Advertencia: podría herir susceptibilidades. Mis cuentos son crudos.
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Cuando yo la conocí, me di cuenta del desacierto natural enseguida.
No era que le importara mucho, su vida era feliz, su sonrisa era espontánea y su locura era sorpresiva. Tenía un sentido del humor extraño, de pronto sus profundos temas de conversación terminaban en simples muecas graciosas que nos hacían reír a todos los que estábamos alrededor. Corría y trepaba los árboles con una agilidad sorpresiva; hablaba mucho, pero todo lo que decía era extraordinariamente entretenido. Nos narraba historias fantásticas, salidas de su excéntrica imaginación muy infantil. Solía contar chistes originales y parecía llevar una vida que retozaba entre la diversión y el esparcimiento.
Era un alma feliz.
Ella y yo caminábamos juntos frente a las aulas vacías una vez terminando las clases. Yo, con mi eterna mochila negra al hombro; ella, con sus lentes demasiado oscuros, estuviera el sol en todo su esplendor, o el cielo cubierto de nubes. Me hablaba algo sobre un videojuego que había finalizado, o del capítulo del día anterior de alguna serie televisiva. Se detenía a observar la mantis religiosa posada en el barandal del segundo piso. Me sujetaba del brazo para que parara la marcha, porque se había interesado en algún mural de los que adornan nuestro colegio. De pronto simplemente se lanzaba a los céspedes y me sugería que hiciera lo mismo, con la serenidad reflejada en su rostro, un ambiente de paz y tranquilidad se respiraba junto a su persona.
La seguía a todos lados, y si no era así ella era quien me seguía.
Frente a mí se quitaba los lentes oscuros, y cuando lo hacía, ponía un rostro muy raro, muy serio, muy nervioso.
Yo le pasaba mi brazo sobre sus hombros, la acercaba a mí y le murmuraba con seguridad: “Tranquila, todo está bien, ¿lo ves?”.
Otras veces no era necesario ninguna clase de consuelo. Yo desde el primer día en que la conocí, noté su singular rostro, enmarcado por dos colores que resultaban altamente prominentes. No eran sus enormes y redondos ojos lo que llamaba la atención y motivaba a las burlas de sus soeces compañeros, sino la heterocromía de los mismos.
—Antes me molestaban muchísimo por esto —dijo una vez, cuando confesábamos algunos secretos. Las lágrimas se le agolparon y por primera vez fui testigo de ello.
—Vamos... esos ojos se te ven hermosos. Son especiales —le contesté con una mínima sonrisa, viendo el verde intenso de su iris derecho, y el negro profundo del izquierdo.
—No lo sé. Sólo... siempre me he sentido tan extraña —volvió a decir—. Daría lo que fuera por ser normal un solo día, ser como los demás.
—¿Por qué ser como los demás? —le pregunté—. ¿No es eso demasiado aburrido? ¿No es demasiado conformista?
—¿Y te parece poco aguantar las burlas de los muchachos, todo por culpa de mis ojos defectuosos? —exclamó, ya con el sentimiento a flor de piel.
—A mí me encantan. Bicolores —le contesté, con absoluta franqueza. La miraba, y por primera vez también, ella comenzó a sentirse nerviosa.
—No son bonitos. Sólo nací rara y fea —esquivó mi mirada y trató de taparse los ojos con las manos—. Los ojos verdes de mi padre y los negros de mi madre se fusionaron en mí de mala forma. Nunca te lo había confesado, pero son muchas las noches que me siento mal conmigo misma por haber nacido diferente. Quisiera, quisiera arrancármelos, colocarme unos normales. He tenido ganas de hacerlo.
Bajé la mirada, antes de contestarle algo.
—Venga, ánimo. No es nada malo. Tus ojitos funcionan a la perfección. Sólo que cada uno decidió vestirse de diferente gala. Eso es maravilloso, imagina si todos nos viéramos iguales. Tú eres tan diferente en tu personalidad, eres tan agradable, tan divertida, tan maravillosa. Pues tu mismo cuerpo también está denotando que quieres ser auténtica y original, y repito, se te ven bellísimos. Venga, venga. Vamos a la cafetería, que yo compraré los chocolates calientes. Sólo anímate, ¿sí?
Recuerdo que ese día fuimos a la cafetería mucho más alegres, ella tenía la capacidad de cambiar de estado de ánimo de un momento a otro. Fue casi como una palabra mágica, pues enseguida me sonrió, se levantó de un salto y enfiló incluso antes que yo hacia el lugar acordado, no dejando de dar gracias por la atención. Y yo me sentí bien, con ella y conmigo mismo. Realmente la quería como una hermana, y tuviera los complejos que tuviera, era sencillamente maravillosa...
Creo que entre más pasaban los días, más inseparables nos hacíamos. Ella se colgaba de mi brazo a veces; decía, entre broma y broma, que abrazarlo le brindaba una protección especial. Creo que lo decía muy en serio, aunque cuando lo hacía reía también, para no mostrar demasiado su lado sensible.
Ante sus problemas, prefería guardárselos, mostrando alguna muequita característica de su estado de ánimo disfrazado de diversión; y si era yo el del problema, me tomaba las mejillas con ambas manos, de una forma muy cariñosa, y me dibujaba una sonrisa, pues aunque fuera forzada, ella consideraba que era un gran avance para llegar a la felicidad o por lo menos para salir de la depresión.
Incluso hasta hace unos días, cuando venía corriendo hacia mí y gritándome algo entre risas, su semblante era el de una persona que no teme a la vida y que trata de buscar la perspectiva más bella de la misma. Me daba mucha risa porque corría casi tropezándose para encontrarse conmigo, con su cabello muy revuelto, su chaquetón gigante y sus eternas gafas oscuras, para contarme que ya tenía idea de qué disfraz usaría este Halloween.
—¿Ah, sí?
—Seré un gran, un enorme espantapájaros —me contó, muy feliz de la vida—. Creo que iré asustando por ahí con un enorme sombrero desaliñado, con una chaqueta remendada y con montones de paja saliéndome de las manos.
—¡Considero que será un gran disfraz! —le contesté, sonriendo—. Vaya que tienes creatividad. Yo te ayudaré en lo que pueda con él.
—¿Te parece que calzaré bien con el personaje? —me preguntó.
—¡Oh, sin duda que sí!
—¡Perfecto! —exclamó—. Todo es cuestión de conseguirme unas cuantas cosas y tendré listo el disfraz para pasado mañana.
—Todos aquí en la escuela se disfrazan incluso en las mismas clases. Podríamos pasar por la cafetería a asustar unas cuantas almas descuidadas... —propuse.
—¡O mejor pararnos en el jardín grande! Sería muy adecuado para un espantapájaros —consideró.
—Ya lo veremos, ¿sí?
Y cuando el día llegó, no parecía ser diferente a los demás Halloween que ya me había tocado vivir en el colegio. Era una institución que contenía todos los niveles educativos en ella, así que yo ya habia pasado cerca de diez años en ese lugar, viendo cómo octubre tras octubre los más originales hacían gala de sus mejores disfraces. Veíamos todo tipo de espectros y criaturas espeluznantes deambular por los pasillos, abriendo las puertas de las aulas de golpe y gritando algo terrorífico, al compás de las protestas de los maestros, que no alcanzaban a amenazarles porque aquéllos ya habían corrido.
Yo ese día caminaba con mi amiga Sofía por el área de los laboratorios. Sofía, sin disfrazarse de nada al igual que yo, era una amiga de la infancia a la que yo había invitado ese día a visitar el colegio y que fuera espectadora del gran concurso de disfraces que se llevaba a cabo ya por la noche. Estaba realmente asombrada de lo ingeniosas que eran muchas personas que caminaban por todos lados: ya había demonios de colas largas y cuernos retorcidos, ya brujas de vestidos arrugados y sucios, ya fantasmas y cadáveres vivientes con sangre seca por el rostro, ya espectros de la muerte misma con su hoz y su singular aspecto de terror.
—Gracias por invitarme hoy —me dijo Sofía—. Realmente adoro Halloween y ver esta clase de eventos me pone muy entusiasmada. No sabes cómo me encanta analizar los disfraces punto a punto, son cosas muy difíciles de hacer y tiene su mérito.
—Por nada —le respondí, tratando de ser agradable—. A mí también me gusta hacer eso.
Fue en eso, creo, cuando llegó corriendo alguien hacia nosotros, de forma torpe y característica. A pesar de llevar un espeluznante traje de espantapájaros, con su viejo chaquetón, su sombrero desaliñado y con paja saliéndole por todo el cuerpo, reconocí la sonrisa juguetona de mi vieja amiga y no pude menos que sonreír también.
Se paró frente a mí, con su sonrisa de oreja a oreja, esperando que le dijera algo por su traje.
—¡Qué bien te sienta! —le dije, mirándola de pies a cabeza—. ¡Te ves tan terrorífica!
—¡Sí! ¡Es genial! ¡Me encanta! —me contestó, con entusiasmo.
Sofía, que se hallaba a un lado de mí, la veía también un tanto asombrada, con su sonrisa ladeada.
—Sólo que un espantapájaros no se ve bien con gafas de sol, pequeña —le seguí diciendo a mi amiga, mientras se los retiraba con cuidado y me los guardaba en la mochila—. ¡Así mucho mejor!
Recuerdo que ella sonrió un tanto intimidada, pero continuó con su actitud divertida y espontánea. Luego de que mis dos amigas cruzaran miradas, hube de presentarlas para que se conocieran y para hacer amena la tarde entre los tres, deslizándonos por cada pasillo del colegio para contemplar el ambiente y posteriormente para ser espectadores del concurso que se desarrollaría más tarde.
—¡Vamos por chocolate caliente a la cafetería! —nos propuso a ambos mi amiga espantapájaros—. Vamos, los invitaré esta vez yo.
La seguimos, porque el día era frío y francamente nos apetecía bastante. El vaivén de la chica espantapájaros era singular y divertido cuando caminaba, su sombrero se agitaba de una forma tan curiosa que casi estuve a punto de reír.
Una vez que pedimos nuestros desayunos (una empanada para Sofía, un paquete de galletas para mí y un pastelillo para mi otra amiga, todo acompañado de tres vasos humeantes de chocolate caliente), nos colocamos en una mesa arrinconada de la planta alta de la cafetería. Era un sitio cómodo y distante, desde donde podíamos observar bastante actividad y ver muchos disfrazados pasar de un lado a otro.
Mi amiga picoteaba con su tenedor el pastelillo que se había comprado, aunque por algún momento pensé que lo hacía desganada y sin mucha hambre. Yo daba sorbos pequeños a la bebida, cuidando de no quemarme la lengua, que es especialmente sensible ante las cosas calientes. Sofía estaba sonriendo, todo el tiempo.
—De modo que... tú misma te hiciste el disfraz —dijo a mi amiga.
—¡Así es! ¿Te agrada?
—¡Mucho! Sí que es bello y sumamente detallado...
—No fue tan difícil....
—Entiendo. Es un Espantapájaros Loco —complementó Sofía.
Yo tuve un mínimo acceso de risa ante el comentario mientras tomaba otro sorbo a mi bebida, aunque tuve el cuidado de no derramar nada.
—Ella está loquita, ya lo irás descubriendo —dije, simpático.
—Entiendo... se nota —dijo—. Ha puesto gran énfasis en ello.
Mi amiga volvió a picotear su pastelillo, sin haberlo probado.
—Voltea a verme un momento —le dijo amistosamente Sofía.
La chica espantapájaros la miró con sus enormes ojos redondos y profundos. Sofía la contempló por un momento y, sonriendo, como quien hace un cumplido, comentó:
—Qué ojos tan horribles, tu mirada es sencillamente bizarra, propia de un espantapájaros loco.
—No es la primera vez que me lo dicen —respondió la otra, bajando la cabeza enseguida.
—No, en serio. Mira que combinar todo este disfraz con colorearte de esta manera los iris fue algo tan original como macabro, abominable y tenebroso. A mí jamás se me hubiera ocurrido, da miedo y horror de verdad. Así, con un ojo verde y otro negro, pareces una loca —rió profundamente, divertida—. Conocí un gato blanco con ese problema. Pensé en lo desgraciadas que serían las personas que nacieran como ellos, afortunadamente creo que nadie es así. Me encanta, me encanta tu disfraz, amiga, y francamente quedé aterrada con la horripilante combinación de tus ojos. ¡Muchas felicidades, seguro ganas esta noche!
Yo me quedé petrificado en la silla, apenas pudiendo tragar el sorbo de chocolate que me había echado a la boca. Mi amiga, viendo fijamente a su pastelillo tembloroso y clavándose las inocentes palabras de Sofía en su mente. Y la otra, muy ufana, pensando en que había hecho un gran cumplido al creer que esos malditos ojos eran parte del disfraz.
Repentinamente la espantapájaros se levantó de la silla, lanzándola hacia atrás, volcando su pastelillo y tomando su tenedor con fuerza, y se dirigió a las escaleras.
—¡Espera! —le grité, luego de echarle una mirada mortal a Sofía, quien se quedó con la empanada en sus manos sin saber qué pasaba.
Pero al llegar con la que escapaba, fue imposible detenerla. El recuerdo más doloroso que tendré en mi vida probablemente, es ése, y es que nada jamás se comparará al momento en el que traté de sujetarla por el hombro y que ésta se echara al suelo mientras, decidida, se clavaba enloquecida por el dolor el tenedor en su rostro.
Sus aullidos resonaron por toda la estancia, y todos los comensales se levantaron enseguida a ver qué es lo que estaba pasando. Traté de detenerla inútilmente, era tarde.
—¡No los quiero! ¡No los quiero! —notaba cómo articulaba entre gritos desgarradores de dolor.
—¡Ayuda! ¡Ayuda por favor! ¡Una ambulancia! —grité conmocionado, con la vista borrosa, con un mareo increíble, con el corazón saliéndose por mi garganta.
Mi mejor amiga se había destrozado sus ojos en un arrebato de violencia y pasión. Gritaba, aullaba, derramando sangre por el suelo y retorciéndose, ante la mirada impávida de Sofía que se había vuelto una estatua humana en su silla, como pude notar al verla de reojo.
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Gracias, Blacky. Te quiero.