Bienvenidos!

Bienvenidos.
Gracias por visitar el pequeño nido del cisne.

Cuento con un pequeño compendio de escritos que van resultando de luces esporádicas de imaginación. Ratos de cielos color violeta sobre mi cabeza.


Escritor amateur, graduado de Letras, aunque lejos de los mejores honores. Aficionado también a la Historia y a la Filosofía.
Espero que encuentren amenos mis breves relatos. No aspiro a nada, pero me alegraré de saber si al menos una persona logró cautivarse un par de minutos. Supongo que eso hace la diferencia entre una rutina trazada y un devenir diferente.

¡Gracias de antemano!

domingo, 25 de noviembre de 2012

77. Reclusión voluntaria.





No eres más que una rutina, no eres más que una sombra que el espejo empañado te devuelve cuando lo observas. No eres más que una silueta que se desliza por las cuatro paredes de tu eterna recámara, esa misma que no piensas abandonar nunca o no cuentas con los planes para hacerlo.

Eres un eslabón de una cadena interminable y rechazas el puesto de la cadena que te ha tocado llevar. Te ocultas en la negrura que invade tu rostro cuando le llevas tus manos para dejar de ver el mundo que te rodea. Tienes la puerta de tu recámara cerrada con llave, y lleva así desde hace tres meses; no te preocupa, las cosas que ocurren fuera de ella no te conciernen. Eres tú y tu claustro voluntario, ése en el que juras permanecer hasta el día de tu muerte.

Nada te importa, las personas son muy crueles, hay que dejarlas que se acaben entre sí, tú puedes consumirte tú misma, hacerte daño en la soledad, pero nadie más tocará uno de tus cabellos, nadie te ve. Las paredes blancas son tus confidentes, una fotografía borrosa en tu buró de alguien a quien quieres, pero que no sabes si vive o ya murió. No sabes nada, las paredes parecen más sólidas que nunca, no divisas un rayo de sol.
Cierras tus cortinas de forma impetuosa, tus pupilas ya están más dilatadas de lo que la gente normal debería tenerlas. Haces una mueca de dolor, pero ¿a quién le importa si algo te duele? Díselo a tu cama, a la cómoda, a la televisión descompuesta. A las almohadas a las que les pintaste caras. Díselo al espejo y verás lo que te responde. Implórale algo al cielo que ves de noche por tu ventana apenas entreabierta, lo suficiente como para ver y que otros desde afuera no te vean.

Piensas que eres una vergüenza para tu familia, piensas que te deben humillar. Que el mundo jamás debe saber de ti. Y no es para menos, si estás muerta en vida, si nada de lo que hagas, digas o pienses importa, nada vale, todo se recluye en tu tumba que labraste voluntaria y que te encierra para siempre. Esa puerta que jamás se abre te dibuja una sonrisa siniestra que juega con tu mente y te advierte que no te atrevas a girar el picaporte; tus pupilas tiemblan de dolor y desconcierto, tu boca permanece cerrada, casi has olvidado a emitir vocalizaciones. Las personas querían que te callaras y ahí está el resultado.

De mediodía te sientas en un rincón de tu eterna habitación. Rodeas tus piernas con los brazos y te consumes. Miras un punto fijo, el ángulo superior izquierdo de tu ventana, siempre igual, siempre aburrida, y por alguna extraña razón, te atrae de un modo curioso. Sobre todo la cortina, siempre fue tu espectáculo personal. Dejas que entre un poco de aire por la ventana, y cada vez que se introduce una corriente un tanto fuerte, la tela cambia de forma y te presenta una distinta figura que intentas encontrar. Una sonrisa. Unos ojos. Y entonces tapas tu rostro con las manos: ni siquiera ojos ficticios deseas que te vean. Eres un ser moldado de ignominia.

Te arrastras por tu habitación hurgando algo que jamás encontrarías. Buscas en tu cómoda, no sabes en qué cajón dejaste tu dignidad. Giras hacia el otro extremo, tropiezas, parece que tus piernas no te sostienen. La melodía tibia de los vecinos que se cuela por la ventana es un martirio insoportable para ti, de modo que la cierras lo más enérgicamente que puedes. Luego recargas tu cuerpo de una forma incómoda sobre la pared, tu frente pega contra ella, derramas más lágrimas, nadie puede entender tu dolor porque nadie lo ve, nadie es consciente de lo que ocurre en tu cuerpo y en tu alma, ese choque de sentimientos, esa desmoralización, esas ganas de hacer lo impensable.

Estás sola en este mundo y lo entiendes así, y cada noche te derrumbas, nada vale, nada existe, sólo esta habitación que es tu refugio y de la que jamás saldrás porque así lo has decidido. Porque la vida es asquerosa y no deseas vivirla si no es a tu manera, consumiendo tu cuerpo, salpicando de sangre tu cobija cada vez que te lastimas a voluntad, dando cabezazos ya involuntarios contra la pared, machacando tus brazos tras la navaja. No existe nadie que pueda darte una luz, alguna esperanza de que todo irá bien. Ya no lo deseas. Pero vives, pero despiertas cada mañana.
Tu madre sabe que vives porque tu comunicación con ella es la bandeja que deposita cada mañana con alimentos tras tu puerta y, al cabo de unas horas, la observa ya vacía. Sólo una mano sacas de tu habitación para jalar tu comida y devuelves la reja intacta. Luego puede volver a escucharse el cerrojo de la habitación que quedará así, perpetuamente congelado por el resto del día, y te mantendrá segura por la noche cuando eres aún más frágil. Cuando necesitas algo más, escribes en una hoja con letra temblorosa lo requerido, y lo escurres por debajo de tu puerta sin más, con la esperanza de que tu madre lo lea pronto, cuando pase cerca de tu prisión. Así obtienes más jabón para lavar tu cuerpo y tus ropas en tu baño personal, entre otras cosas. Hay alguien que no te abandona fuera de tu habitación y no pareces darte cuenta.

Alguien viene a pedirte que abras, pero esa puerta jamás dejará pasar a nadie. Está congelada. Ese cerrojo no desea ser corrido por dentro. No necesitas psiquiatras, ¿cierto? Estás bien, todo está bien, sólo hace falta que ya te dejen en paz los hombres de ahí afuera, los que se dicen especialistas en sus casos. Tu madre llora y la escuchas tras la puerta lamentarse, y también llegan a tus oídos las palabras de consuelo del supuesto psiquiatra, las cuales son para ti una amenaza: “tranquila, señora. He abierto otras puertas ya, de otros hikikomori como su hija”.
Que la catalogaran con alguna etiqueta médica o social nunca había sido de su agrado. Ella estaba encerrada así porque eso era lo que quería. Deseaba mandar a todos al carajo. 
Las visitas vuelven. Una voz sigue hablando del otro lado, y otra voz llora. La puerta jamás cedió. La has asegurado con cerrojos que tú misma has diseñado en tu enorme tiempo libre. Nada más tienes que hacer. Y cuando aquel hombre se detenía tras la puerta, cuando hablaba y cuando su sombra se dejaba ver por la rendija de abajo, tú asías muy bien tu navaja, jurando utilizarla si deseaban entrar por la fuerza.
Pero nada ocurría.

Pasan seis meses, querida amiga, seis largos meses. Parece que el invierno cayó allá afuera; en tu habitación todo sigue igual. Una pared con una fisura, pero eso qué importa. La ventana ya está cerrada, el aire está heladísimo, no tienes ropa para estas temporadas ni saldrás por ella. Ya no hay movimiento de cortinas, la nieve podría entrar si lo permites. Tu mirada está vidriosa, no quieres nada, no imaginas nada, no te preocupa nada. Ni siquiera por lo que vas a comer. Tu boca ya no se mueve, tus pupilas continúan siempre fijas a la ventana, a ese ángulo superior que por más que te enfade te empeñas en ver.
Tus almohadas tienen rostro, pero no te abrazan. Y si lo haces tú, son frías. Y se humedecen pronto, porque no has olvidado cómo llorar. Quizá si no fuera por tu madre y los psiquiatras, hasta hayas olvidado tu nombre. Pero llorar, eso lo sigues haciendo a diario, tus lágrimas ruedan por tus mejillas frías, ya olvidaste todo lo demás. Tu trato con los humanos, ¿qué es eso? Pasan siete, ocho, nueve meses, un año, las cosas continúan igual, el tiempo se desliza cuando menos lo imaginas, pero cuando estás inmóvil pensando en tu vida, parece como si se arrastrara.


Cada vez escuchas menos movimiento, tu madre parece haberse rendido. No haces más que agitar la cabeza lentamente con la mirada borrosa. Eres una vergüenza, tu familia se siente humillada por tenerte, por contar con una persona recluida del trato social. Y es que no deseas nada. Sólo quieres vivir tu vida como más cómoda te sientes, lejos de todo el mundo. La habitación es el paraíso que no quieres dejar.
Allá afuera las personas maltratan a otros. Te miras en el espejo y descubres que no eres la misma. Tres o cuatro sucesos marcaron tu vida en el pasado, ahora no queda la chica alegre que eras. Esa niña que deseaba que los demás la aceptaran, que hizo hasta lo impensable por quedar bien ante ellos. Esa niña marginada que a pesar de los malos tratos de sus compañeritos, siempre esbozaba una sonrisa ante los problemas y las contrariedades: ya no queda nada de eso, ya su vida acabó. Ya no sonríes, como le sonreías a esa compañera a la que querías agradarle en la secundaria y que te ignoraba dándote la espalda, sumida en sus propios problemas. Ya no.

Muerdes tu labio inferior con fuerza hasta reventarlo y que las lágrimas salgan una tras otra sin parar. Sabes que sólo buscabas a alguien que te quisiera, sabes que sólo buscabas amor. Sabes también que terminaste siendo marginada y hasta ultrajada por un cobarde. Sabes que todo sucedió pero no deseas recordarlo para no revivir los sucesos que marcaron tu vida y te han llevado a como están las situaciones actuales. Sólo entiendes que ya no quieres seguir sufriendo en este mundo. Sabes que dormir es tu refugio en donde puedes esconderte, y que despierta ya no quieres estar existiendo. Por eso cierras los ojos, por eso ya no los abres durante todo el día y descansas tu mente, por eso ya no te quieres a ti misma. Por eso te lastimas y precisamente también, por eso ya escapaste del entorno. Pasaron más días, pasaron más meses, quién sabe cuánto. Recuerdas que antes llevabas el conteo de los días con un calendario y hasta esperabas el día de tu cumpleaños. Hoy ya no sabes si tienes dieciséis, diecisiete o veinte. No sabes nada. Pudo haber pasado un año, o pudo haber sido un mes, o cinco años. Las cosas no cambian, las paredes no te dicen nada, los rostros de tus almohadas no se mueven y ya no las ves, tu vista es deficiente porque necesitas nutrientes que no consumes porque ni te importa, y porque la sangre no la recuperas. Cierras tus párpados, el mundo es cruel, las paredes son crueles, tus almohadas con rostros pintados son muy crueles, intentas abrazar tu colchón, tu ropa, ésa que se va acumulando de suciedad porque ya no lavas, ya no te importa. Necesitas amor y no lo obtienes, y lloras profundamente, pero sabes que esa puerta no abrirás, porque todos son traidores, porque no hay abrazo sin puñalada.

Y por eso te abrazas a ti misma y oprimes tu labio que ya está destrozado de tantas mordidas. Te tiras al suelo y no sabes lo que ocurre, ruedas de un lado a otro, tocas la pared contraria, el techo te parece muy alto cuando lo ves y luego sientes que todo se desploma.

Tu madre se sorprende, llega con una bandeja de comida y resulta que ahí está aún la del día anterior. No puede creer que no quieras tomar ni tus propios alimentos. Llama a la puerta con los nudillos de sus dedos, frágilmente, y tú sólo respondes con un rugido de furia lunática desde dentro. Ahuyentas a la pobre de tu madre que baja las escaleras asustada, y tú lloras con ira, desahogando lo que el corazón tiene oprimido desde hace tanto tiempo. Ya no ves, ya no sientes. Oyes demasiado poco y tu garganta se está destrozando. Tus manos están negras, de tanto arrastrarte por el suelo lleno de polvo. No te lavas, ya no importa tu higiene personal. Te has convertido en un monstruo que no se soporta a sí mismo, que desea salir de tu cuerpo. Clavas tus uñas en las líneas de tu piso, muerdes todo lo que ves, las lágrimas  no dejan de escurrir, tu cuerpo se está desangrando de diversas partes. Tus gritos comienzan a ahogarse, no importa lo que la gente piense, lo que los vecinos oigan, ellos tampoco dicen nada. Te ahogas, amiga mía, te ahogas y nadie lo ve.

Cae la noche, llega el día, vuelve a anochecer, tu sangre está seca, tus ojos están ciegos, tu cabeza estalla y te retuerces en el mismo sector del piso. Estás consumida, eres un saco de huesos, pero misteriosamente nadie llama a la puerta. Nadie te salva. Ya no puedes poner resistencia, estás muerta, ¡que alguien derribe la puerta! Giras tu cabeza de un lado a otro, gritas, no articulas palabra, sólo son gemidos lastimeros y de desesperación. Arrancas de tajo los jirones de tu ropa, hace frío pero no te cubres, deseas sentir desesperadamente el calor de algún cuerpo en tus brazos, aunque sea el tuyo, y tu piel se ennegrece al rodar por la densa capa de polvo. Tu retina te devuelve una realidad distorsionada, todo oscuro y sólo un lejano resplandor lunar colándose por la cortina que ya no muestra ni luce figuras.
Gritas más. Alguien debe derribar tu puerta. Que alguien te salve, que el psiquiatra te tome en brazos, que tu madre te abrace. Pero ya no hay nadie. Acaso haya pasado muchísimo tiempo.

Tus piernas no te sostienen, tu cabeza te traiciona al igual que tus ojos. Tu cuerpo entero te duele y está lleno de llagas, pero más te duele tu alma que nadie puede curar. Te arrastras, no puedes pararte. Tanteas con tus manos tu alrededor, chocas contra tu cama, nadie puede ayudarte. Bajo el colchón está la navaja. La navaja….

Decides que es momento de que alguien deje de estorbar en este mundo. Te das cuenta que sólo causas problemas, que no ayudas a nadie y otros intentan ayudarte. Te miras a ti misma, eres un parásito, no eres nadie en el mundo y te das asco. No sirves para nada, sólo quieres darle fin al sufrimiento. Pensaste que podrías vivir en el paraíso de la soledad eternamente, te equivocaste.
No te gusta el dolor, pero te lo induces.

Eres sólo una estadística más, amiga mía, sólo una estadística más…





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Agradezco de manera profunda a mi amiga Alice Moonlight, sus críticas puntillosas y sinceras a mis obras siempre me hacen prosperar.

sábado, 3 de noviembre de 2012

76. Insensibilidad



Él le asentía con la cabeza y de alguna manera le instaba a que se fuera lejos, que lo dejara en paz de una buena vez, porque le estorbaba. La noche era gélida y pesada como un manto asfixiante, y las estrellas tenían un brillo especial que no se percibía ante los ojos vacíos de aquella dama. No las quería, no quería nada, sólo olvidar que tenía ganas de amar, sólo dejar de querer, de anhelar cosas en este mundo podrido de falsas emociones y crueldad.

El viento helado le retozaba en su oído, una brisa la dejaba sorda, un destello la sacaba de la realidad, era una especie de propensión al hartazgo emocional. Hasta qué punto su dependencia por el cariño no correspondido la había enfermado, eso no lo sabía. Qué era lo que su corazón aspiraba, eso ya lo había olvidado algunos golpes atrás.

Era ella un conjunto de engranajes con centro de acero fundido, una columna de pie que amenazaba constantemente al piso con desplomarse, un par de ventanas hechas para cerrarse.

Ella no llora más, alguien le hizo olvidar que en esta vida los sentimientos importaban algo. Su mano fría no encontraba el abrigo que alguna vez deseó y que ahora, por mero instinto, requería, y helada se quedaría hasta el día de su muerte.

Los destellos de su alrededor, de las luces del fondo, de los ojos de su hombre, de las estrellas y de la luna, se convertían en sus enemigos directos que la cegaban más aún de lo que su corazón encadenado lo hacía. Todo a su alrededor daba vueltas como en un huracán demoniaco, aún cuando se recargó en la pared y dejó su cuerpo escurrir por él hasta dar con el suelo. Nada podía curarla de sus heridas internas que cada vez se abrían más.

La mirada del hombre se contraía y marcaba las pautas de la indiferencia general. Una nueva luz se encendía, a la par del cigarrillo que giraba él en sus dedos. Su dama hecha un ovillo bajo el abrigo del muro, a su soslayo, tiritaba. Tal vez tenía, tal vez no, tal vez estaba loca. Nadie podría decirlo con exactitud.

El frío reinaba, o por lo menos así era alrededor de la mujer, que cerraba sus ojos para evadir los malvados destellos que la atormentaban y la privaban de sus sentidos. Él, con la calma más envidiable del mundo, aspiraba a su cigarro mientras barría el muro contrario con su mirada, como si la mujer fuera invisible, como si sólo se tratase del espejo deteriorado de sus pasadas ilusiones, un fantasma que no debería volver más, que de una buena vez debía morir, que ya no era posible que lo lacerara por dentro.

Físicamente, la mujer desfallecía. Estaba ahí, su piel aún caliente, su pecho aún vibrando. Estaba al borde del ensueño, ante el precipicio del nunca jamás. Era mejor. Quizá se tratara de un lugar para esconderse, un verdadero paraíso para su dolor.

El hombre mordía algo inexistente a la par de sus pensamientos quizá bestiales, quizá comprensibles, ¿quién era bueno para juzgar? A veces el presente es un reflejo postrero de un pasado atormentante en un alma corrompida. Y su rostro impasible ante el dolor que doblaba en dos a su dama podría ser la inestabilidad emocional por la cual ya habría pasado, por la que ella realizaba su vital experimento. Tampoco pasaba nada. Casi podría sonreír, no por gusto, sino por movimiento natural.

Tiró el cigarro. Nada valía. Ni su mujer. Ni él mismo.


No era una sorpresa. Ambos odiaban a la vida.

miércoles, 24 de octubre de 2012

75. La dama de las tinieblas II





La fiera disfrazada en esa tierna figura infantil sonreía, con esos labios retorcidos de arrogancia y perversidad. Ante cada pulso, era un odio más divertido hacia su persona, ahí estaba ahogando una risilla moralmente equivocada.

La dama contibuaba caminando como si tal cosa, errante en el valle desértico de su propio corazón, pisando la hojarasca seca que sus propios árboles, más ralos que el amor de su alma, habían depositado suavemente en el suelo como lágrimas trémulas y dolorosas.

Los ojos de la dama eran centellas cuando giraban de un lado al otro del extenso panorama. Eran blancos cuando topaban con los grises nubarrones albergados en los cielos de su propio corazón hueco, y adquirían color ante las ramas otoñales de sus árboles, de los que mantenía cautivos muriéndose.

Uno brotaba apenas, un poco alejado de ella, eran un par de hojitas verdes saliendo de la nada y agitándose con las corrientes de aire. Otro más y extendía su segunda rama infortunada hacia el firmamento, y aquél, con ya algunas hojas danzantes, temblaba ante la presencia de la dama de las tinieblas aproximándose hacia él.

   —¡Salgan de aquí! —susurró el viento pasando a través de las ramas de un viejo árbol muerto—. ¡Ahora que pueden, jóvenes árboles de su corazón, húndanse en la tierra y no vuelvan más! ¡No broten más! ¡No extiendan sus raíces en este valle de veneno! ¡Tarde o temprano, ella los asesinará!

Y sus palabras eran fielmente comprobadas por los troncos secos alrededor, vacíos de vida y de color. La dama sonreía al pasar entre ellos, destrozando sus ramitas enclenques entre sus dedos pérfidos. Caminaba con el compás de una sombra enfermiza reflejada en una pared carente de lisura. 
Sus ojos estaban fijos en un tronco lejano que se divisaba al fondo del valle. Se dirigía a él con la mayor autoridad, con el mando del terreno al que amaba destruir, plantar y volver a destruir.

Era un árbol enclenque, frágil, de constitución desmejorada. Su corteza parecía desmoronarse a cada paso que la dama de las tinieblas daba hacia él.
Al fin estuvieron frente a frente. El árbol débil parecía mirarla con tristeza, brillando en su súplica. Sus ramas, de las que sólo pendían tres hojas amarillas, marchitaban con el fulgor de la mirada de esa pérfida mujer, se quebraban, se caían solas.

La dama sonrió, pareciéndole divertida la situación.
   —¿Qué es lo que tanto me ves? ¿Qué te divierte de mí? —le retó a su árbol.
   No le contestó éste, sino que se limitó a mirarla.
    —¡Tonta! ¡Ilusa! —le gritó, asestando una puñalada en su corteza.
    Tomó aire e impulso, luego nuevamente arremetió.
    —Ingenua, charlatana, mentirosa, egoísta... idiota —espetó, y volvió a lanzar su filo contra el tronco, hiriéndolo más.

El viento se detuvo para contemplar la crueldad de su propia dueña. 

    —Estúpida chica de los puntos suspensivos —murmuró entre dientes, sonrió y asestó la puñalada más profunda.


Y sus tres hojitas cayeron con el movimiento.




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Gracias, Andrea.

miércoles, 29 de agosto de 2012

74. Fantasma de mi amor.




Soñar con calor... suele mostrarse contradictorio en algunas ocasiones; en los sueños, las percepciones sensitivas se desvanecen... pero sí, soñé con tu calor.

¿Hay algo más cruel en la vida que despertar y darse cuenta de que no estás conmigo? Te vi, tan claramente en tu esplendorosa belleza... y parecía como si desde años pasados me amaras, sentí que nos correspondimos. Fue claro el calor que sentí en ese momento en mis brazos: estaban rodeándote. Tus labios hacían emanar tal cantidad de bellas palabras que me dejaba extasiado. Creí, pues, vivir en un paraíso, a tu lado, en tu eterna compañía.

Mas al amanecer, estaba persiguiendo el vapor de una ilusión... la fantasía más extraordinaria de mi vida. No cabía duda que la soledad me atormentaba con tal furia e ímpetu que me ocasionaba la concepción de un fantasma en mi vida.


¡Arrúllame en tus brazos, querido fantasma, querida aparición, porque la verdadera mujer que amo no me ama! ¡Hazme feliz, invento de mi mente, aunque me vuelvas loco! No me dejes caer de nuevo en el profundo pozo de mi dolor, pues seguro esta vez la vida no me daría otra oportunidad de regresar.

73. Ruegos.




Hoy descubrí el poder catastrófico del error. Hoy mismo me pregunté por qué, si el humano está propenso a cometerlos, algunos pueden devastarlo por dentro. Hoy entendí la desdicha de padecer las consecuencias de decisiones estúpidas. Hoy comprendí que el amor pinta una línea muy tenue entre la felicidad y la desgracia.

Fue hoy, pues, cuando mi vida estuvo a punto de extinguirse. Los motivos resultan incomprensibles hasta para el más sabio. Hoy me sentí un asesino, destructor de almas. Hoy me sentí miserable por haber hecho pasar un mal momento a una mujer sincera y entregada. Hoy experimenté la amargura en la mayor de sus manifestaciones… Fue hoy el peor día de mi vida.

Hoy fui un idiota. Hoy te he perdido.

Infinidad de veces por la noche me pregunté por qué la vida nos brinda una mente tan versátil, tan voluble. Sólo fue hasta hoy que me permitió ver lo que realmente quiero y lo que es preciso desechar…
Hoy dio fin una etapa de una forma muy dolorosa, y sé que el fin llegó porque, muy a mi pesar, tú no querrás perdonarme. Aun los corazones más nobles tienen su límite de tolerancia, y supongo que yo sobrepasé el tuyo de una manera violenta, brutal, terrible.

Sé que nada volverá a ser lo mismo de antes, sé que, como tú lo has dicho, la confianza se desvaneció, ya no la hay… todo por mi culpa.
Sin embargo, moriría con menos peso si por lo menos me perdonaras de mi falta… Tu odio me torturará aunque sé que lo merezco, pero por lo menos habré obtenido la gracia de tu dispensa.

Te lo ruego… Mi amor ahora parece chocar contra la barrera invisible que levantaste ante ti… Te lo ruego…Lo siento, ya no tengo cara ni dignidad para hablarte… Te lo ruego… te lo ruego… te lo ruego…

72. Una estrella desapareció.




Mi cielo perdió una estrella esta noche. Acaso haya sido mi culpa por perderla de vista. Para mí, llegó incluso a ser la luz del mundo, la razón por la cual asomarme a la ventana y sonreír viendo al cielo.

Fue una idea. Fue un suspiro. Algo que creé en mi mente. Una dependencia de algo que en realidad era inseguro.

Fulguraba entre risas, y me juraba protección eterna. Me expandía sus rayos hacia mí y me mataba. Era un veneno que yo amaba.
Me dejé inyectar, me dejé ser víctima. Pero, ¡pero la luz nunca temblaba! La más fuerte del firmamento, ésa era ella.

De la que nunca hubiera dudado su extinción. La que me hablaba al oído, podía escuchar a su luz como campanillas suaves.
Yo la abrazaba. Ella era mágica.

Yo era feliz teniéndola a ella en el cielo, fuese lo que fuese para mí. Absurdamente, creí que mi presencia también la complacía.
Quién iba a decir que me detestaba en silencio, que me guardaba un profundo rencor, que se transformaba en una supuesta decepción por algo que ni ella entendía, por algo irreal que nunca tuvo el tiempo para aclarar. Yo adorándola, cuántas ironías de la vida.

No aceptó la realidad. Desde el cielo, mi estrella creía ver mi vida y todo lo que me acontecía. Ingenuidad, esa distancia que la separa de la tierra le provoca una visión deficiente, el esfuerzo por darse cuenta de lo que ocurría no era suficiente.

Pero creyó que su juicio fue absoluto. Imaginó que lo que cruzó por su mente fue lo correcto, fue la verdad.

Y por eso desapareció de mi vista. La que menos me esperaba. Otras brillaban menos, pero siguen ahí hasta la actualidad.

Ya no quiero que vuelva, si ha de seguirme viendo como un enemigo.


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En su tiempo lo dediqué a alguien, pero fue hace muchísimo, luego me decidí a subirlo cuando me dio igual.

lunes, 27 de agosto de 2012

71. Tormento.




Corrí a mi cuarto con el terror sintiéndolo en cada latido de mi enfermo corazón. "No, no más, no más cadena, no más cadena, no más cadena por esta noche...", murmuraba para mí mismo con un dolor horrible y latente, destilando de mis ojos temblorosos y desenfocados.


Cerré la puerta tras de mí, no me importaba que mi padre viniera furioso por detrás. Bramaba como una bestia salvaje, una criatura deseosa de sangre fresca, qué sé yo. Había podido sentir su respiración alcanzando mi espalda en mi huida.


-¡Me voy a dormir! -dije, y siguió el silencio.


Me quité mis zapatos con el estómago hecho un nudo y los oídos aguzados. Al meterme a la cama, hasta las cobijas hacían un escándalo, según mi percepción, y cuando apagué la lámpara de la repisa cuidadosamente, me percaté con horror que una sombra, bajo mi puerta, se mantenía estática, y una burda respiración brutal comenzaba a hacerse presente detrás de ella, acrecentando su volumen a cada segundo. Aplasté mi cabeza contra la almohada y me tapé lo más que pude, escudándome falsamente bajo la tela.
Al primer grito, cerré los ojos. Me creí morir.


-¡Nada de que te vas a dormir! ¡Abre la puerta!
-¡Tengo sueño! -repliqué débilmente.
-¡Abre la puerta o la voy a derribar!


Muerto de miedo, mil escenas cruzaron por mi mente en esos instantes. Me movía una confición equidistante a la de mi voluntad y mis fantasías violentas. Sin energías, me ponía en pie con una vacilación difuminosa.


Despacio, y temiendo que mi indecisión no terminara de turbar su carácter, me acerqué a la puerta maldita. Mis dedos temblaban, tan fríos como mi respiración. A tientas por la inquietante oscuridad, alcancé el gélido metal del picaporte y retiré el cerrojo que amenazaba ser derribado. A pesar de no ver nada, cerré los ojos.


Abatida la puerta, una enorme mano proveniente de la oscuridad prensó mi cuello al punto de deshacer mis ánimos. A comparación del pecado cometido, la retroalimentación era brutal, desfazada de toda prudencia. Mi garganta se cerraba, y la pesadilla renacía de las cenizas. Mi espíritu aciago e infausto sufría un tormento incomparable, esa angustia que jamás terminaba, gotas de ira y violencia derramadas sobre mi corazón loco de alucinaciones. Una cálida esperanza me quemaba mis ojos y temí confundirla con mi propio líquido vital, mi esencia como persona y con sentimientos. Era que el sueño arribaba, sí, algo me hacía tener sensaciones de pesadez, experimentaba el mareo, cerraba más suavemente los ojos, mis músculos se relajaban. La ventana al fondo, con su luz ardiente, perdía consistencia, no había necesidad de seguir viendo al mundo, de presenciar cómo se teñía de rojo.


Algo me hacía pensar que parte de mi cuerpo conservaba mayor calor que el resto. El calor, el amor, el cariño, la fraternidad, todo se escurría de forma dramática por mis dedos danzantes.
Cuando traté de hablar no pude, porque mi lengua colgaba, pero fue grande mi sorpresa. Un inmenso ser hecho de alcohol -pues alcohol era el olor que emanaba-, dijo de pronto:


-Vete a descansar, a dormir, a soñar.



70. Amor marginal.





La puerta de la recámara vacía se abrió de golpe, como si un vendaval hiciera presencia. Por ella, entró presurosa una silueta, un rostro ahogado en lágrimas.
Una mujer de unos diecisiete años de edad, de tez clara y cabellos revueltos, se lanzó hacia su cama de un salto, como si el mismo demonio la estuviera siguiendo a toda velocidad. Cerrando los ojos con fuerza, como para evitar que se le escaparan más lágrimas, hincó sus dientes en su cobija con coraje y aguardó.
Sólo aguardó. Dos segundos.


Un hombre de barba cerrada que le triplicaba la edad entró justo después con fuerza desmedida y ojos de relámpago, de demonio. Su figura, apoyada en la puerta de la recámara, destellaba una furia sin límites, un infinito desprecio; sus puños tensos temblaban , su mueca se contraía más y más. Debido a su movimiento indeciso, se podía observar que no resolvía si entrar y seguirla, o aguardar a que aquélla levantara la vista.
Era su padre.


-Ahora sí te pesqué... depravada, zorra- le dijo en un murmullo sumamente despectivo, mordiendo las palabras y soldando su mueca después. El estallido de furia ocurriría de un momento a otro.
-Padre... no me digas así, padre... por favor...
-¡Cállate!
-Papá... -murmuró ella aún con más amargura desde la cama, atrapada. Su voz se doblaba en dos.


Gruesas lágrimas escurrían de sus ojitos negros. Sus dientes, mordían con todas sus fuerzas la cobija, quería desahogar su frustración y su horror en ella. No le quedaba nada. Todo se había echado a perder. Su esfuerzo, a la basura. Sus sentimientos, ¿qué importaban? Al cabo, era una enferma mental...


-Ven acá ahora mismo y explícame. Sal de ahí. Me debes una explicación, degenerada -bramó el padre.
-¡No soy degenerada! ¡Tengo mis sentimientos...! ¡Sentimientos... diferentes a los tuyos, a los de mamá!
-Sólo haz lo que te pido, ¡vergüenza de hija que tengo!
-Papá...


Dos pasos abreviaron la distancia entre los que discutían de esta manera: dos pasos recios y contenciosos. Fue del brazo de donde la prensó y jaló, y fue al suelo donde cayó la pobre muchachita, aturdida por la violencia de su mismísimo padre.


-Papá, ¡basta! ¡Déjame en paz! -exclamaba fuera de sí, llena de miedo y de horror.
-Así es. ¡Así es! Te largas ahora mismo de esta casa. ¿Quién te crió de esa manera, mocosa?
-No... por favor... no -clamó la muchacha; las lágrimas le rodaban con tanta amargura y tanto vértigo, que inundaban sus labios, resbalaban por su barbilla, le hundían los ojos...


Cayó de rodillas. Años, años intentando complacer a su padre. Toda su vida era aquel que tanto quería. Su vida quizá fue una pesadilla, con tal de tener contento a aquel hombre.
Un desliz había echado todo a perder. Una duda, una confusión acaso.


-No te quiero ver, me has decepcionado. Esperaba más de ti.


Con los puños apretados, el hombre se retiró de la estancia.

Ahí, ella lloró desconsoladamente frente al espejo. Sus brazos no le ayudaban demasiado en la tarea a sus piernas: sus cuatro extremidades temblaban, en cualquier momento se desplomaría, ahí mismo. ¿Qué había hecho? ¿Cómo había ocurrido?
¿Cómo había dejado que su padre la descubriera? ¿Cómo, decepcionarlo de esa forma? Ella, ella era su hija, era su vida, su amor, debía quererla, estaba mal, no podía ser, se sentía sola, se ahogaba, quería morir. Morir de amor. ¿Por qué no? ¿Por qué no gozar del amor, de su amor?


En el espejo se reflejaba un esqueleto, un rostro demacrado y bañado en líquido salado.
¿Qué esto no se trataba del amor más puro que existe? Si ella lo sentía en su corazón, ¿por qué su padre debía reprobarlo? Era asunto de ella y de nadie más, después de todo.
¿A quién debía hacer caso? ¿A su corazón, o al hombre que jamás podría complacer?


Y una vez más, echó un vistazo a su reflejo. Sí, era una muchacha como cualquier otra. Tenía su alma, su corazón y sus sentimientos. Era frágil.
Y necesitaba el calor que encontró en aquella persona... Era todo lo que deseaba.
Todo lo que necesitaba. Se iría de su casa, pues así se lo ordenaba aquel tirano insensible.
¿Pero seguiría adelante con lo que le dictaba el corazón? ¿Volvería a hacer lo que hizo esa misma tarde, minutos antes, sobre la acera de la calle?


Sus ojos reflejaban esos destellos de las lágrimas tan puros y brillantes como ningún otro. No paraba de mirarse.


-Que el mundo me comprenda, por favor...


Luego sintió un nudo en la garganta y un escalofrío intenso. No había nada de malo mientras fuera sincero, y decidió esa tarde dejar de hacer caso a la sociedad. Viviría para ella, y para la persona que de verdad robó su corazón.
Se acercó al espejo y meditó más de cerca, viéndose reflejada a sí misma, a una muchacha común y corriente...

Ella era su vecina, su amiga de la infancia... ¿De verdad la había besado allí afuera...?



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Esta historia tiene su continuación, llevo ocho capítulos escritos y no creo que pase de quince, igual son breves. A ver si luego me decido a colocarlos acá.

69. Lirio de oscuridad.





¿Qué formidable misterio capturan
ojos huidizos de un alma dorada
que va hacia la mar, que va hacia la nada
cuando en su esencia sus penas sulfuran?

De un demonio, diríase quizás;
ente, terrible criatura infernal...
Un alma mortal, oculta en su cuerpo,
presa fatal de un profundo tormento.

Rebotan los gritos, avanza perdida,
¿quién sabe su daño, quién sabe su herida?
Escarnios le atizan, las pullas le llueven,
A fuerza de ofensas, su llanto promueven.

Refugio apremiante en su sombra le implora
un vigor tartamudo, ya casi marchito;
Suspiro amargoso, una especie de grito,
"¡Protégeme ante la furia abrasadora!"


Mendaz, tras la elocuencia de su mundo,
Una máscara ornamenta al desvalido
Y vulnerable ser que difumina.


Fuerza rocosa, vigor diamantado,
¡de furia y metal, corazón transformado
de criatura insidiosa que habrán orillado
hacia el demonio a adorar demasiado!

Oscuras sus ropas, oscuros sus ojos,
quedaron residuos umbríos, despojos.
Era ella un ser inundado de inocencias;
y a la maldad le volcaron experiencias.

Amargas vivencias, ¿la culpa?, de necios;
herir su endeblez, su recreo predilecto.
Doblar, separar, marginar con desprecios,
Acabar, pisotear a ese grado de insecto.

Se abrigó a sí misma, su lugar obtuvo;
lo fue a encontrar en el misterio del mal.
Quien antes fue una criatura angelical
Ahora es un monstruoso ser infernal.


Mendaz, tras la elocuencia de su mundo,
Una máscara ornamenta al desvalido
Y vulnerable ser que difumina.



Vendióle el alma al diablo, salva se siente.
Simplemente se convirtió en su disfraz.
El corazón trabaja, no está presente
aquel sentimiento de esencia veraz.



Dedicado especialmente a mi niña demonio, el alma del cielo... para ti, mi querida amiga Mel.

68. La dama de las tinieblas




Sola se ha quedado, por el desprecio mutuo que experimentó en carne propia, como quien detona hacia un espejo. ¿Quién va a amar a otro antes que a su esencia misma?

Sola, porque el mundo comprendió que el camino del escarmiento era aborrecerla, era el distanciamiento eterno del calor y del afecto. Para que tras sus pasos, en la sombra que se va difuminando, arrastre las penas ajenas que su presencia engendró.

A sabiendas de que era odiada por el universo y mal vista por las estrellas que atestiguaron, se atreve, con la dignidad del cinismo, posar su mirada en el horizonte, desafiando al celeste profundo. Eran los momentos en los que se convertía en una diosa, en un demonio, en un ser maldito de estigia oscuridad. Sus ojos de trueno colocaban bajo ella las expectativas ajenas: nunca podrán amedrentarla. Era una criatura rebelde e indomable, con un corazón rebosante de odio y de una extraña dicha.

Nació para matar, para degollar sueños, aplastar vidas, y jamás podrá sucumbir ante nadie. Era, pues, el ser perfecto de las torturas.

Su corazón latía con sobria mecánica; su sonrisa pintaba una delicia al incauto. Esos ojos poderosos atormentaban, cegaban, pudrían esperanzas, lo eran todo. Desvanecían a placer, era un volcán que a su gusto propio arrasaba campos inocentes y floreados.

¿Sola se había quedado? Sola nunca. El universo viviría aún lo suficiente como para conocer más de sus fechorías. Ella reía ante el intento de marginación tan fallido.
Con impía determinaciuón, barría el horizonte con la distancia de una mirada viperina, y luego sonreía en medio del juego socarrón de su mente.
¿Su próxima víctima, quién sería? La conquista será lo más fácil; la ruptura del corazón, lo más divertido, y el intento de separación, la rebeldía vengativa, su azote cruel.

La mujer de las tinieblas se puso en marcha. Quizá era verdad: nadie la quería, pero el impacto de su rostro causaba una enfermiza dependencia. A poner, pues, en práctica sus dotes, y con la mentalidad de un nuevo juego, de un nuevo lanzamiento de dardos asesinos.
Y la sangre fiera corría por sus venas.



67. Las rejas de mi mirada.




¿En qué momento de mi existencia hubiera pensado que arribaría a estas tierras siderales, a este reino del ruego, de la falta de resignación? Te veía perfecta, tu sonrisa cálida aparecía de entre la oscuridad para mí y mis penas deshacía... Y de entre tus labios, llenos de néctar de rosas rojas, se escapaban bandidas palabras de amor, fugaces esperanzas de un dichoso porvenir.

No puedo buscar refugio; en este mundo se nos priva de él a los pecadores. No puedo tampoco implorar perdón, porque todo poder divino tiene un límite, un freno maldito. Lo eterno me demostró su máscara de falsedad con tu presencia cruzando mi camino. ¿Habría de tener fe en tu difuminada figura para mi supervivencia?

Oh, mujer del dolor, creación recurrente de mi imaginación que fuma tantas utopías, ¡detén tu veloz vuelvo y estáncate en mi infierno! Debes saber que mis manos tiemblan desordenadas con tu falta de aliento calcinando mis oídos, ¿será que les faltas tú?
Mira, contempla cómo mi mundo se derrite, como se derritiera un caramelo sobre el poblado desierto de tu corazón; mis castillos de arena se están desmoronando y yo caigo tras de ellos como un azote, presa de tu conjuro maligno. Sustenta mi pena, vive mi hambre, muere conmigo, por favor...

¿De rodillas estoy? De rodillas como me lo has pedido. De rodillas, como un idiota. Yo no sé si mereces un latido, una respiración; yo no sé si mis enfermizas cicatrices acomoden sus rastros dejándose ver ante la humanidad. Sólo sé que detrás de esta bravía colmena hay un sentimiento que no conoce la palabra salvajismo, y que se asoma tras las rejas de mi mirada, gritando tu nombre de una forma inconsciente, mecánica y repetitiva, exclamando que un alma perdida no puede sobrevivir sin tu diabólico calor.
Por siempre, soy tuyo. Por siempre, necesitaré de tu abrigo, de tus mentiras, de tu sonrisa etérea, de tu mirada, de tu alma corrompida.

domingo, 1 de abril de 2012

66. Juguete.



A veces me veía lindo en una repisa, en medio de un torbellino de inquietantes colecciones grises. 
En los momentos de soledad infinita, solía bajar mi rostro y me permitía una mirada humilde hacia mí mismo. 
Cuando ella entraba sola en su habitación, mis ojos se iluminaban con el destello fugaz de un astro; entonces descendía a toda prisa de mi mueble y corría a cobijarme en su silueta y a alimentarme de mis ganas de amar.
Tres caricias frías, apenas para sacudirme el polvo almacenado en mi rostro era lo que recibía a cambio, y unas palabras falsas para mantenerme esperanzado de algún día dejar de ser un muñeco, un ser sin vida, manipulable.

Este juguete la quería... ¡No! Aún más... La amaba...

Dos, tres, cuatro, cinco vueltas al engrane, me daba la suficiente cuerda en mi espalda para que yo mismo marchara hacia el mueble de la habitación, lo escalara y me colocara de vuelta en la repisa, adornando su vida, mientras ella iba a divertirse. Mi sonrisa era imposible de eliminar; en el amor siempre se debe ser dichoso, o al menos eso se supone. 
Una mueca de ella, porque no estaba en la posición adecuada, justo al centro de la carpeta en la repisa; muecas de desilusión porque el juguete que ella decía ser su favorito, no podía ser perfecto.

Pero el muñeco tenía la sonrisa pintada.

Ilusiones, día y noche, de que su dueña valorara el esfuerzo que representaba mantener esa sonrisa perpetua en su rostro, de que su sombra no decayera tras la repisa, de que sus ojos fijos y vidriosos no miraran a otra persona que no fuera la dueña de la habitación.
A veces, ella entraba a la estancia con varias amigas suyas. Entonces, yo sonreía con más ganas, mi mirada brillaba con ímpetu, para parecer un juguete más hermoso y llamativo. Para que ella se glorificara y presumiera que había encontrado un objeto caro y difícil de hallar. Para provocarles envidia.

-Sí, él es mi juguete favorito -solía decirles-. Y el más valioso de toda mi colección.

Cómo ellas sabrían que yo era la pantalla de su ego, su máscara el telón tras el cual ella se escondía con su verdadero juguete favorito, el que no mostraba ante el mundo porque no lo aprobarían. 
Yo, sólo servía para adornar su propia repisa y para llevar el ostentoso título del que el otro se salvaba, pero no para jugar conmigo.



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Me inspiré en cierta persona y la reflejé acá.