afuera; en tu habitación todo sigue igual. Una pared
con una fisura, pero eso qué importa. La ventana ya está cerrada, el aire está
heladísimo, no tienes ropa para estas temporadas ni saldrás por ella. Ya no hay
movimiento de cortinas, la nieve podría entrar si lo permites. Tu mirada está
vidriosa, no quieres nada, no imaginas nada, no te preocupa nada. Ni siquiera
por lo que vas a comer. Tu boca ya no se mueve, tus pupilas continúan siempre
fijas a la ventana, a ese ángulo superior que por más que te enfade te empeñas
en ver.
Tus almohadas tienen rostro, pero no te abrazan. Y si lo
haces tú, son frías. Y se humedecen pronto, porque no has olvidado cómo llorar.
Quizá si no fuera por tu madre y los psiquiatras, hasta hayas olvidado tu
nombre. Pero llorar, eso lo sigues haciendo a diario, tus lágrimas ruedan por
tus mejillas frías, ya olvidaste todo lo demás. Tu trato con los humanos, ¿qué
es eso? Pasan siete, ocho, nueve meses, un año, las cosas continúan igual, el
tiempo se desliza cuando menos lo imaginas, pero cuando estás inmóvil pensando
en tu vida, parece como si se arrastrara.
Cada vez escuchas menos movimiento, tu madre parece haberse
rendido. No haces más que agitar la cabeza lentamente con la mirada borrosa.
Eres una vergüenza, tu familia se siente humillada por tenerte, por contar con
una persona recluida del trato social. Y es que no deseas nada. Sólo quieres
vivir tu vida como más cómoda te sientes, lejos de todo el mundo. La habitación
es el paraíso que no quieres dejar.
Allá afuera las personas maltratan a otros. Te miras en el
espejo y descubres que no eres la misma. Tres o cuatro sucesos marcaron tu vida
en el pasado, ahora no queda la chica alegre que eras. Esa niña que deseaba que
los demás la aceptaran, que hizo hasta lo impensable por quedar bien ante
ellos. Esa niña marginada que a pesar de los malos tratos de sus compañeritos,
siempre esbozaba una sonrisa ante los problemas y las contrariedades: ya no
queda nada de eso, ya su vida acabó. Ya no sonríes, como le sonreías a esa
compañera a la que querías agradarle en la secundaria y que te ignoraba dándote
la espalda, sumida en sus propios problemas. Ya no.
Muerdes tu labio inferior con fuerza hasta reventarlo y que
las lágrimas salgan una tras otra sin parar. Sabes que sólo buscabas a alguien
que te quisiera, sabes que sólo buscabas amor. Sabes también que terminaste
siendo marginada y hasta ultrajada por un cobarde. Sabes que todo sucedió pero
no deseas recordarlo para no revivir los sucesos que marcaron tu vida y te han
llevado a como están las situaciones actuales. Sólo entiendes que ya no quieres
seguir sufriendo en este mundo. Sabes que dormir es tu refugio en donde puedes
esconderte, y que despierta ya no quieres estar existiendo. Por eso cierras los
ojos, por eso ya no los abres durante todo el día y descansas tu mente, por eso
ya no te quieres a ti misma. Por eso te lastimas y precisamente también, por
eso ya escapaste del entorno. Pasaron más días, pasaron más meses, quién sabe
cuánto. Recuerdas que antes llevabas el conteo de los días con un calendario y
hasta esperabas el día de tu cumpleaños. Hoy ya no sabes si tienes dieciséis,
diecisiete o veinte. No sabes nada. Pudo haber pasado un año, o pudo haber sido
un mes, o cinco años. Las cosas no cambian, las paredes no te dicen nada, los
rostros de tus almohadas no se mueven y ya no las ves, tu vista es deficiente
porque necesitas nutrientes que no consumes porque ni te importa, y porque la
sangre no la recuperas. Cierras tus párpados, el mundo es cruel, las paredes
son crueles, tus almohadas con rostros pintados son muy crueles, intentas
abrazar tu colchón, tu ropa, ésa que se va acumulando de suciedad porque ya no
lavas, ya no te importa. Necesitas amor y no lo obtienes, y lloras
profundamente, pero sabes que esa puerta no abrirás, porque todos son
traidores, porque no hay abrazo sin puñalada.
Y por eso te abrazas a ti misma y oprimes tu labio que ya
está destrozado de tantas mordidas. Te tiras al suelo y no sabes lo que ocurre,
ruedas de un lado a otro, tocas la pared contraria, el techo te parece muy alto
cuando lo ves y luego sientes que todo se desploma.
Tu madre se sorprende, llega con una bandeja de comida y
resulta que ahí está aún la del día anterior. No puede creer que no quieras
tomar ni tus propios alimentos. Llama a la puerta con los nudillos de sus
dedos, frágilmente, y tú sólo respondes con un rugido de furia lunática desde
dentro. Ahuyentas a la pobre de tu madre que baja las escaleras asustada, y tú
lloras con ira, desahogando lo que el corazón tiene oprimido desde hace tanto
tiempo. Ya no ves, ya no sientes. Oyes demasiado poco y tu garganta se está
destrozando. Tus manos están negras, de tanto arrastrarte por el suelo lleno de
polvo. No te lavas, ya no importa tu higiene personal. Te has convertido en un
monstruo que no se soporta a sí mismo, que desea salir de tu cuerpo. Clavas tus
uñas en las líneas de tu piso, muerdes todo lo que ves, las lágrimas no dejan de escurrir, tu cuerpo se está
desangrando de diversas partes. Tus gritos comienzan a ahogarse, no importa lo
que la gente piense, lo que los vecinos oigan, ellos tampoco dicen nada. Te
ahogas, amiga mía, te ahogas y nadie lo ve.
Cae la noche, llega el día, vuelve a anochecer, tu sangre
está seca, tus ojos están ciegos, tu cabeza estalla y te retuerces en el mismo
sector del piso. Estás consumida, eres un saco de huesos, pero misteriosamente
nadie llama a la puerta. Nadie te salva. Ya no puedes poner resistencia, estás
muerta, ¡que alguien derribe la puerta! Giras tu cabeza de un lado a otro,
gritas, no articulas palabra, sólo son gemidos lastimeros y de desesperación.
Arrancas de tajo los jirones de tu ropa, hace frío pero no te cubres, deseas
sentir desesperadamente el calor de algún cuerpo en tus brazos, aunque sea el
tuyo, y tu piel se ennegrece al rodar por la densa capa de polvo. Tu retina te
devuelve una realidad distorsionada, todo oscuro y sólo un lejano resplandor
lunar colándose por la cortina que ya no muestra ni luce figuras.
Gritas más. Alguien debe derribar tu puerta. Que alguien te
salve, que el psiquiatra te tome en brazos, que tu madre te abrace. Pero ya no
hay nadie. Acaso haya pasado muchísimo tiempo.
Tus piernas no te sostienen, tu cabeza te traiciona al igual
que tus ojos. Tu cuerpo entero te duele y está lleno de llagas, pero más te
duele tu alma que nadie puede curar. Te arrastras, no puedes pararte. Tanteas
con tus manos tu alrededor, chocas contra tu cama, nadie puede ayudarte. Bajo
el colchón está la navaja. La navaja….
Decides que es momento de que alguien deje de estorbar en
este mundo. Te das cuenta que sólo causas problemas, que no ayudas a nadie y
otros intentan ayudarte. Te miras a ti misma, eres un parásito, no eres nadie
en el mundo y te das asco. No sirves para nada, sólo quieres darle fin al
sufrimiento. Pensaste que podrías vivir en el paraíso de la soledad
eternamente, te equivocaste.
No te gusta el dolor, pero te lo induces.
Eres sólo una estadística más, amiga mía, sólo una
estadística más…
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Agradezco de manera profunda a mi amiga Alice Moonlight, sus críticas puntillosas y sinceras a mis obras siempre me hacen prosperar.