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Gracias por visitar el pequeño nido del cisne.

Cuento con un pequeño compendio de escritos que van resultando de luces esporádicas de imaginación. Ratos de cielos color violeta sobre mi cabeza.


Escritor amateur, graduado de Letras, aunque lejos de los mejores honores. Aficionado también a la Historia y a la Filosofía.
Espero que encuentren amenos mis breves relatos. No aspiro a nada, pero me alegraré de saber si al menos una persona logró cautivarse un par de minutos. Supongo que eso hace la diferencia entre una rutina trazada y un devenir diferente.

¡Gracias de antemano!

viernes, 3 de abril de 2015

114. La insurrección



Con la vista fija al horizonte, quizá viendo revolverse las arenas eternas de África, aquel anciano esperaba la condescendencia divina. Sus hombres lo habían elegido a él. El cielo quizá amparaba un devenir diferente para el Imperio.

Achacoso, doloroso, sus piernas le temblaban. La toga púrpura colgaba del hombro y olía a usurpación. Todos le dijeron que no se preocupara. Le susurraron que era necesario. Aquel coloso que investía el título de imperator no era sino un enemigo público: Maximino iba a perecer porque las legiones deseaban acabar con él; era un tirano que no gobernaría más.



Cansado mental y físicamente, el octogenario se sentaba con pesadumbre. Su destino ya no le preocupaba. Había vivido tiempos mejores. Ahora le parecía que los intensos rayos del sol caían como la cortina final a su alrededor. Pero se hallaba convencido de que su poesía no cambiaría al Imperio en su rumbo desastroso hacia el abismo. Tenía que luchar aún.

Algún mensajero surgido de las dunas y el horizonte le advertía en la tarde al anciano, que el primer peligro de aquella osada aventura se dirigía hacia su posición. Un legado del brutal Maximino cabalgaba raudo por las imperturbables arenas del desierto. Los silenciosos caballos enemigos sofocaban el aire con sus relinchos, haciéndolo pesar aún más. Su trote lo absorbía el suelo blando, en cruel complicidad. El oponente, fiel a los designios del tirano que le mandaba, tenía la única misión de regresar a Roma después de asegurarse que el usurpador había muerto.



El viejo gobernador de África, investido por sus propios hombres como el nuevo emperador, no tenía miedo de sí. Le apuraba un poco, no obstante, que los planes trazados por sus mismos consejeros y el Senado no diesen los frutos esperados. Sabía que se jugaba la vida, no sólo él, sino también su propio hijo: ante la evidente falta de fuerzas del octogenario, había sido nombrado co-emperador. Padre e hijo regirían juntos, en una unidad de sabiduría y arrojo. Nada podían ser el uno sin el otro.



Los vientos secos del Sahara parecían detener la velocidad del Sol, el calor era constante, el paisaje imperturbable. No sería la primera vez que una revuelta local terminaba asfixiada por órdenes del emperador.



Ordenó, pues, que su hijo reuniera al ejército fiel a su causa y saliera al encuentro del comandante del tirano Maximino. Tenía que hacerle frente y derrotarle. El enemigo era impopular en el Imperio, y tras esa victoria, padre e hijo se coronarían y tomarían las riendas de la Magna Roma.



Grande y desastrosa fue la sorpresa del anciano cuando se le comunicó que no contaban con un ejército listo para enfrentarse al oponente, un vilipendiado gobernador fiel al césar, que tomaba la batalla aún más impulsado por cuestiones personales, cuentas pendientes del pasado. Bastaría la única legión que comandaba para arrasar con la provincia de los insurrectos y teñir de rojo la ilusión de una nueva era.

El octogenario emperador no podía ya cabalgar, y el carro demoraría más de lo convenido en llegar al lugar del enfrentamiento. Dio su antigua bendición a su hijo y lo impulsó para que combatiera y comandara con fiereza y valor; aunque su ejército fue reunido por milicianos, eran más numerosos que el oponente. Luego imploró protección a los dioses y sus plegarias se elevaron por los cálidos confines del desierto.



¡Ah, la grandeza de un sueño, la fuerza que imprime una visión en los brazos de los arrojados combatientes! Frente a frente, los ojos del hijo del anciano autoproclamado se encontraron con los del comandante fiel al nefasto Maximino. Ambos levantaron sus espadas cortas sobre sus cabezas, la refriega por un mañana incierto había comenzado.
La polvadera propia de la arena perturbada por las salvajes pisadas de los guerreros se elevó formando una densa nube dorada. Los relinchos de los caballos y los gritos de los hombres que se encontraban, eran truenos devastando el campo de batalla. Los unos, pretendiendo acabar con insurgentes infieles al único emperador Maximino; los otros, rebeldes ante las desgracias del Imperio, luchando por un nuevo orden.

“¡Roma Victrix!”, se escuchaba rompiendo de las gargantas de aquellos milicianos ardorosos, que eran cortadas de tajo por los legionarios experimentados, felices ante la débil oposición del enemigo; hombres que caían uno tras otro a la arena hirviente, heridos, mutilados, muertos, el Sol inclemente descubriéndoles el rostro. Y al verse solo de repente tras una cuadrilla de enemigos que lo acorralaban y encerraban entre sí, el hijo de aquel anciano quebradizo hizo frente con honor y valentía hacia la legión que traicionaba el ideal de Roma en defensa de un tirano.

Las espadas enemigas se incrustaron en su cuerpo como una tormenta. Soltó un alarido y cayó a las patas de su caballo, que espantado, echó a correr a todo galope abandonando el yerto cuerpo de su amo.

La ignominiosa derrota de los insurgentes culminó en aquella tarde soleada y enfermiza. Pisoteados los milicianos ilusos, Maximinio el Tracio sumaba una victoria más, y un odio aún más creciente por parte del S.P.Q.R.



La triste noticia de la aplastante derrota africana llegó a oídos del octogenario emperador, que se dirigía apenas en su carro hacia el lugar del combate rodeado de su raquítica guardia. Hacía mucho tiempo que no se erguía con tanto ímpetu de su lecho. Se levantó casi de un salto y preguntó al mensajero por su hijo.

—Tu hijo, César, ha muerto en la batalla. Las tropas de Maximino le han aplastado.



El anciano tuvo que preguntarlo tres, cuatro y hasta cinco veces, con los ojos acuosos, incapaz de controlarse, esperando una respuesta diferente, como si los dioses le jugaran una broma. Y cinco veces obtuvo la misma respuesta. El joven co-emperador insurrecto, su propio hijo, había perecido.

La guerra estaba perdida. Nada podía hacer aquel hombre frágil frente a la brutalidad de su oponente. El bífido imperio nuevo, que había surgido tímidamente en la provincia de África para retar al legítimo tirano de Roma, se había quedado sin una cabeza. Ya no tenía sentido continuar. El enfrentamiento contra el sistema se perdió apenas al comenzar.

Gritando a los dioses, bajó de su carro con torpeza, y apresurando sus rodillas a las dunas del desierto, prorrumpió en amargos llantos. Sus milicianos fieles le comprendían. Era cierto. La brevísima guerra civil, que recién había empezado, ya finalizaba.

No pareció pesar tanto a aquel anciano el sueño roto de una nueva Roma, la aniquilación de aquel gigante emperador guerrero que azotaba el Imperio con desdén. La idea de perder a su único hijo le laceraba su corazón. La vida cruel le había arrebatado todo cuanto tenía en la vida.



Se dirigió precipitadamente al fondo, tan rápido como sus débiles piernas se lo permitieron, y tomando su propio cinturón, se lo anudó a su cuello, y tirando de él con la fuerza que su propia alma desgarrada le procuró, acabó con sus días por voluntad propia. El anciano emperador había muerto tras 22 escasos días de ser investido.

Salve, Gordiano I.
 

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