Bienvenidos!

Bienvenidos.
Gracias por visitar el pequeño nido del cisne.

Cuento con un pequeño compendio de escritos que van resultando de luces esporádicas de imaginación. Ratos de cielos color violeta sobre mi cabeza.


Escritor amateur, graduado de Letras, aunque lejos de los mejores honores. Aficionado también a la Historia y a la Filosofía.
Espero que encuentren amenos mis breves relatos. No aspiro a nada, pero me alegraré de saber si al menos una persona logró cautivarse un par de minutos. Supongo que eso hace la diferencia entre una rutina trazada y un devenir diferente.

¡Gracias de antemano!

viernes, 15 de noviembre de 2013

102. La vida en dos colores.




Advertencia: podría herir susceptibilidades. Mis cuentos son crudos.






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Cuando yo la conocí, me di cuenta del desacierto natural enseguida.

No era que le importara mucho, su vida era feliz, su sonrisa era espontánea y su locura era sorpresiva. Tenía un sentido del humor extraño, de pronto sus profundos temas de conversación terminaban en simples muecas graciosas que nos hacían reír a todos los que estábamos alrededor. Corría y trepaba los árboles con una agilidad sorpresiva; hablaba mucho, pero todo lo que decía era extraordinariamente entretenido. Nos narraba historias fantásticas, salidas de su excéntrica imaginación muy infantil. Solía contar chistes originales y parecía llevar una vida que retozaba entre la diversión y el esparcimiento.

Era un alma feliz.


Ella y yo caminábamos juntos frente a las aulas vacías una vez terminando las clases. Yo, con mi eterna mochila negra al hombro; ella, con sus lentes demasiado oscuros, estuviera el sol en todo su esplendor, o el cielo cubierto de nubes. Me hablaba algo sobre un videojuego que había finalizado, o del capítulo del día anterior de alguna serie televisiva. Se detenía a observar la mantis religiosa posada en el barandal del segundo piso. Me sujetaba del brazo para que parara la marcha, porque se había interesado en algún mural de los que adornan nuestro colegio. De pronto simplemente se lanzaba a los céspedes y me sugería que hiciera lo mismo, con la serenidad reflejada en su rostro, un ambiente de paz y tranquilidad se respiraba junto a su persona.

La seguía a todos lados, y si no era así ella era quien me seguía.


Frente a mí se quitaba los lentes oscuros, y cuando lo hacía, ponía un rostro muy raro, muy serio, muy nervioso.

Yo le pasaba mi brazo sobre sus hombros, la acercaba a mí y le murmuraba con seguridad: “Tranquila, todo está bien, ¿lo ves?”.


Otras veces no era necesario ninguna clase de consuelo. Yo desde el primer día en que la conocí, noté su singular rostro, enmarcado por dos colores que resultaban altamente prominentes. No eran sus enormes y redondos ojos lo que llamaba la atención y motivaba a las burlas de sus soeces compañeros, sino la heterocromía de los mismos.


—Antes me molestaban muchísimo por esto —dijo una vez, cuando confesábamos algunos secretos. Las lágrimas se le agolparon y por primera vez fui testigo de ello.

—Vamos... esos ojos se te ven hermosos. Son especiales —le contesté con una mínima sonrisa, viendo el verde intenso de su iris derecho, y el negro profundo del izquierdo.

—No lo sé. Sólo... siempre me he sentido tan extraña —volvió a decir—. Daría lo que fuera por ser normal un solo día, ser como los demás.

—¿Por qué ser como los demás? —le pregunté—. ¿No es eso demasiado aburrido? ¿No es demasiado conformista?

—¿Y te parece poco aguantar las burlas de los muchachos, todo por culpa de mis ojos defectuosos? —exclamó, ya con el sentimiento a flor de piel.

—A mí me encantan. Bicolores —le contesté, con absoluta franqueza. La miraba, y por primera vez también, ella comenzó a sentirse nerviosa.

—No son bonitos. Sólo nací rara y fea —esquivó mi mirada y trató de taparse los ojos con las manos—. Los ojos verdes de mi padre y los negros de mi madre se fusionaron en mí de mala forma. Nunca te lo había confesado, pero son muchas las noches que me siento mal conmigo misma por haber nacido diferente. Quisiera, quisiera arrancármelos, colocarme unos normales. He tenido ganas de hacerlo.


Bajé la mirada, antes de contestarle algo.


—Venga, ánimo. No es nada malo. Tus ojitos funcionan a la perfección. Sólo que cada uno decidió vestirse de diferente gala. Eso es maravilloso, imagina si todos nos viéramos iguales. Tú eres tan diferente en tu personalidad, eres tan agradable, tan divertida, tan maravillosa. Pues tu mismo cuerpo también está denotando que quieres ser auténtica y original, y repito, se te ven bellísimos. Venga, venga. Vamos a la cafetería, que yo compraré los chocolates calientes. Sólo anímate, ¿sí?


Recuerdo que ese día fuimos a la cafetería mucho más alegres, ella tenía la capacidad de cambiar de estado de ánimo de un momento a otro. Fue casi como una palabra mágica, pues enseguida me sonrió, se levantó de un salto y enfiló incluso antes que yo hacia el lugar acordado, no dejando de dar gracias por la atención. Y yo me sentí bien, con ella y conmigo mismo. Realmente la quería como una hermana, y tuviera los complejos que tuviera, era sencillamente maravillosa...


Creo que entre más pasaban los días, más inseparables nos hacíamos. Ella se colgaba de mi brazo a veces; decía, entre broma y broma, que abrazarlo le brindaba una protección especial. Creo que lo decía muy en serio, aunque cuando lo hacía reía también, para no mostrar demasiado su lado sensible.

Ante sus problemas, prefería guardárselos, mostrando alguna muequita característica de su estado de ánimo disfrazado de diversión; y si era yo el del problema, me tomaba las mejillas con ambas manos, de una forma muy cariñosa, y me dibujaba una sonrisa, pues aunque fuera forzada, ella consideraba que era un gran avance para llegar a la felicidad o por lo menos para salir de la depresión.


Incluso hasta hace unos días, cuando venía corriendo hacia mí y gritándome algo entre risas, su semblante era el de una persona que no teme a la vida y que trata de buscar la perspectiva más bella de la misma. Me daba mucha risa porque corría casi tropezándose para encontrarse conmigo, con su cabello muy revuelto, su chaquetón gigante y sus eternas gafas oscuras, para contarme que ya tenía idea de qué disfraz usaría este Halloween.


—¿Ah, sí?

—Seré un gran, un enorme espantapájaros —me contó, muy feliz de la vida—. Creo que iré asustando por ahí con un enorme sombrero desaliñado, con una chaqueta remendada y con montones de paja saliéndome de las manos.

—¡Considero que será un gran disfraz! —le contesté, sonriendo—. Vaya que tienes creatividad. Yo te ayudaré en lo que pueda con él.

—¿Te parece que calzaré bien con el personaje? —me preguntó.

—¡Oh, sin duda que sí!

—¡Perfecto! —exclamó—. Todo es cuestión de conseguirme unas cuantas cosas y tendré listo el disfraz para pasado mañana.

—Todos aquí en la escuela se disfrazan incluso en las mismas clases. Podríamos pasar por la cafetería a asustar unas cuantas almas descuidadas... —propuse.

—¡O mejor pararnos en el jardín grande! Sería muy adecuado para un espantapájaros —consideró.
—Ya lo veremos, ¿sí?



Y cuando el día llegó, no parecía ser diferente a los demás Halloween que ya me había tocado vivir en el colegio. Era una institución que contenía todos los niveles educativos en ella, así que yo ya habia pasado cerca de diez años en ese lugar, viendo cómo octubre tras octubre los más originales hacían gala de sus mejores disfraces. Veíamos todo tipo de espectros y criaturas espeluznantes deambular por los pasillos, abriendo las puertas de las aulas de golpe y gritando algo terrorífico, al compás de las protestas de los maestros, que no alcanzaban a amenazarles porque aquéllos ya habían corrido.


Yo ese día caminaba con mi amiga Sofía por el área de los laboratorios. Sofía, sin disfrazarse de nada al igual que yo, era una amiga de la infancia a la que yo había invitado ese día a visitar el colegio y que fuera espectadora del gran concurso de disfraces que se llevaba a cabo ya por la noche. Estaba realmente asombrada de lo ingeniosas que eran muchas personas que caminaban por todos lados: ya había demonios de colas largas y cuernos retorcidos, ya brujas de vestidos arrugados y sucios, ya fantasmas y cadáveres vivientes con sangre seca por el rostro, ya espectros de la muerte misma con su hoz y su singular aspecto de terror.


—Gracias por invitarme hoy —me dijo Sofía—. Realmente adoro Halloween y ver esta clase de eventos me pone muy entusiasmada. No sabes cómo me encanta analizar los disfraces punto a punto, son cosas muy difíciles de hacer y tiene su mérito.

—Por nada —le respondí, tratando de ser agradable—. A mí también me gusta hacer eso.


Fue en eso, creo, cuando llegó corriendo alguien hacia nosotros, de forma torpe y característica. A pesar de llevar un espeluznante traje de espantapájaros, con su viejo chaquetón, su sombrero desaliñado y con paja saliéndole por todo el cuerpo, reconocí la sonrisa juguetona de mi vieja amiga y no pude menos que sonreír también.

Se paró frente a mí, con su sonrisa de oreja a oreja, esperando que le dijera algo por su traje.

—¡Qué bien te sienta! —le dije, mirándola de pies a cabeza—. ¡Te ves tan terrorífica!

—¡Sí! ¡Es genial! ¡Me encanta! —me contestó, con entusiasmo.


Sofía, que se hallaba a un lado de mí, la veía también un tanto asombrada, con su sonrisa ladeada.


—Sólo que un espantapájaros no se ve bien con gafas de sol, pequeña —le seguí diciendo a mi amiga, mientras se los retiraba con cuidado y me los guardaba en la mochila—. ¡Así mucho mejor!


Recuerdo que ella sonrió un tanto intimidada, pero continuó con su actitud divertida y espontánea. Luego de que mis dos amigas cruzaran miradas, hube de presentarlas para que se conocieran y para hacer amena la tarde entre los tres, deslizándonos por cada pasillo del colegio para contemplar el ambiente y posteriormente para ser espectadores del concurso que se desarrollaría más tarde.


—¡Vamos por chocolate caliente a la cafetería! —nos propuso a ambos mi amiga espantapájaros—. Vamos, los invitaré esta vez yo.


La seguimos, porque el día era frío y francamente nos apetecía bastante. El vaivén de la chica espantapájaros era singular y divertido cuando caminaba, su sombrero se agitaba de una forma tan curiosa que casi estuve a punto de reír.

Una vez que pedimos nuestros desayunos (una empanada para Sofía, un paquete de galletas para mí y un pastelillo para mi otra amiga, todo acompañado de tres vasos humeantes de chocolate caliente), nos colocamos en una mesa arrinconada de la planta alta de la cafetería. Era un sitio cómodo y distante, desde donde podíamos observar bastante actividad y ver muchos disfrazados pasar de un lado a otro.


Mi amiga picoteaba con su tenedor el pastelillo que se había comprado, aunque por algún momento pensé que lo hacía desganada y sin mucha hambre. Yo daba sorbos pequeños a la bebida, cuidando de no quemarme la lengua, que es especialmente sensible ante las cosas calientes. Sofía estaba sonriendo, todo el tiempo.


—De modo que... tú misma te hiciste el disfraz —dijo a mi amiga.

—¡Así es! ¿Te agrada?

—¡Mucho! Sí que es bello y sumamente detallado...

—No fue tan difícil....

—Entiendo. Es un Espantapájaros Loco —complementó Sofía.


Yo tuve un mínimo acceso de risa ante el comentario mientras tomaba otro sorbo a mi bebida, aunque tuve el cuidado de no derramar nada.


—Ella está loquita, ya lo irás descubriendo —dije, simpático.

—Entiendo... se nota —dijo—. Ha puesto gran énfasis en ello.


Mi amiga volvió a picotear su pastelillo, sin haberlo probado.


—Voltea a verme un momento —le dijo amistosamente Sofía.


La chica espantapájaros la miró con sus enormes ojos redondos y profundos. Sofía la contempló por un momento y, sonriendo, como quien hace un cumplido, comentó:


—Qué ojos tan horribles, tu mirada es sencillamente bizarra, propia de un espantapájaros loco.

—No es la primera vez que me lo dicen —respondió la otra, bajando la cabeza enseguida.

—No, en serio. Mira que combinar todo este disfraz con colorearte de esta manera los iris fue algo tan original como macabro, abominable y tenebroso. A mí jamás se me hubiera ocurrido, da miedo y horror de verdad. Así, con un ojo verde y otro negro, pareces una loca —rió profundamente, divertida—. Conocí un gato blanco con ese problema. Pensé en lo desgraciadas que serían las personas que nacieran como ellos, afortunadamente creo que nadie es así. Me encanta, me encanta tu disfraz, amiga, y francamente quedé aterrada con la horripilante combinación de tus ojos. ¡Muchas felicidades, seguro ganas esta noche!


Yo me quedé petrificado en la silla, apenas pudiendo tragar el sorbo de chocolate que me había echado a la boca. Mi amiga, viendo fijamente a su pastelillo tembloroso y clavándose las inocentes palabras de Sofía en su mente. Y la otra, muy ufana, pensando en que había hecho un gran cumplido al creer que esos malditos ojos eran parte del disfraz.


Repentinamente la espantapájaros se levantó de la silla, lanzándola hacia atrás, volcando su pastelillo y tomando su tenedor con fuerza, y se dirigió a las escaleras.


—¡Espera! —le grité, luego de echarle una mirada mortal a Sofía, quien se quedó con la empanada en sus manos sin saber qué pasaba.


Pero al llegar con la que escapaba, fue imposible detenerla. El recuerdo más doloroso que tendré en mi vida probablemente, es ése, y es que nada jamás se comparará al momento en el que traté de sujetarla por el hombro y que ésta se echara al suelo mientras, decidida, se clavaba enloquecida por el dolor el tenedor en su rostro.

Sus aullidos resonaron por toda la estancia, y todos los comensales se levantaron enseguida a ver qué es lo que estaba pasando. Traté de detenerla inútilmente, era tarde.


—¡No los quiero! ¡No los quiero! —notaba cómo articulaba entre gritos desgarradores de dolor.

—¡Ayuda! ¡Ayuda por favor! ¡Una ambulancia! —grité conmocionado, con la vista borrosa, con un mareo increíble, con el corazón saliéndose por mi garganta.


Mi mejor amiga se había destrozado sus ojos en un arrebato de violencia y pasión. Gritaba, aullaba, derramando sangre por el suelo y retorciéndose, ante la mirada impávida de Sofía que se había vuelto una estatua humana en su silla, como pude notar al verla de reojo.


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Gracias, Blacky. Te quiero.

martes, 5 de noviembre de 2013

101. Mi enfermedad.



Una vez que fui consciente de lo que pasaba por mi mente, una vez que entendí que yo era una persona distinta a las demás, una vez que aquel hombre me explicó lo que en verdad ocurría conmigo, fue cuando pude entender que yo era más que una simple estúpida.

Una simple estúpida.

Esas palabras.


—¡Una estúpida!


Resonaban cuando yo me enrollaba en mí misma bajo los cojines del sofá. Resonaban como cuando se golpea una campana de enormes magnitudes, así, en mi cabeza.


—¡Nuestra hija!
—¡Sí, nuestra hija!


Me agitaba como si sufriera de convulsiones. No podía parar. Era desorbitar los ojos en medio de la negrura, ambiente que proporcionaban las cavernas bajo los cojines y sobre el sofá. Mi respiración exaltada entendía más que mi mismo cerebro, a veces sentía que me ahogaba.

No sólo cuando ellos discutían sobre mí, no sólo cuando me escondía tras los almohadones o cuando me sentaba en las escaleras del puente, en soledad.


Era constante. No podía dejar de moverme en clase, por ejemplo, siendo así víctima de la astucia de Maribel.


—¿Algún mosco te ha picado? —me dijo ésta un día, apareciendo desde atrás frente a mi rostro y viéndome a los ojos, a mis ojos tornados.
—¿Mosco? ¿Cuál mosco? —le respondí yo, incapaz de entender lo que algunas personas llaman sarcasmo.
—¿Por qué te agitas de esa manera? —me insistió.
—Porque sí.


Y terminaban las conversaciones, con Maribel, con Damián, con la maestra Fernández.
Con la mujer de limpieza, con la secretaria de papá, con el sonriente hombre de los helados.
Terminaban, siempre terminaban.
Para mí estaba bien que terminaran, creo que a los demás les molestaba un poco y realmente es difícil entender por qué. En todo caso algunas personas comenzaron a odiarme, y me sumé unos cuantos enemigos a mi lista.


—¿Por qué pisas ahí, muchachita?
—No sé...
—¿Qué no ves que acabo de pasar el trapeador y el suelo está mojado? —protestaba la mujer de limpieza.
—Sí.
—¿Entonces no puedes rodear la zona?
—Sí —respondía yo, con un tanto de firmeza. Era cierto, podía rodear.
—Muchacha grosera —espetaba ella, con ojos de lumbre—. Quítate de aquí, largo, déjame terminar mi trabajo.

Un breve empujón en mi hombro me sacaba de la escena para que ella pudiera volver a limpiar el lugar que yo ya había ensuciado con mis enormes botas.


Fue de esa forma que me enemisté con la mujer de limpieza. Siempre que paso frente a ella me mira como si tuviera hambre y quisiera devorarme. No entiendo realmente por qué, si no soy comestible, y de serlo, no resultaría francamente apetitosa.

Aprovechaba en los momentos que estaba sola para descargar su ira, me parece.


—¡Óyeme, jovencita! ¿Por qué has tirado tu envoltorio del caramelo en el piso? —me aulló una vez.
—No sé... —murmuré, y para corregir el daño, lo levanté casi enseguida para guardármelo en el chaquetón.
—¿No te educaron en tu casa a no tirar la basura donde sea?
—No.
—Qué jovencita tan irrespetuosa. ¡Desaparécete de aquí!
Recuerdo que me quedé pensando unos instantes, que le parecieron eternos a la impaciente mujer.
—Pero no puedo desaparecer. Eso sólo pueden hacer los espíritus y el polvo en el viento —dije.
La señora se me acercó, dejando la escoba recargada en un pilar cercano, y ya frente a mí, con las manos colocadas en su amplia cintura y resoplando como un toro, me dijo:
—¡De mí te vienes a burlar! ¡Cínica, sucia!



Pero la mujer de la limpieza no era la única que no me tenía consideraciones. Las majaderas del salón también eran otro caso. Muchas veces simplemente no toleraban mi presencia y no sé por qué, realmente, si nunca les hablo, nunca causo problemas. Sólo estoy haciendo lo que quiero, lo que es bueno para mí, sin afectar a los demás. Los demás no existen en mi mundo.

Y a pesar de que frente a ellas no dejo ver ninguna clase de emoción, cuando estoy en casa busco mi lugar favorito para expresar mi llanto. Bajo las almohadas del sofá, ahí en donde todo alrededor parecen cavernas oscuras, en miniatura. Ahí suelto mis lágrimas como en una lluvia, con gritos, con gritos de dolor.


—¡Estúpida! —gritos externos como música de fondo para los lamentos de mi corazón.
—¡Nuestra hija!
—Sí, ¡nuestra hija!
—¡Estúpida! ¡Una estúpida! ¡Una estúpida! ¡Una estúpida...! ¡Una es...!

Y las palabras dejaban de tener sentido, carecer de razón. Se repetían, no sé si en la realidad, no sé si en mi mente, no sé si en mi imaginación o si en el cielo o en el universo. Quizá sólo eso era, y me sentía como una basura. ¿Por qué? ¿Por qué proyectar mis pensamientos, entonces, hacia el mundo? ¿Qué valía yo si nadie me entendía, si todos me odiaban?


Recelosa, durante las clases miraba a los demás compañeros, no a los ojos, los miraba a las manos, quería notar qué hacían. Pero no podía expresar nada. Luz Elena me llamaba “la Muda”; Antonio me decía “La idiotita”, aunque nunca abiertamente, sólo lo escuchaba referirse así de mí ante sus compañeros. A mí apenas me echaba vistazos fugaces y jamás cruzamos palabra.

Sí, yo era muda. Sólo tenía que hablar cuando era necesario, cuando no simplemente me reservaba. Tantas cosas no las comprendía en el momento.





—Muchachos, atendiendo a las pasadas clases de Historia Universal y del repaso que, supongo, dieron en casa sobre las monarquías absolutas, ¿alguien me puede responder a quién se le consideró “La Reina Mártir”?

Un silencio sepulcral invadía la sala. La maestra Fernández, con un libro deshojado en la mano, nos miraba atenta, sus ojos seguramente coloreados de manera artificial iban de un lado a otro de la estancia. Sí, estaba segura de que el color de sus ojos no era el natural, yo lo había observado antes en silencio.

—La Reina Mártir, ¿alguien sabe? ¿Nadie?

Vi cómo Luz Elena bajaba su rostro para esconderse detrás de Nataniel y que no fuera pillada en su ignorancia por la maestra. Vi cómo Antonieta giraba ligeramente la muñeca, seguro le dolía. Vi cómo José Juan se echaba un pequeño chicle a la boca mientras se tapaba con la otra mano para no ser advertido. Vi cómo Ernesto hacía como que tomaba apuntes tras su libreta pero en realidad sólo dibujaba. Vi cómo María Inés se observaba la punta de su cabello castaño... vi cómo...

—Son una vergüenza como clase, ¿saben? Ningún otro grupo me tiene más frustrada que ustedes, que no leen, que no saben nada.

También noté cómo el lado rojo ya estaba casi lleno, el lado amarillo tenía ciertas combinaciones con azul, el verde no coincidía, el blanco estaba perdido, desperdigado, el lado supuestamente azul estaba lleno de...

—¡Josefina! —exclamó la maestra Fernández, dirigiéndose a mí—. ¿Acaso quiere que le quite su cubo de colores? ¿Qué demonios está haciendo en clase y jugando? ¿Quiere que se lo decomise?
—No, maestra —dije, y solté mi cubo de Rubik, sin el cual yo no iba a ningún lado.
—¡Respóndame usted entonces a la pregunta! —gritó, aún alterada.

Me quedé inmóvil, no sonreí, no hice un gesto, no parpadeé. “Parece una estatua”, escuché del lado derecho a alguien en la clase, y más comentarios lo sucedieron: “Creo que la maestra consiguió aterrarla”, “Yo sólo espero que no se haya orinado encima”, “Ja, ja, ja, orinado encima”.

—Estoy esperando, ¿no me va a contestar? Leyó sus lecturas, ¿no fue así?

Mis ojos no se clavaron en la maestra, sino en la pared. Parecía que la pared, formada de ladrillos, tenía cierta semejanza con mi cubo de rubik. Había ladrillos de tonalidades diferentes, había unos más saltados que otros, había uno que parecía más oscuro que el restro. Otros tenían trozos de cinta adhesiva, que los compañeros no quitaban cuando se llevaban las cartulinas. Los ladrillos no se extendían completamente hasta el techo, sino que topaban con una viga extraña, todo eso me recordó a otro de mis juguetes. Mis juguetes, estaban en casa, ¿en el mueble derecho o el izquierdo? En el izquierdo, sin duda, pero en el cajón de abajo... o era el de arriba...

—Entonces deme acá su juguete, deme —dijo la maestra, enfadada conmigo, al no recibir respuesta.

Alcé la vista, la miré brevemente, no a los ojos, sino a su contorno, a su cabello desaliñado, a sus manos temblorosas que sostenían un libraco, a su boca fruncida, a su blusa de abuelita, sus detalles de flores en miniatura, a sus pechos asimétricos, a sus brazos de piel seca. Dije al fin:


—Fue a María Estuardo, reina de Escocia y de Francia, además de ser la legítima heredera de la corona inglesa, arrebatada de forma injusta por su prima, la reina Isabel. Fue llamada así dado que pasó una vida de penurias e insatisfacciones, huyendo de los invasores que destruyeron su minúsculo reinado y la condenaron a morir guillotinada luego de haber pasado por las peores humillaciones que una reina puede experimentar...
—Basta, basta, basta —dijo la maestra especialmente asombrada, y luego de una pausa, añadió—. De acuerdo, de acuerdo. Sólo pedí el nombre. Ya me queda claro que ha leído. Pero eso me hubiera dicho desde un principio, muchachita. Y no quedarse calladota. Guarde ahora mismo su cubo.


Lo hice.


___

Recuerdo que fue a la hora de que acabara la clase cuando me llamó.

—Josefina. Josefina, ven.

Y yo, dudosa de acudir por otro eventual regaño, me quedé inmóvil de nuevo, abrazada a mis libros, a medio camino entre mi pupitre y la salida del aula.

Los compañeros ya se habían retirado. Sólo quedaba la maestra Fernández en su escritorio y yo, indecisa.

—Josefina, ven, que no muerdo.

La miré, de nuevo, no a los ojos, no ahí. A la boca, a sus cabellos, a sus manos, a su libraco ahora posado en el escritorio, a los ladrillos y la viga, a mis manos, al techo, al escritorio, a su boca, a la viga, a la pared, a sus cabellos.


—¿Qué te pasa, Josefina?
—No me pasa nada.
—¿Por qué actúas de esa manera?
—No sé.
—¿Cómo que no sabes?
—No sé. Sólo actúo.
—Pero he visto que tienes problemas con tus compañeras. Tienes una actitud extraña.
—Tengo mi actitud extraña.
—¿Por qué?
—¿Por qué qué, maestra?
—¿Por qué tienes esa actitud? ¿Quién te ha hecho algo como para que estés malhumorada?
—No estoy malhumorada.
—No pareces malhumorada y sin embargo lo estás, Josefina... ¿odias a tus compañeras?
—Sólo... sólo quiero que me dejen en paz.
—¿Por qué, Josefina?
—Porque se meten en mi vida.
—¿Cómo así?
—Maestra, por favor, ¿me puedo retirar?
—No, sólo espera un poco. Vamos, sólo estas preguntas. Realmente me interesas. Hay algo en ti que no tienen las demás.
—Lo sé. Soy una estúpida. Sólo una estúpida.
—Josefina, no hay razón para que te digas a ti misma de esa manera. No está bien, y lo sabes.
—Pero es la verdad. Mi padre lo dice todo el tiempo.
—¿Te lo dice?
—No, no a mí. Sólo lo dice.
—¿Solo?
—A mi madre, a mi madre se lo dice. Que soy una estúpida.
—Y entonces tú lo escuchas...
—Sí.
—¿Sabes? No creo que seas una estúpida...
—¿Me puedo retirar, maestra?
—Sólo un momento más, Josefina. Realmente me preocupo por ti.
—Sí.
—¿Qué piensas de tus compañeras?
—No pienso nada.
—Oh, claro que lo haces. Dime con confianza. No te pienso delatar ante nadie. Bastante tienes ya con las cosas que andan diciendo de ti, me imagino.
—Son raras y entrometidas. Todo el mundo es raro.
—Creo que es así. Pero hay algo más.
—Tal vez.
—Toda tu conducta me lleva a creer que podrías padecer de algo que quizá ignoras.
—Déjeme ir, maestra, sólo soy una estúpida.
—Eres muy observadora y analítica, sin embargo no te expresas. Sabes mucho, y no hablas. Sólo miras. ¿Por qué no me miras a los ojos?
—No me gusta.
—¿Por qué?
—No sé.
—No me miras a los ojos... y tu cubo, ¿por qué te gusta tanto el cubo de Rubik?
—No lo sé.
—¿Eres capaz de armarlo?
—Sí.
—¿Te parece fácil?
—Sí.
—¿Cuán fácil?
—Fácil.
—Entiendo. Tranquila. Todo me parece encaminado hacia una solución. ¿Podrías acompañarme, por favor?
—No quiero.
—¿Por qué no?
—Nadie piensa que tengo algún padecimiento. Déjeme ir.
—Pero yo sí lo creo, y no es nada malo. No pasa nada. Sólo iremos a psicología porque me interesa que estés bien.
—Entonces vamos.


Y eso le dije para que me dejara en paz más pronto. No le contestaba yo de mala forma, no me desagradaba, pero tampoco era una mujer agradable para mí. Simplemente era ella, era la maestra, era a quien debía hacerle caso. Mis respuestas eran breves, sin embargo no contenían malicia alguna, simplemente no sabía qué más responder o cómo comportarme en sociedad.


Al salir del aula junto con la maestra, alguien me puso el pie, y creo que fue Maribel que se hallaba recargada en la pared exterior, tal vez esperándome y llegando al clímax de su maldad cuando vio que me tropecé, solté mi cubo y se destrozó a los pocos metros. Creo que se disculpó. Probablemente haya sido sincera. Movió su boca, dibujó una sonrisa, ¿las sonrisas qué significaban? Mamá decía que la gente las dibujaba cuando estaba alegre... o a veces cuando fingía alegría. En todo caso, las sonrisas son muy difíciles de descifrar.

Cuando Antonieta me preguntó que por qué no sonreía nunca, sólo le dije que no sabía en qué momento debían ser aplicadas.

Es algo difícil.

No sé por qué sonrió.

Pero junté yo sola todos los pequeños cubitos que conforman mi juguete.




Ahora quiero llorar. Ahora que he recorrido mi vivencia. Quiero hundirme en las cavernas de las almohadas y el sofá y llorar, aunque ya no exista el grito de “¡Una simple estúpida!” exclamado por mi padre. Ya no.

Quiero llorar porque he estado hojeando mi expediente, en donde después de tantas pruebas realizadas y sobre la línea de padecimiento, han anotado con letra muy segura “Síndrome de Asperger”.

jueves, 17 de octubre de 2013

¡100 entradas!

¡Y es así como este humilde blog oficialmente llega a las 100 publicaciones!
Muchas gracias a todas las personas que directa o indirectamente se han dedicado a apoyarme y a hacerle frente a cualquier obstáculo. Sin la ayuda de muchísimas personas no hubiera podido lograr este enorme proyecto personal (sé que pocas personas lo leen, pero esas pocas son las más valiosas para mí y para lo que conlleva tener que estar publicando mis pensamientos, reflexiones y cuentos, que aunque sean mediocres, son creaciones propias y de cierto modo me enorgullecen).

Nombrar a todas las personas que me ayudan en esto sería difícil, porque son muchas, pero debo agradecer principalmente a:

*Alice Moonlight, a la cual ya he expresado mi gratitud en varias de las publicaciones, dado que gracias a su chispa y su creatividad me ha ayudad bastante para la creación de nuevas ideas y desarrollo de algunas que han quedado trabadas. Alice, sabe usted el enorme agradecimiento que le tengo por diversas cosas, pero en el aspecto de la creación ha sido uno de mis pilares más grandes. Su sentido crítico y analítico es único. No hubiera sido posible superarme en mi etapa más mediocre si no hubiera sido por sus útiles y oportunas reprensiones.

*Mel, gracias por la inspiración que me causa tu persona, eres una caja de sorpresas y sin duda te debo muchas de mis ideas con tu simple presencia. Eres un enigma para mí, algo que sólo se compone de literatura y expresiones estéticas. Eres el mayor componente de las publicaciones más oscuras escritas en este blog.

*A Key mi hermana que, pese a la lejanía, siempre me apoyó en esto, estoy seguro que gracias a personas que creen en mí como tú continuaré esto adelante, éstas son apenas 100 entradas de muchas más que pienso publicar. Sinceramente gracias, no olvidaré cómo fuiste una de las primeras impulsoras de este blog cuando todavía estaba muy incipiente. No se ha convertido en gran cosa de forma objetiva, pero para mí sí, estoy feliz por esto. Gracias por todo.

*A María Eugenia, lamentablemente estamos distanciados física y espiritualmente en estos momentos, pero confío llegue el día en que deba editar esto para expresar lo feliz que me encuentro de que me haya vuelto a reunir emocionalmente con esta extraordinaria persona. Fuiste la mayor aficionada a este blog, lo leías a diario y sé que te conoces de memoria muchas de las entradas. Gracias por ese grandioso empujón que le diste a mi ánimo en momentos en los que lo necesitaba, has sido parte de mucha de mi inspiración, y eso jamás, jamás lo voy a olvidar.


*Nombraré de forma impersonal a todas esas personitas que en mayor medida me han ayudado con la elaboración de algunas de las publicaciones o que de cierta forma me han alentado. Gracias, Vico, por el cariño, en tu nombre plasmo una entrada, la de Paraíso. Gracias a Kai, por haber tenido la amabilidad de impulsar y promover este blog en sus inicios. Agradezco a mi ex-maestra de Taller de Composición Aracely Álvarez por creer en mí y darme su impulso también en cuanto lo necesité. Gracias a mis lectoras Alessandra, Fernanda (las dos, no deseo dar apellidos pero si lees esto, alúdete), Kohome, la fiel Estrella Solitaria; un agradecimiento tremendo a Onix, grandiosa artista, quien me ayudó a ilustrar uno de los cuentos predilectos de mis valiosos lectores "El juego", y en general a todas las personas que se han parado por aquí, sean conocidos o no, y que han leído por lo menos la más breve de mis publicaciones. En verdad se los agradezco de corazón, los conozca o no es muy significativo para mí.

¡Ahora vamos por las 200!

99. Frente al espejo.





Su sonrisa favorece a mi espíritu y me siento aliviado al verla.
Frente al espejo, mis ojos firmes ante él, mi desgarbada figura importa muy poco ante la perfección de su belleza.
Me toma el hombro, sonríe con una indiferencia placentera ante los dilemas de la vida, y sus finas manos posadas sobre mí me destruyen cualquier defensa.
No hace falta el viento para que sus cabellos luzcan un efecto ondulado, y su poderoso color rojo deslumbre en el aposento entero.


Frente al espejo, no hace falta más que una sombra que simule mi desdicha y a la vez mi esperanza. Mi estabilidad anímica es peligrosamente amenazada con la simple idea de su presencia.
Queda morder mi labio inferior, cerrar los ojos, dejar que se acumulen las lágrimas tras mis párpados y tragarme el amor hasta el fondo de la médula.
Desear que deje de mirarme con esos ojos demasiado especiales.


Frente al espejo, sólo dan ganas de darle un puñetazo. No hay a quien dirigirme salvo a mi reverenda estupidez y mis añoranzas de las vivencias dichosas del pasado.
Hoy es un fantasma que deambula por los recónditos pasajes de mi interior, que fulmina mi corazón cada vez que recorre hasta él, que me recuerda al amargo sabor del veneno.
“Amor”, me dice, a veces. Mi boca no se complace en dibujar sonrisas ante sus aleatorios comportamientos muy poco comprensibles. Creí haber llegado a un punto en el que las tormentas ya ni se dignaban a mojarme la piel.


Frente al espejo, todo es una fantasía; tras de él me atormenta la idea de que mi vida no está. Se me escurre por los dedos, como el agua traicionera que uno salva entre las palmas y se esfuma.


Princesa, no mereces nada, pero te amo.

98. Princesa.






¡Saludos! No suelo hacer esto, pero hoy haré una excepción; he hecho mi propia versión, humilde y aminorada, de una de mis canciones favoritas de cierta agrupación que yo admiro muchísimo. Dicha banda es Sonata Arctica, y la canción en la que me he inspirado es Tallulah. Lo hago como mero entretenimiento y para expresar mi gusto por su música.

_________________________________________

Tal vez hayas olvidado de aquel lugar, el acantilado a las orillas de la ciudad, y la lisa roca en donde ambos nos sentábamos para ver cómo se ponía el sol a la lejanía, ocultándose detrás del mar, entre las negras islas del horizonte. Tomaba tu mano, no la soltaba, la aferraba como si en ello se me fuera la vida. Simplemente, no deseaba perderte. Se dice que lo que se tiene no se valora hasta que se pierde, pero yo solía demostrar lo contrario. Tus dedos, finos como la seda, se engarzaban entre los míos en tonalidades ambarinas propias del reflejo del atardecer.


—Estaremos juntos por siempre —susurraste en mi oído, y te acomodaste en mi hombro sin despegar la vista del astro rey que, a la lejanía, se hundía en las aguas para dormitar.


Asentí, creyendo tus palabras. Sonreíste también, por la seguridad que imprimías. Estabas enamorada de mí, guardabas una ilusión en tu corazón y deseabas no separarte de mi camino.


Ahora, lado a lado, sentados en una típica banca del parque central, me dices unas fatídicas palabras que me hunden mi corazón.


—¿Sabes? Deberíamos considerar en terminar lo nuestro...


No dije nada por un lapso de tiempo, sólo miré al vacío tomando mis manos, saboreando las palabras dictaminadas. ¿Era posible que después de tanto que hemos convivido juntos, me quisieras dejar?

Las lágrimas no tardaron en agolparse tras mis ojos, pero el silencio había invadido el lugar después de aquella frase azarosa. El ambiente había enmudecido por completo, no sólo nosotros.

De pronto rodeaste mis hombros con tu brazo en un gesto probablemente afectuoso. Me acercaste a ti, me abrazaste, pero estaba tan atolondrado por aquella decisión tuya, que ya veía venirse desde hacía semanas atrás, que me deshice pronto de ti. Levantándome con una decisión fingida y con las rodillas temblorosas, no me animé a verte al rostro. Alcé la vista al horizonte, al final del camino empedrado del parque, mordiendo mis labios para evitar que mis lágrimas escaparan. Frente a ti, eso siempre fue motivo de vergüenza.

Te pusiste de pie también, y no tardaste en tomar mi mano y volver a acercarme a ti. ¿Qué deseabas ahora de mí?

Tuve la repentina sensación de que no tenías las palabras adecuadas para una despedida formal.

Yo sí tuve una, sólo una. Me acerqué a tu rostro, indeciso por un instante, para luego agitar la cabeza ligeramente y plantarte un débil beso en la mejilla.


—Adiós... —dije con la fragilidad de mi garganta destrozada por el esfuerzo de contener los sollozos.


No dijiste nada. Me miraste triste, con el agotamiento de una persona que hace un mal involuntario. Sé que no disfrutabas de mi dolor, princesa. Pero no había otra cosa que se pudiera esperar de tan dolorosa despedida. Era una situación que ya venía planteándome. Tu falta de amor o de afecto, tu lejanía, tu indiferencia, me partían el corazón. Tal vez haya sido lo mejor...


Te solté, di la media vuelta después de esa contundente palabra, y me alejé a pasos lentos. Imploré a Dios que no corrieras a verme, porque iba llorando.



Y ahora, sentado en la oscura acera de la calle, frente a mi casa, completamente solo, contemplando las nubes iluminadas por cierta luna escondida tras ellas, te recuerdo.

Y recuerdo a la perfección todos aquellos detalles que hacían de nuestra relación un paraíso, la mejor decisión de nuestras vidas. Difícilmente tú recordarías todas esas pequeñas cosas que yo conservo en lo más fresco de mi memoria. Esos besos, ese paseo, ese obsequio, esa carta, ese juego que probamos juntos, esa vez que visitamos la costa por vez primera.

Simplemente, no entiendo por qué tenía que acabar nuestra gran aventura, por qué tenían que desmoronarse nuestros planes y sueños. Yo deseaba morir a tu lado.}


¿Recuerdas las estrellas fugaces de aquella noche, en la que caminamos juntos por el campo? Probablemente no...

Juntos pedimos un deseo, princesa... juntos lo pedimos.

Espero que el tuyo se haya hecho realidad... el mío me traicionó...


Cada instante de memoria es un puñal nuevo atravesando mi corazón. Tu decisión, ésa es la que más duele. Debiste haberme detenido, pero no lo hiciste. Diste media vuelta, no sin antes soltarme la mano esbozando una falsa sonrisa para tranquilizarme, para señalarme que, después de todo, las cosas seguirían bien. Estaríamos vivos y podríamos continuar adelante solos.

Pero sólo me comunicó una especie de traición, de dulce traición, que yo perdonaría sin chistar.

Porque te amo.


Princesa, me di cuenta que es más fácil vivir en la soledad, que vivir con el miedo de que el amor termine un día. Contigo, pensé que me sentía seguro, que nada en el mundo podía cambiar si tenía tu mano, y tu sonrisa diaria. Pero ahora me doy cuenta que el amor es un horror sin fin. Un día, todo termina.

Princesa, te ruego que encuentres esas palabras que se te escapan, y hables conmigo. No sólo enmudezcas. Me duele. Dime que me amas.



Pasa el tiempo y no te olvido, mi hermosa dama. Pero éste no me ayuda a superar un solo recuerdo de tu vieja presencia, de tus besos.

Te observo caminando por la calle, de la mano con aquél chico tan atractivo. Me escondo tras la esquina, con una curiosidad morbosa los observo alejarse por el otro lado del camino, probablemente amándose o probablemente jugando. Sin encontrar el sentimiento adecuado para imprimirle al joven que te acompaña, lo veo besándose contigo, con mi hermosa reina.

Osado sería salir a saludarte, salir a verte de cerca, que me dirigieras una palabra. No me corresponde más... ¿cómo poderte decir sencillamente hola, cuando aún conservo el eterno sabor de ese “adiós” que te solté cuando me destruiste?

El sentimiento está más vivo que nunca, tan vivo como mis lágrimas que escurren por mi rostro sin querer detenerlas, ya que no me puedes ver.



Ruedo por mi cama desconsolado al rememorar tu rostro, no puedo conciliar el sueño. Siento la culpabilidad tremenda del error de dejarte ir. Perdí mis estribos, te dije adiós, de esta forma es como me castigas...

Princesa, princesa mía, podría volver a tus brazos si tan sólo me dieras una oportunidad...


Mordiendo mi almohada de la rabia y el dolor, sé que yo te amaré por siempre, hagas lo que hagas, con quien estés y en donde te encuentres. Siempre le pertenecerás a mi corazón.

97. Fotografía.






Ha pasado fugaz por mi mente en días tan comunes y tan vanos, lo que ella es para mí, y no puedo evitar lanzar una delicada comparación a las ramas del pasado y del olvido.
No solía sonreír, pero ahí estaba ella, haciendo su esfuerzo siempre minimalista de lucir bien ante la cámara. Yo la abrazaba, ella a mí no. Tan sólo lo hacía de vez en cuando. Momentos tan esporádicos como los relámpagos del cielo, que ahora se ven y luego no.

Llevaba esa bolsa porque le prometí ir de compras, al final olvidé el dinero y creo que fue a propósito.
"No te preocupes", le dije, "paseemos de igual forma por la plaza y compartamos juntos un momento más de nuestras existencias".

Ella siempre tan espiritual, tan desligada de lo terrenal, había aceptado acorde a mis planes.
Previo al enmarcado eterno de aquel día, estuvo el sol bañándole su rostro pálido, y el mundo entero aglomerado en la plaza.
Fue un día sin sonrisas, porque frente a ella jamás necesitaba sonreír. La hipocresía se le resbalaba como si tuviera un eterno repelente. Pero yo fui feliz junto a mi amiga y su compañía taciturna, con sus tintes de depresión y melancolía tangibles.

Fui feliz y capturé la fotografía a las afueras de la plaza. Creo que ella también lo fue, a su manera. Después de todo, terminé comprándole un collar con el dinero de mi comida.
No hubo mucho agradecimiento y yo tampoco lo requerí. La dejé ir después de la fotografía. Creo que la abracé, no recuerdo, pero si lo hice, lo hice bien, porque era nuestro momento.

La fotografía a color me recuerda al gris de las cenizas. Hace ya mucho tiempo que nuestra amistad quedó enterrada en los campos de la historia... de mi historia.



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No es una historia personal.
A mi querida Mel, fiel reflejo del dolor y la melancolía.

96. El bosque.





Sintió el aire helado, demasiado húmedo, por su rostro y cuello, y un graznido agrio le pareció presagiarle el mal.
La mujer caminaba hundiendo sus botas en la superficie de nieve, y ésta le atrapaba sus pasos, la absorbía, le advertía con mudeza que se detuviera. Perpetrar en el bosque en busca de quien debió amar no la haría encontrar el sentimiento perdido al final de éste, y después de todo, ¿qué sabía ella sobre el amor?

El ruido sutil y líquido del hielo cuajándose y cayendo desde los desnudos ramajes asemejaban el glaciar de su espíritu, atacado por una llamita endeble y absurda.
Sus labios aún sabían a traición, pero era porfiada.

Si había algo que componer en su conciencia, ya la noche había caído en su interior. Tras la negrura se vuelve imposible manejar los sentimientos.
Sólo era una pobre infeliz.

Las botas aplastaban una nieve blanca y pura; a su paso, el crepúsculo difuminaba el camino y su propia traición ignominiosa.
Su luz era la violenta vergüenza, usaba cual linterna débil su confuso corazón ahora derretido, tanto como la nieve de las umbrías ramas, que parecían desmoronarse en un trágico final.

El viaje en busca de su marido no la haría acreedora a la absolución de su pasada aventura con el hombre que había prometido acompañarla hasta el fin del mundo y le temblaron las rodillas al serle solicitado que la acompañara al bosque.

Fue al son del danzante astro Rey ocultándose tras la espesura, que la mujer sintió frío de verdad, un aire gélido extraño, la pena tras la mentira.
Quizá no sería perdonada.

Un ramaje helado se movió a su izquierda y ella no se percató. Las pisadas eran blandas, cual blanda era la nieve. Algún furtivo estaba cerca de ella, no era el espíritu del arrepentimiento, no era el fantasma del pasado. Era un ente físico, un maleante, un asesino, un ladrón. Un malhechor.
Y ella pensaba en su viejo amor, cegada por la luz de las débiles estrellas.

Un hombre salió del espesor incierto, del negro hielo.
Agazapado, furtivo, tras la espalda de la mujer del abrigo de armiño, se acercaba tenaz.
Y la mala hembra, relamiendo sus labios sin enterarse de la peligrosa situación, sólo acertaba a encontrarse con el sabor que el amante le había dejado en sus labios.

Luego no recordó más. Un brazo en su garganta, un grito ahogado.
El bosque recuerda el resto; una mujer desnuda en la nieve, un hombre sagaz hurtando sus pertenencias. Y el cielo recuerda a un hombre inocente que se queda solo para siempre.


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Pequeño ejercicio de clase.

95. Ingenuidad.







Hubiera podido seguir soñando con la mujer que reinaba en sus pensamientos, pero la sonoridad ambiental lo hizo volver a la realidad. ¿Qué tan lejos se encontraba de estar cerca?


Al abrir los ojos y parpadear un par de veces para espantar las reminiscencias de la fantasía, comenzó a pasar por su paladar esta frase, este juego de palabras, y a saborear el asunto, con la dulzura de una retórica aparentemente compleja. Lejos, pero cerca.


Ya se había anunciado el feliz aterrizaje, su tierra estaba bajo sus pies, a varios metros de distancia.

“De esas nubes que me cobijaron gozaste su sombra”, pensó el hombre, mientras degustaba el olor de la promesa casi cumplida, el encuentro, el abrazo, el beso, esa tormenta de preguntas que le haría su mujer al verlo llegar, apareciendo tras una multitud enfadada del viaje. No le preocupaba el estrés, mientras tuviera la sonrisa de aquella hermosa sirena que había logrado conseguir como esposa.


“¿Quién podría negar que mi leal mujer no ha hecho sino observar las estrellas en mi ausencia, esperando que yo también las contemplara desde algún punto lejano para que por lo menos nuestras miradas se cruzaran en el universo?”, meditó el enamorado hombre de negocios. Cualquiera que le hubiese dicho que ella lo engañaba con otro mientras no estuvo, hubiera sido tomado como el más perfecto de los mentirosos y envidiosos.


El aterrizaje le parecía monótono y soporífero, añadiéndole más densidad a sus ganas, más peso a sus plomizas nostalgias. Trataba, con esas ansias de niño pequeño, de encontrar el rostro de su mujer incluso entre las mismas pasajeras del avión, sin querer realmente hallarlo: la fórmula se limitaba a buscar lo que evidentemente no estaba ahí. En su estómago se revolvía un amalgama interesante de anhelo y pretensión que parecía enfermarlo. No podía esperar a correr hacia ella al verla. “¡Y lo feliz que se pondrá al ver los regalos que le he traído desde allá!”, pensaba mientras se sentía casi un héroe digno de ser recibido con la mayor pompa y festejo.


Sintió, casi mecánicamente, cómo las pequeñas llantas del avión se fundían con el pavimento al fin, poniéndole punto al viaje. “Cuestión de unos cuantos giros más de esas ruedas”, pensaba el hombre, “para que me dejen bajar de aquí”.


Y pegó la nariz a la ventanilla esperanzado de encontrar alguna pista que desde ese momento le pusiera en su mente la existencia real de su mujer, de que nada era un sueño, de que estaba bien despierto y que en unos escasos minutos la iba a reconocer.

Quién diría que su mujer se revolcaba con su amante al no advertir la llegada anticipada del hombre que deseaba darle una sorpresa con su presencia; que jamás había leído la carta que él le había enviado, que estaba demasiado ocupada disfrutando de su presunta libertad.


____

Pequeño ejercicio de clase.

94. Todo acaba.





Los infortunios atizan azarosamente a los diversos sectores de la vida, como si tuviera alguna enemistad arraigada contra el ser humano. De pronto es capaz de jugar con los hilos de la existencia, tensarlos, incluso romperlos, yéndose después con una sonrisa de satisfacción infantil, sin dar explicación alguna sobre su comportamiento.

La vida es demasiado corta y frágil, además de traicionera, pero eso no lo pensaba la señorita Melissa cuando, distraída, abordó el metro de regreso a su casa.

Venía maldiciendo en silencio, un poco entre dientes, antes de llegar al transporte público; cuando lo tomó ya se había calmado un poco en sus pensamientos de violencia y negatividad.

No iba a ponerse a pensar que, después de haber dejado con el intento de una bofetada a quien era su prometido, iban a separar completamente sus caminos.


Tomó asiento con la insatisfacción reflejada en su rostro. Había basura en su mente que le ofuscaba de lo que debía importar. Se mordía el labio una y otra vez en un acto reflejo, molestándose más por dentro, odiando a todo lo que se movía alrededor. Pensaba en darle un escarmiento al maldito necio que había sido grosero con ella, no hablarle en varios días, no contestarle sus llamadas insistentes, dejarlo en el limbo de la inseguridad y la incertidumbre.

Lo cierto es que Melissa no era una chica con demasiados escrúpulos. Una pequeñez podía agriarle la noche, y su espíritu vengativo le indicaba reflejar su pesadez sobre los demás, específicamente con su amado. Era verdad que lo llevaba en su corazón, pero ella parecía querer más a su orgullo.


Quien es desgraciado suele atraer hacia sí las penas más profundas. No pasa un instante de insatisfacción con el mundo para que algo más vaya a golpear su existencia. Pero Melissa no temía al destino. Revolvía con una mueca sus pertenencias en su bolso, sin buscar nada, pero por lo menos moviendo sus manos para que le alejara la sensación de inutilidad.

El metro avanzaba veloz, y por ella continuaban pasando los sentimientos negativos. Su ceño fruncido no indicaba prosperidad en su ánimo, sino que por el contrario, parecía hundirla emocionalmente. Él era un idiota, era un patán. Sí, lo amaba, pero se complacía con ofenderlo en su mente, porque eso se sentía bien.

“...Y no volverá a saber de mí”, se decía a sí misma, “al menos hasta que yo lo decida”.


No había pensado en que probablemente el destino sería quien decidiera lo que pasaría entre ambos amantes.

Melissa nunca supo exactamente qué ocurrió, tampoco fue verdaderamente relevante. Quizá su recuerdo más fresco después de la nada fue una luz, una luz inmensa que provino de todos lados repentinamente, colándose por las ventanas, llenando todo el espacio de su resplandor. Un golpe seco y sonoro, pero eso vino después. Era todo un estallido. Nadie comprendió lo que ocurría, pero tampoco importaba.

De pronto, gracias al golpe, todos habían perdido la conciencia y probablemente algo más.

Mientras la persona que se sentaba al lado suyo se había atorado entre los metales retorcidos de los asientos, Melissa había sido lanzada hacia la puerta con la violencia de una devastación, y por una fracción de segundo, si bien incomprensible, supo que todo había cambiado completamente.

No iba a poder adivinar que su amado no la vería nunca más, que el castigo impuesto sería eterno, que las últimas palabras hacia quien amaba con su vida fueron ofensas, que sus últimos pensamientos fueron basura ante el que fue el más importante de su vida.

Todo acaba, todo termina en esta horrible vida, de la forma más injusta y arbitraria.


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Pequeño ejercicio de clase.

93. Será.




"¿Será, será, que si te digo lo que te quiero, dejarás de quererme?
¿O será que si no te lo digo, me querrás por siempre?"

Mente embrollada, laberinto humano. Reminiscencias de una madurez demasiado desarrollada y estallada en mil pedazos.
Así es su cabeza.

En mi boca está el amor no dicho, en mi boca está María con su será.
Porque el será forma parte de su integridad, es indesplazable y se devora como el postre de su misterio.
Porque el error humano tiende a afectar el alma propia y masticar los pensamientos lúcidos hasta hacerlos pastosos e inservibles.

Todo queda en un será. Porque María dijo estar enamorada de mí, debe ser normal preguntarse por qué será que ahora su amor es un fantasma que grita que existe a pesar de su invisibilidad.

Será que se fastidió, será que se aburrió, será que las cosas no se dieron, o se dieron de sobra. Germinaron muy pronto como para marearla, o será que germinaron muy lento y se rió de la ilusión pobre, gestada de una depresión de medio tiempo.

Y el será se repite mil veces en mi cabeza, al compás de su nombre, que danza con la incertidumbre.
Porque su mente es un laberinto y espero que tenga salida.

martes, 6 de agosto de 2013

92. Eulogías malditas.




El polvoso olvido se desechaba de su figura pétrea y se zambullía en nuestras aguas para infestarlas de basura.
Los canales con aroma a rosas y flores diversas que solíamos cuidar, acrecentando sus perfumes, están llenos de tierra.
Lo que germinaba en sus orillas es el vestigio penoso de lo que tuvo su esplendor tantos meses atrás. A veces parece tanto, a veces parece tan poco.

Es inverosímil creer que una rosa florezca sin sus gotitas cálidas que la hacen sonreír ante el sol.
Y hay pétalos muertos en tus manos, cariño. Tantos que ennegrecen tu piel y tu alma -eulogía satánica desprendida de tu cuerpo.

Malas lenguas viperinas, fungiendo calidades de consejeras musitan, formulan mudas, que la puerta ha de cerrarse. Que por ella no ha de entrar el aroma del deseo, mas podredumbre residual, de algún viejo amor, será quien ingrese y me hiera mi olfato.
¿Y ese rostro de ángel? ¿Ése, que despide el delicioso olor de la esperanza?

Puedo sentir la presión de varias manos gigantes, sobre mí, a mis costados, me afianzan, me jalan y me aplastan. Y la saliva escupida del futuro en mi rostro, que se ríe de mí al no poder verlo, al estirar mis manos para buscarlo a tientas, como un ciego desesperado por encontrar su bastón. Le torcería el cuello.

Y a ti te mordería la mano antes de que ésta me ahorque, angelito.

miércoles, 13 de marzo de 2013

91. Te dibujó la brisa.




Hallándome exhausto de pasadas fatigas
a paso cansado, mi sombra temblando
fue la presencia entre un mundo de rimas;
el dulce olor de pasión de tus labios,
¿quién era la esencia vagando perenne
tras resquicios de un mundo olvidado,
burlándome a mí, burlando a Selene,
dejando tan sólo su aroma colgado?

Sueños son, vagando alrededor
del cosmos perpetuo gestado en mi alma,
Sueños son, dibujo encantador
De un rostro silente, templado en su calma;
del par de luceros naciendo en verano,
y la blanca nieve que tiñe su cuerpo,
y el mágico ritmo sereno y lozano
de finas manos trazando el recuerdo.

Era ella, mas mi mente era necia;
la brisa llevaba tu nombre en sus labios,
Gritaba en el aire con fórmulas recias,
untaba en mi oído tus letras sin cambios.
Y el dulce contorno pintó mis sonrojos,
Tu fina figura trazábase eterna;
Eróticas curvas, verdor de tus ojos,
hermosos cabellos, la mueca más tierna;

Tu cuerpo bendito plasmado en mi ser.
La llave de tu alma que surge al nacer
Cada latido de este febril corazón.


Ilusión del recuerdo, sueño de estío,
impiadoso del viento que piensa borrarte,
pues no eres real, tu cuerpo está frío
maldita distancia, por qué tan aparte...
Tocaba tu mano, tus gráciles dedos
tus suaves mejillas heladas se hallaban
Lloraba en silencio tentado a mis miedos
Gritando a los aires que lejos tú estabas.

Amor te profeso, lo siento muy dentro,
Mi mente no aparta mi ideal del encuentro
Encuentro bendito de tu cuerpo y el mío.

Será, será, mi hermosa felina,
Que mis esperanzas en ti yo derramo...
Será, será, será...
Será, será, será que te amo...



___

Para ti.

viernes, 8 de marzo de 2013

90. Dos enamorados suicidas.





Sentados frente a frente, ninguno de los dos dice nada, sólo sabemos que la hora final nos ha llegado. El mundo no lo ha decidido, la chispa provino de nuestras mentes, gestada por una juventud atolondrada. Te miro y tus ojos reflejan el vacío de la desesperanza, que nada queda luego de haber tomado nuestra última carta.
Estamos sanos y completos, pero no somos felices en este mundo. Tenemos el amor que necesitamos, lo que nos sobra es el entorno, que aplasta nuestras mentes como un zapato al insecto.
Nuestras bocas forman un rictus perfecto, no tenemos expresión, pero los sentimientos postreros revolotean en nuestro estómago queriendo taladrarlo para salir. Hubiera querido imaginarme que eran como pequeñas criaturas picando una mina, para encontrar la luz al final, pero no estoy de humor para las metáforas.
Tus ojos, con una tonalidad que me recordaba al amanecer primaveral por la mezcla del amarillo del sol resplandeciente y el verde de la hierba fresca, parecen querer soltar alguna escurridiza lágrima que tú evitabas. De pronto evitas mi mirada y jugueteas tristemente viendo a tu alrededor; cuando yo me descuido tú me observas con curiosidad.

—Tenemos que acabar con esto de una vez... —murmuro.
—Lo sé... —dices tú.

Noto un esbozo de pesadez en tus palabras, un plomo que no te deja levantarte de la silla y que se distribuye entre tu estómago, tu mente y tu corazón. Podía comprenderte con una simple mirada; nunca fuiste del todo predecible, pero tus sentimientos se reflejaban hacia mí con la mayor de las facilidades. Te comprendía cada mueca y cada ademán. Fuiste mía, después de todo.

—No sé... —añades luego, con titubeos.
—Anda —menciono, y me levanto de la silla con un poco más de decisión—. Toma mi mano.

De modo que te extiendo mi mano derecha, la cual miras fijamente con ojos tristes por varios segundos. Tus mejillas despiden una palidez casi cenicienta, tu cuerpo se mueve aún pero tu alma ya no tiene vida propia. Estamos dispuestos a morir.

—No tengo el valor para hacerlo... —dices de pronto.
—Será rápido, te lo aseguro... ¿recuerdas que lo prometimos? Moriremos juntos... Y moriremos cuando lo decidamos. Y hemos decidido que la muerte arribará hoy a nuestros cuerpos. No se necesita mucho valor para suicidarse, sólo... jala tu gatillo, mi amor...

Sonríes, sonríes para evitar que las lágrimas se resbalen por tus mejillas. De todas formas, nada queda.
Empuñas la pistola con un poco más de fuerza que yo a la mía, pero tus miedos comienzan a cesar.

—Toma mi mano —me pides.

Asiento, tomo mi arma con la mano izquierda, y con la derecha conecto contigo como me lo pides. Las miradas mutuas parecen eternas, quiero grabar el color de tus ojos en mi mente e imprimirlo en el más allá.

—Esto ha sido todo —susurro, llevándome el arma a la sien.

Me imitas, bajando la vista. La mano te tiembla, puedo notar que aún no estás del todo decidida.

—Querido...
—Dime, mi niña...
—Hazlo tú... mátame tú. No tengo valor para jalar el gatillo. No puedo...
—Sólo... sólo hazlo una vez. Yo lo haré al mismo tiempo que tú, mi amor... De esta manera nos desprenderemos de este maldito mundo terrenal y viajaremos muy, muy lejos, pero juntos para siempre.
—¿Juntos para siempre? —repites, dubitativa.
—Juntos para siempre. Después de la muerte no hay más límites. No me iré de tu lado jamás, por la eternidad. Te lo juro.

Tus ojos comienzan a apagarse, las lágrimas los están deshaciendo. Abres los labios, pero éstos te tiemblan, parece que no sabes exactamente qué decir.

—Quiero —murmuras.
—Quiero, también... —respondo con decisión.

Vuelves a apretar los ojos, quizá en un intento de contener el raudal de lágrimas. La mano que sostiene tu arma no es firme, pero el dedo está a nada de oprimir ese gatillo.

—No llores, mi niña... no llores, que seremos felices por siempre.
—Asesíname, mi vida... asesíname... no puedo, asesíname... Mátame... No puedo con esto. Quiero estar contigo, pero no quiero que por mi indecisión tenga que verte morir primero. No lo soportaría. Mátame, cariño, luego haz lo mismo contigo. Te lo suplico...

Trago saliva. Las cosas no son como esperaba, pero es el momento crucial. Nuestras vidas tienen que extinguirse. Miro mi arma, completamente cargada, luego te miro a ti, intentas serenar tu llanto, poco a poco lo vas logrando, tu respiración se controla lentamente, tus extremidades dejan de temblar.
Abres los ojos, me ves fijamente. No expresas nada.

—Te amo —susurro conteniendo una lágrima, y te apunto con el arma entre tus ojos.
—Yo te amo también... —dices, tragando saliva por última vez, mirando la boca del cañón tan cerca de ti, a punto de detonar. Sabes que no te quedan muchos segundos de vida.
—Nos vemos muy pronto, mi amor eterno...

No puedo seguir viendo tus ojos, no soportaría contemplar cómo se extingue su brillo. Me siento un asesino. Daño a quien más quiero, le quito su vida, la arrebato a mi voluntad de este mundo, y sin embargo, todo es porque la amo...
Giro mi rostro, aprieto mis dientes... mi dedo cumple con su función y oprime el gatillo.
Se escucha un trueno ensordecedor, mi mano bota hacia atrás, siento calor en ella, me siento húmedo de mi brazo y mis ropas, me tiembla todo el cuerpo...
Y al voltear de reojo, el cuerpo inerte que yo tanto amé cae como peso muerto.

Muerdo mi lengua con furia y las lágrimas me corren a raudales. ¿Qué acabo de hacer...?

Me apresuro a poner fin a esto. Me arrodillo frente a tu cadáver, tomo tu mano aún caliente, cierro mis ojos, bajo la cabeza, con la pistola apuntándome a la sien.
Todo ha finalizado, pero ha sido junto a ti. Ahora sí, seremos felices en el otro mundo, para siempre, lejos de esta porquería...
Seremos dos espíritus que se amarán por la eternidad, dos almas que murieron juntas porque así lo decidieron.
Otro tronido ensordecedor, luego nada.


___

Gracias, María Eugenia. Por tu detonante, por la inspiración en tus ojos, esos que enmarcan el deseo de revelar la línea entre la vida y la muerte.

El relato, naturalmente, es un ejercicio de entera ficción. No trata de hacer apología a nada en absoluto. 

viernes, 1 de marzo de 2013

89. Consulta psiquiátrica.



—Es sólo que... prefiero dormir en vez de estar despierta, sabe, ¿doctor? El mundo allá afuera es aún más horrible de lo que nuestra mente puede engendrar para espantarnos. Por eso no saldré nunca más de mi habitación.
—¿Por qué prefieres estar dormida en vez de despierta?
—Yo... bueno, quisiera saber si a todos en este mundo nos ha pasado sentir ese agotamiento, esa sensación de no poder más.
—A mí me sucede, a pesar de ser psiquiatra, si eso te consuela. Me ocurre cuando trabajo, señorita. Me levanto muy temprano a trabajar y los días son fatigosos, pero al final siempre llega la tarde; llegar a mi casa y entrar en mi habitación, tal como la tuya, me hace sentir que valió la pena el esfuerzo de mantenerme despierto. Créeme.
—Tal parece, doctor, que usted habla de agotamiento físico. Yo hablo de agotamiento espiritual.
—Jane, ¿es el agotamiento espiritual lo que te hace permanecer temerosa en tu habitación, sin desear salir bajo ningún motivo? Tu madre está tan preocupada por el comportamiento que presentas...
—Es el agotamiento... es el horror. Sólo quiero estar sola para siempre.
—¿Has pensado en salir acompañada? Reconozco que el mundo puede no ser hermoso, pero se siente mejor si cuentas con alguien en la vida, porque eso te da confianza y sensación de protección.
—No. A nadie quiero.
—¿Cuáles son tus pensamientos recluída en tu soledad?
—No tengo pensamientos propios, doctor. Soy un engendro mecánico... No me gusta hablar con nadie, y si ahora lo hago con usted, es porque la insistencia de mi madre no tenía fin. Espero que pronto pueda dejarme en paz.
—Tranquila, Jane. Así será. Sólo, por favor, dime qué piensas...
—Soy un títere de mi mente. Cuando duermo, mi mente me muestra los recuerdos más grotescos de mi vida. He pasado por cosas horribles que me he obligado a olvidar, pero en mis sueños llegan las remembranzas dolorosas. Veo cosas que... veo cosas que usted no imagina...
—¿No te molesta que tu mente se burle de ti, mostrándote esas cosas tan aterradoras mientras te hallas indefensa en el más profundo de los sueños, tornándose en pesadillas?
—Que se burlen de mí dejó de interesarme. Eso me incluye a mí misma.
—¿Por que, Jane...?
—Porque sí...
—No llores, Jane... toma este pañuelo, limpia esas lágrimas, por favor... Hablemos con franqueza, calma y amabilidad.
—Gracias, doctor...
—Dices que no te importa que tu mente se ría de ti cuando lo que más deseas es alejar los malos recuerdos. ¿Por qué lo permites? ¿Es que alguna vez te importó?
—Quizá, pero juraría que fue en otra vida. ¿Qué sentido tiene que me importe? De cualquier manera, no deseo volver al mundo jamás...
—¿Por qué, Jane?
—Cosas malas... cosas muy malas de mi infancia y pubertad...
—Dime... ¿qué has hecho para poder decir eso?
—Intentar vivir...
—Eso no se intenta, Jane, se logra al nacer... Tú vives de la manera que desees.
—Eso varía, doctor, dependiendo de lo que signifique para usted “vivir”...
—Lo mismo quisiera preguntarte, ¿cuál fue la vida que intentaste vivir?
—Una vida estándar, una vida equivocada, una vida que no era para mí. Éste es mi destino.
—¿Destino, Jane?
—Destino, lo que la vida me deparó desde el maldito momento en que nací.
—¿Y sólo una vez lo intentaste? ¿Cuándo caíste, cuándo decidiste rendirte?
—Cuando me di cuenta de que todo era una basura.
—¿Y si decidiéramos que puedes luchar una vez más, Jane...? ¿Qué te motivaría, qué te haría continuar? Cuéntame, por favor...
—Yo no deseo luchar por un mundo que no quiero.
—¿Y por cuál mundo luchas?
—Por ninguno... ¡quisiera morir! ¡Quisiera morir, doctor! Y lo más parecido a la muerte es el sueño profundo...
—¿Morir? ¿Soñar?
—Soñar, soñar... porque al dormir, me refugio en un mundo inexistente... en un paraíso.
—¿Cómo así, Jane? Hace poco decías que lo que te mostraba tu mente en tus sueños era aterrador y traumático.
—Eso es, doctor, porque detrás de la puerta todo es aún peor...
—¿En la calle?
—Sí. En la calle.
—¿Por qué en la calle?
—En la calle, en el colegio, en cualquier parte. Hay fantasmas que me persiguen.
—¿Cómo son esos fantasmas, Jane? ¿Físicos?
—No. Fantasmas del recuerdo. Fantasmas de lo que pasaba afuera.
—¿Qué pasó allá afuera?
—Me rehuso a contestar esa pregunta.
—Jane... ¿qué cosas solían gustarte antes de que pasara lo que pasó y que detonó en esta reclusión en tu habitación?
—...
—¿Jane?
—No sé. No me interesa. Tampoco a usted. Era otra vida, otro momento, un lugar lejano que mi mente no evoca. Ya nada queda, márchese, doctor. Me apetece dormir.
—Jane, déjame ayudarte...
—Hágalo entonces. Salga de mi habitación, por favor... Se lo suplico. Déjeme en paz... No podré vivir de nuevo. No logrará sacarme de aquí. Salga. No me iré. Salga, doctor...
—Jane... me iré por ahora... ¿Sólo deseas dormir?
—No vuelva mañana. Estaré durmiendo también. Y tomaré somníferos cuando despierte para volver a dormir.
—¿Por qué...?
—Porque soy hasta cobarde para matarme. Prefiero vivir del sueño. Un día mis pesadillas tendrán fin. Márchese, doctor, se lo pido.
—...
—...
—...Suerte, Jane...
—Hasta nunca...


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Esta historia pronto tendrá un audio de mi voz en cooperación con mi amiga "Bettle Red". ¡Un gran saludo por su enorme esfuerzo!

miércoles, 27 de febrero de 2013

88. Un final intrascendente.



Al paso de una corriente aérea junto a mi silueta, todo se desmorona a través de mis sentidos. Nada queda, nada trasciende, nada sirve en lo absoluto. Una fuga siniestra de congruencia se dibuja tras cada sombra de los residuos que deja la tormenta, y estos pronto quedan pulverizados hasta volar por los aires demasiado corrompidos.
Lo veo a diario, para mi mala fortuna; es un atisbo inclemente que el destino le depara a mi mundo, a ese universo por el cual yo transito con el mayor de los desdenes. Giro mi rostro hacia los confines, trato de visualizar una esperanza tras cada herida que sufre mi alrededor. Cada grieta es un dolor profundo, es un lamento infinito que surca los helados vientos y se eleva impetuoso hasta el firmamento, sin dejar de resonar chillonamente en mis oídos. Ojalá pudiera hacer algo por toda esta porquería.
Mis pasos no crujen en el suelo que se desvanece. Mi sombra hace ya tiempo que se ha fusionado con la negrura del paisaje, que terminó engulléndola de forma brutal e impía. No voy a ningún lado, porque avanzar en este desierto es dar vueltas en el mismo círculo de la desesperación. Simplemente, mi cuerpo obedece al instinto de avanzar para embarrarme más de este musgo que rige por todos los alrededores.
No hay sol, no hay luna, no hay estrellas. No hay color. No hay vida. Avanzo, y las aves muertas caen de los cielos hasta mis pies, rendidas, con las alas extendidas como formando grandes cruces. Un paso mío, que se hunde hasta lo más abismal del fango, hace trepidar las últimas paredes grises que se sostienen llenas de fisuras a mis lados. Todo cae, no es mi cuestión; todo muere, no es mi culpa. Mis lágrimas no aliviarían una humanidad en decadencia. Estos puños que tenso en un sincero odio dirigido por la misandria jamás le devolverían la sonrisa y la vitalidad a un yerto cuerpo tendido en el olvido.

El caos reina, el silencio devasta. Corta la piel. El frío es amo y señor del mundo. Todo ha quedado corrompido, no hay vida y nada volverá a ser como alguna vez se soñó. Mis ojos se cierran porque simplemente no desean ver hacia ninguna dirección. El vacío se erige como gran estatua en medio del depósito de almas muertas, a lo lejos, en el firmamento, en donde nadie lo alcanza pero todos lo ven. Nos llena, nos engulle y nos tortura. Nos mata a todos y nadie puede salvarse. Esto ha finalizado, porque quiebra el sentido propio, porque nadie desea por cuenta propia sobrevivir al infierno terrenal.
Las últimas gotas de color son las de mi sangre, pero pronto el gris las barrerá. Mis ojos están secos, tanto como mi boca, tanto como mi interior. No nos queda nada por dentro, no nos queda una chispa, no nos queda una llama que no debía apagarse. Caeré, caeremos, todo caerá, como el resto de las cosas cayeron, y este fue el fin de lo conocido y de lo que habría de conocerse.

A la humanidad le faltó saber lo que era el amor.



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Inspiración directa de Radiohead, su humilde versión aminorada.

87. Duele



Duele. Duele.
Duele porque lo que fue ya no es lo que es. Duele porque lo que será se conjunta con lo que fue y lo que es.
El saber que no tiene sentido las cosas como son, que hace falta más que la añoranza del ayer. Que la sonrisa no significa nada. Si vieras mi interior, parece un bosque seco sin alegrías.
La tranquilidad que hoy reina, que ves en mí, no indica gran cosa. Puede ser una pasividad forzada por no querer entender que las cosas se derrumban poco a poco. No es que todo esté bien. Es que dando un paso en falso, las cosas pueden sucumbir.
Y duele.
Duele porque los recuerdos me atosigan y me funden. No creas que es poca cosa. Quién dijo que recordar es volver a vivir. Gran mentira, recordar es morir.
Ya sabes que me haces falta, que los días se prolongan, que las noches son eternas si la luna no se asoma tras los montes lejanos. Qué gran exageración, diría alguien por ahí.
Yo te quiero, y la distancia duele.
La distancia espiritual.
Jamás me importó la naturaleza de tus maneras, la profundidad de tu mente, los paradigmas que le aplicas a la vida. Qué importa eso, mientras existas. Duele saber que te acogí y me acogiste, y ahora parecen quedar apenas vestigios en la memoria, hojas danzantes que amenazan con caer de las ramas semidesnudas.
Quién lo diría.
Es decir, quién diría que alguien pudiera prestarle tanta importancia ante lo que de forma extrínseca parece una nimiedad. Una cosa que fácilmente puede botarse al olvido, como desatar un nudo molesto. Quién diría que mi maldita insensatez tuviera que darle tantas vueltas a un asunto en donde es más que obvio que el orgullo impera y manda.
Será porque cuando quiero, quiero querer.
Será que cuando mueren mis emociones, me siento caer.
Pero soy testarudo, ya me conoces. Nada es lo que parece en mí, aunque reacciono de formas bastante esperadas cuando alguien me conoce. Y tú me entiendes. No sé cuánto, pero si es de la misma forma gradual en la que yo te he examinado, entonces sé que me comprendes.
Ahí estoy en la ventana, pegado, tomando las rejas heladas con mis manos. Estoy esperando que la luna salga de entre las nubes, ahí donde está escondida. Que sólo me eche un vistazo y se vaya. Sólo eso. Sólo eso.
Duele que la luna no salga.
Sólo eso, pero duele.
Y duele en los huesos, duele en el alma estar aterido por el frío bajo mi cobija una vez que me retiro a intentar dormir. Ciertamente, nada es lo que fue. Pero no quiero que sea como es. Y dudo que el pasado se reviva, el pasado está muerto y quien quiere recordarlo no tiene más opción que morir con él y quedar enterrado en las cenizas junto con sus memorias.
Junto con sus hermosas memorias.
Duele, nadie sabe cuánto. Quizá nadie me entienda. Quizá alguien, yo no lo sé. Quizá te sientas en tranquilidad de saber que sólo es una exageración. Que me gusta gastar tinta y escribir sobre las cosas de corazones ajenos.
O quizá entiendas la realidad.
Que la opacidad de mis ojos se debe a la soledad que desde hace un par de días pesa. Yo no sé. No sé ni a qué se deba. No quiero saberlo, y si lo sé, no quiero creerlo, ni recordar nada. Es inútil, es estúpido, es fatal.
Es un tormento. Recordar es morir.
Tengo terror de que el futuro sea un amalgama maldito entre las remembranzas del pasado y el vivir del ahora.
Tengo terror.
Me duelen los huesos y me duele el alma. Debo retirarme de la ventana.
No, hoy no saldrá la luna. Quizá mañana tampoco. Y si me echa su vistazo fugaz, ¿será lo mismo? Yo soy quien atraigo la desgracia del futuro. Yo soy quien me atormento. Todo está bien. Sonrío. Pero si vieras por dentro, hay un bosque seco, sin alegrías.
Mis manos se pegan a las rejas.
Mis manos están pegadas. Y mi vista, al cielo.
A las nubes.

Voy a intentar dormir. Parece broma.

Me duele todo.


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En su tiempo escribí esto para una amiga. Hoy ya no tiene caso en lo absoluto, pero igual publico.
 Gracias por las metáforas de la luna y el bosque, Melita.

86. Sin razones para seguir viviendo.



Me despierto y maldigo a Dios por darme un día más de vida.
No soy lo suficientemente cobarde (¿o sería más bien valiente la palabra adecuada?) para tirarme al olvido en una sesión. Para matarme. Pero no puedo más con la pesadez general de esta atmósfera que me engulle de poco a poco. Es hiriente, me lacera y me quema la piel y el alma.
Esta pesadilla termina por elevar mi mente poco a poco en un plano sideral y luego dejarla caer para estamparla en el suelo de la realidad. Con dolor, doy pasos torpes por mi estancia, simplemente no quiero vivir.

Dios mío, ¿cuál es la razón de vivir si no puedo amarla?

La tortura mental que me incito es una canalización de mis penas más profundas, surge de lleno al ver tu fotografía que jamás dejo que se empolve. A diario te veo, y a diario entiendo que jamás volverás a ser mía.
Mi corazón está congelado desde el momento de tu partida, aquella última vez que te dejé marchar por la enorme puerta que maldigo mil veces; sus latidos cesaron, me enfrié por dentro y no soy nadie sin ti. Todos los pétalos caídos de la rosa marchita que florecía en mi corazón te pertenecen. Todos y cada uno. Yo no me quedo con nada, porque yo soy para ti y de esta forma fui concebido. No hay razón que ampare mi existencia si no es a tu lado, y juro que sin ti no puedo vivir más.
El eco de las calles resuena en mis oídos, pero ese mundo es ajeno a mi existir, hay algo más allá de mi entorno que no es para mí, el universo me está enajenando y me siento flotar en un vacío en donde la negrura impera. Mi mente se desliza de una situación a otra, de una idea cruel a su consiguiente, nada tiene sentido porque no soy capaz de hilar un solo pensamiento coherente, me falta mi razón si no tengo tu delicada mano prensando la mía. Es una depresión en la que no veo ni un atisbo de luz.
Las lágrimas inundan mi rostro al besar con delicadeza la fotografía que conservo con más ahínco y que pronto enmarcaré para verla diariamente colgada a la blanca pared al despertar y romper mi corazón más aún desde el primer minuto del día. Para recordarme que no debo ni pensar en ser feliz, ni siquiera intentarlo si no estás tú. Sería vergonzoso.
Llevo mis manos a la cara, he de aceptar que soy un infeliz. Hoy, otro día por vivir, otro día por sufrir, otro día por romperme por dentro, otro día por marchitarme y ser una sombra en este mundo. Otro día más otogrado y no merecido, brindado y no bien recibido. Quiero dormir y no despertar, siento que eso es todo lo que necesito para aliviar mi espíritu, embarcarme en un sueño eterno en el que tú seas la protagonista y no haya otro objetivo más que amarte.

Todo lo que quería, era estar a tu lado.

No pude amarte como tú lo deseabas, ahora le perteneces a alguien más. Es algo que mi corazón no puede soportar, un peso cual yunque que lo oprime severamente con riesgo de estallar. Ya destila sangre por mi interior, ya revienta en partes. No es capaz de más, la fuerza sobrepasa sus límites. Yo me siento morir, pero por alguna extraña y estúpida razón, continúo en pie, sigo dando pasos, sigo respirando y viendo cómo cae el sol tarde tras tarde. No sé cuánto tiempo llevo así, si tres días, un mes, un año, no lo sé. Lo único que entiendo es que jamás voy a superar el hecho de haber perdido la mitad de mi alma y que ahora esté tan lejos de mí.
No tengo más remedio que vivir dentro de mí mismo y esperar a que mi frágil salud dé pie a la muerte de una buena vez, puesto que nada más tengo que hacer en este mundo, ya que para siempre me mantendré en el lado frío del universo paralelo que es mi conciencia.

No sé, pues, si desear la muerte, porque ya estoy, de hecho, muerto por dentro.

85. La vida es asquerosa y la muerte es el premio tras soportarla.



¿Alguna vez te has puesto a pensar si alguien realmente te ama? ¿De verdad tienes muy seguro que alguien se acordará de ti el día en que mueras?
Porque estas cuestiones he meditado, es que sucumbo en la peor de las tormentas internas. Siento mi cuerpo arrastrado por un denso remolino que me lleva hacia la nada pero me absorbe muy tenaz, y no puedo más contra ello. Es un sistema que no permite el rechazo ante el destino.

Siempre sostuve que la vida por sí misma no tiene ningún sentido, sólo es sufrimiento de principio a fin. Arribamos a ella entre mares de dolor y lágrimas, y de ella hemos de salir entre la peor de las penas. No hay motivo por el cual avanzar día a día, y si se hace una minuciosa inspección, hemos de darnos cuenta que las esperanzas de continuar por nuestros senderos son meras ilusiones vendidas.
A mí no me gusta la vida. La desprecio por ser asquerosa. Los pequeños placeres diarios no alcanzarían jamás a reemplazar nuestras tremendas dolencias del día a día.

El mundo es una constitución de oscuridad infinita, que sólo es combatida apenas unas horas por luz lejana. No es de asombrarse que sea la tristeza, el odio, la melancolía y el vacío existencial lo que domine entre el común denominador de la sociedad. Nuestro entorno no emana luz por sí mismo. Todo es una negrura sin fin de la cual no podemos vivir engañados. Nuestros sentimientos reflejan la emoción percibida de la atmósfera opresora. Nada es lo que parece, estamos huecos. Nada sirve en la vida porque todo es efímero. ¿Qué demonios es el amor? Algo a lo que cada quien da su propia interpretación, puesto que es tan variado que ni siquiera es digno de ser llamado un sentimiento puro. No es nada. Es volátil, es estúpido. Es una falsa ilusión de que la vida es bella.
La vida es basura y apesta en verdad.

No hay, pues, sentimiento más puro que el dolor y acaso el odio. Es algo que todos llevamos por dentro, que nos mezcla y que nos hace caer en un estado de insensibilidad. Cuestión de una reacción en cadena para sacar nuestra verdadera personalidad, la esencia de cada quién, ese monstruo que no podemos controlar, ese desprecio hacia el mundo y todo lo relacionado. Ese ego que apenas dominamos. Nada es lo que parece, he de insistir.
Quien se sienta valiente, debería abandonar la partida por su bien. Nos han inmerso en un juego sin salida, en un ajedrez en donde sólo somos un peón contra todo el ejército rival. Algo en lo que jamás podremos salir triunfantes. Nadie se ha librado de la muerte jamás. Si existe un Dios, nos odia con profundidad infinita. Y de ser así, yo le odio también por haberme creado.
La vida es un círculo vicioso en donde nos vamos deteriorando sin oportunidad a recibir premio alguno por la resistencia estúpida. Hasta el último optimista ha muerto y ha quedado en la desdicha perpetua por los anales de la historia. Nada queda, salvo cenizas. Eso no nos da nada. La vida es asquerosa.
Y si alguien me lo pregunta, preferiría jamás haber nacido.