Bienvenidos!

Bienvenidos.
Gracias por visitar el pequeño nido del cisne.

Cuento con un pequeño compendio de escritos que van resultando de luces esporádicas de imaginación. Ratos de cielos color violeta sobre mi cabeza.


Escritor amateur, graduado de Letras, aunque lejos de los mejores honores. Aficionado también a la Historia y a la Filosofía.
Espero que encuentren amenos mis breves relatos. No aspiro a nada, pero me alegraré de saber si al menos una persona logró cautivarse un par de minutos. Supongo que eso hace la diferencia entre una rutina trazada y un devenir diferente.

¡Gracias de antemano!

martes, 5 de noviembre de 2013

101. Mi enfermedad.



Una vez que fui consciente de lo que pasaba por mi mente, una vez que entendí que yo era una persona distinta a las demás, una vez que aquel hombre me explicó lo que en verdad ocurría conmigo, fue cuando pude entender que yo era más que una simple estúpida.

Una simple estúpida.

Esas palabras.


—¡Una estúpida!


Resonaban cuando yo me enrollaba en mí misma bajo los cojines del sofá. Resonaban como cuando se golpea una campana de enormes magnitudes, así, en mi cabeza.


—¡Nuestra hija!
—¡Sí, nuestra hija!


Me agitaba como si sufriera de convulsiones. No podía parar. Era desorbitar los ojos en medio de la negrura, ambiente que proporcionaban las cavernas bajo los cojines y sobre el sofá. Mi respiración exaltada entendía más que mi mismo cerebro, a veces sentía que me ahogaba.

No sólo cuando ellos discutían sobre mí, no sólo cuando me escondía tras los almohadones o cuando me sentaba en las escaleras del puente, en soledad.


Era constante. No podía dejar de moverme en clase, por ejemplo, siendo así víctima de la astucia de Maribel.


—¿Algún mosco te ha picado? —me dijo ésta un día, apareciendo desde atrás frente a mi rostro y viéndome a los ojos, a mis ojos tornados.
—¿Mosco? ¿Cuál mosco? —le respondí yo, incapaz de entender lo que algunas personas llaman sarcasmo.
—¿Por qué te agitas de esa manera? —me insistió.
—Porque sí.


Y terminaban las conversaciones, con Maribel, con Damián, con la maestra Fernández.
Con la mujer de limpieza, con la secretaria de papá, con el sonriente hombre de los helados.
Terminaban, siempre terminaban.
Para mí estaba bien que terminaran, creo que a los demás les molestaba un poco y realmente es difícil entender por qué. En todo caso algunas personas comenzaron a odiarme, y me sumé unos cuantos enemigos a mi lista.


—¿Por qué pisas ahí, muchachita?
—No sé...
—¿Qué no ves que acabo de pasar el trapeador y el suelo está mojado? —protestaba la mujer de limpieza.
—Sí.
—¿Entonces no puedes rodear la zona?
—Sí —respondía yo, con un tanto de firmeza. Era cierto, podía rodear.
—Muchacha grosera —espetaba ella, con ojos de lumbre—. Quítate de aquí, largo, déjame terminar mi trabajo.

Un breve empujón en mi hombro me sacaba de la escena para que ella pudiera volver a limpiar el lugar que yo ya había ensuciado con mis enormes botas.


Fue de esa forma que me enemisté con la mujer de limpieza. Siempre que paso frente a ella me mira como si tuviera hambre y quisiera devorarme. No entiendo realmente por qué, si no soy comestible, y de serlo, no resultaría francamente apetitosa.

Aprovechaba en los momentos que estaba sola para descargar su ira, me parece.


—¡Óyeme, jovencita! ¿Por qué has tirado tu envoltorio del caramelo en el piso? —me aulló una vez.
—No sé... —murmuré, y para corregir el daño, lo levanté casi enseguida para guardármelo en el chaquetón.
—¿No te educaron en tu casa a no tirar la basura donde sea?
—No.
—Qué jovencita tan irrespetuosa. ¡Desaparécete de aquí!
Recuerdo que me quedé pensando unos instantes, que le parecieron eternos a la impaciente mujer.
—Pero no puedo desaparecer. Eso sólo pueden hacer los espíritus y el polvo en el viento —dije.
La señora se me acercó, dejando la escoba recargada en un pilar cercano, y ya frente a mí, con las manos colocadas en su amplia cintura y resoplando como un toro, me dijo:
—¡De mí te vienes a burlar! ¡Cínica, sucia!



Pero la mujer de la limpieza no era la única que no me tenía consideraciones. Las majaderas del salón también eran otro caso. Muchas veces simplemente no toleraban mi presencia y no sé por qué, realmente, si nunca les hablo, nunca causo problemas. Sólo estoy haciendo lo que quiero, lo que es bueno para mí, sin afectar a los demás. Los demás no existen en mi mundo.

Y a pesar de que frente a ellas no dejo ver ninguna clase de emoción, cuando estoy en casa busco mi lugar favorito para expresar mi llanto. Bajo las almohadas del sofá, ahí en donde todo alrededor parecen cavernas oscuras, en miniatura. Ahí suelto mis lágrimas como en una lluvia, con gritos, con gritos de dolor.


—¡Estúpida! —gritos externos como música de fondo para los lamentos de mi corazón.
—¡Nuestra hija!
—Sí, ¡nuestra hija!
—¡Estúpida! ¡Una estúpida! ¡Una estúpida! ¡Una estúpida...! ¡Una es...!

Y las palabras dejaban de tener sentido, carecer de razón. Se repetían, no sé si en la realidad, no sé si en mi mente, no sé si en mi imaginación o si en el cielo o en el universo. Quizá sólo eso era, y me sentía como una basura. ¿Por qué? ¿Por qué proyectar mis pensamientos, entonces, hacia el mundo? ¿Qué valía yo si nadie me entendía, si todos me odiaban?


Recelosa, durante las clases miraba a los demás compañeros, no a los ojos, los miraba a las manos, quería notar qué hacían. Pero no podía expresar nada. Luz Elena me llamaba “la Muda”; Antonio me decía “La idiotita”, aunque nunca abiertamente, sólo lo escuchaba referirse así de mí ante sus compañeros. A mí apenas me echaba vistazos fugaces y jamás cruzamos palabra.

Sí, yo era muda. Sólo tenía que hablar cuando era necesario, cuando no simplemente me reservaba. Tantas cosas no las comprendía en el momento.





—Muchachos, atendiendo a las pasadas clases de Historia Universal y del repaso que, supongo, dieron en casa sobre las monarquías absolutas, ¿alguien me puede responder a quién se le consideró “La Reina Mártir”?

Un silencio sepulcral invadía la sala. La maestra Fernández, con un libro deshojado en la mano, nos miraba atenta, sus ojos seguramente coloreados de manera artificial iban de un lado a otro de la estancia. Sí, estaba segura de que el color de sus ojos no era el natural, yo lo había observado antes en silencio.

—La Reina Mártir, ¿alguien sabe? ¿Nadie?

Vi cómo Luz Elena bajaba su rostro para esconderse detrás de Nataniel y que no fuera pillada en su ignorancia por la maestra. Vi cómo Antonieta giraba ligeramente la muñeca, seguro le dolía. Vi cómo José Juan se echaba un pequeño chicle a la boca mientras se tapaba con la otra mano para no ser advertido. Vi cómo Ernesto hacía como que tomaba apuntes tras su libreta pero en realidad sólo dibujaba. Vi cómo María Inés se observaba la punta de su cabello castaño... vi cómo...

—Son una vergüenza como clase, ¿saben? Ningún otro grupo me tiene más frustrada que ustedes, que no leen, que no saben nada.

También noté cómo el lado rojo ya estaba casi lleno, el lado amarillo tenía ciertas combinaciones con azul, el verde no coincidía, el blanco estaba perdido, desperdigado, el lado supuestamente azul estaba lleno de...

—¡Josefina! —exclamó la maestra Fernández, dirigiéndose a mí—. ¿Acaso quiere que le quite su cubo de colores? ¿Qué demonios está haciendo en clase y jugando? ¿Quiere que se lo decomise?
—No, maestra —dije, y solté mi cubo de Rubik, sin el cual yo no iba a ningún lado.
—¡Respóndame usted entonces a la pregunta! —gritó, aún alterada.

Me quedé inmóvil, no sonreí, no hice un gesto, no parpadeé. “Parece una estatua”, escuché del lado derecho a alguien en la clase, y más comentarios lo sucedieron: “Creo que la maestra consiguió aterrarla”, “Yo sólo espero que no se haya orinado encima”, “Ja, ja, ja, orinado encima”.

—Estoy esperando, ¿no me va a contestar? Leyó sus lecturas, ¿no fue así?

Mis ojos no se clavaron en la maestra, sino en la pared. Parecía que la pared, formada de ladrillos, tenía cierta semejanza con mi cubo de rubik. Había ladrillos de tonalidades diferentes, había unos más saltados que otros, había uno que parecía más oscuro que el restro. Otros tenían trozos de cinta adhesiva, que los compañeros no quitaban cuando se llevaban las cartulinas. Los ladrillos no se extendían completamente hasta el techo, sino que topaban con una viga extraña, todo eso me recordó a otro de mis juguetes. Mis juguetes, estaban en casa, ¿en el mueble derecho o el izquierdo? En el izquierdo, sin duda, pero en el cajón de abajo... o era el de arriba...

—Entonces deme acá su juguete, deme —dijo la maestra, enfadada conmigo, al no recibir respuesta.

Alcé la vista, la miré brevemente, no a los ojos, sino a su contorno, a su cabello desaliñado, a sus manos temblorosas que sostenían un libraco, a su boca fruncida, a su blusa de abuelita, sus detalles de flores en miniatura, a sus pechos asimétricos, a sus brazos de piel seca. Dije al fin:


—Fue a María Estuardo, reina de Escocia y de Francia, además de ser la legítima heredera de la corona inglesa, arrebatada de forma injusta por su prima, la reina Isabel. Fue llamada así dado que pasó una vida de penurias e insatisfacciones, huyendo de los invasores que destruyeron su minúsculo reinado y la condenaron a morir guillotinada luego de haber pasado por las peores humillaciones que una reina puede experimentar...
—Basta, basta, basta —dijo la maestra especialmente asombrada, y luego de una pausa, añadió—. De acuerdo, de acuerdo. Sólo pedí el nombre. Ya me queda claro que ha leído. Pero eso me hubiera dicho desde un principio, muchachita. Y no quedarse calladota. Guarde ahora mismo su cubo.


Lo hice.


___

Recuerdo que fue a la hora de que acabara la clase cuando me llamó.

—Josefina. Josefina, ven.

Y yo, dudosa de acudir por otro eventual regaño, me quedé inmóvil de nuevo, abrazada a mis libros, a medio camino entre mi pupitre y la salida del aula.

Los compañeros ya se habían retirado. Sólo quedaba la maestra Fernández en su escritorio y yo, indecisa.

—Josefina, ven, que no muerdo.

La miré, de nuevo, no a los ojos, no ahí. A la boca, a sus cabellos, a sus manos, a su libraco ahora posado en el escritorio, a los ladrillos y la viga, a mis manos, al techo, al escritorio, a su boca, a la viga, a la pared, a sus cabellos.


—¿Qué te pasa, Josefina?
—No me pasa nada.
—¿Por qué actúas de esa manera?
—No sé.
—¿Cómo que no sabes?
—No sé. Sólo actúo.
—Pero he visto que tienes problemas con tus compañeras. Tienes una actitud extraña.
—Tengo mi actitud extraña.
—¿Por qué?
—¿Por qué qué, maestra?
—¿Por qué tienes esa actitud? ¿Quién te ha hecho algo como para que estés malhumorada?
—No estoy malhumorada.
—No pareces malhumorada y sin embargo lo estás, Josefina... ¿odias a tus compañeras?
—Sólo... sólo quiero que me dejen en paz.
—¿Por qué, Josefina?
—Porque se meten en mi vida.
—¿Cómo así?
—Maestra, por favor, ¿me puedo retirar?
—No, sólo espera un poco. Vamos, sólo estas preguntas. Realmente me interesas. Hay algo en ti que no tienen las demás.
—Lo sé. Soy una estúpida. Sólo una estúpida.
—Josefina, no hay razón para que te digas a ti misma de esa manera. No está bien, y lo sabes.
—Pero es la verdad. Mi padre lo dice todo el tiempo.
—¿Te lo dice?
—No, no a mí. Sólo lo dice.
—¿Solo?
—A mi madre, a mi madre se lo dice. Que soy una estúpida.
—Y entonces tú lo escuchas...
—Sí.
—¿Sabes? No creo que seas una estúpida...
—¿Me puedo retirar, maestra?
—Sólo un momento más, Josefina. Realmente me preocupo por ti.
—Sí.
—¿Qué piensas de tus compañeras?
—No pienso nada.
—Oh, claro que lo haces. Dime con confianza. No te pienso delatar ante nadie. Bastante tienes ya con las cosas que andan diciendo de ti, me imagino.
—Son raras y entrometidas. Todo el mundo es raro.
—Creo que es así. Pero hay algo más.
—Tal vez.
—Toda tu conducta me lleva a creer que podrías padecer de algo que quizá ignoras.
—Déjeme ir, maestra, sólo soy una estúpida.
—Eres muy observadora y analítica, sin embargo no te expresas. Sabes mucho, y no hablas. Sólo miras. ¿Por qué no me miras a los ojos?
—No me gusta.
—¿Por qué?
—No sé.
—No me miras a los ojos... y tu cubo, ¿por qué te gusta tanto el cubo de Rubik?
—No lo sé.
—¿Eres capaz de armarlo?
—Sí.
—¿Te parece fácil?
—Sí.
—¿Cuán fácil?
—Fácil.
—Entiendo. Tranquila. Todo me parece encaminado hacia una solución. ¿Podrías acompañarme, por favor?
—No quiero.
—¿Por qué no?
—Nadie piensa que tengo algún padecimiento. Déjeme ir.
—Pero yo sí lo creo, y no es nada malo. No pasa nada. Sólo iremos a psicología porque me interesa que estés bien.
—Entonces vamos.


Y eso le dije para que me dejara en paz más pronto. No le contestaba yo de mala forma, no me desagradaba, pero tampoco era una mujer agradable para mí. Simplemente era ella, era la maestra, era a quien debía hacerle caso. Mis respuestas eran breves, sin embargo no contenían malicia alguna, simplemente no sabía qué más responder o cómo comportarme en sociedad.


Al salir del aula junto con la maestra, alguien me puso el pie, y creo que fue Maribel que se hallaba recargada en la pared exterior, tal vez esperándome y llegando al clímax de su maldad cuando vio que me tropecé, solté mi cubo y se destrozó a los pocos metros. Creo que se disculpó. Probablemente haya sido sincera. Movió su boca, dibujó una sonrisa, ¿las sonrisas qué significaban? Mamá decía que la gente las dibujaba cuando estaba alegre... o a veces cuando fingía alegría. En todo caso, las sonrisas son muy difíciles de descifrar.

Cuando Antonieta me preguntó que por qué no sonreía nunca, sólo le dije que no sabía en qué momento debían ser aplicadas.

Es algo difícil.

No sé por qué sonrió.

Pero junté yo sola todos los pequeños cubitos que conforman mi juguete.




Ahora quiero llorar. Ahora que he recorrido mi vivencia. Quiero hundirme en las cavernas de las almohadas y el sofá y llorar, aunque ya no exista el grito de “¡Una simple estúpida!” exclamado por mi padre. Ya no.

Quiero llorar porque he estado hojeando mi expediente, en donde después de tantas pruebas realizadas y sobre la línea de padecimiento, han anotado con letra muy segura “Síndrome de Asperger”.

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