Parecieran los destellos de un astro terrenal, de un lucero lleno de vida que fulgura gracias a cierta facilidad mágica e interesante.
En el jardín blanco de la mansión infinita, brillan con pasión las rosas del invierno. No tienen fin sustancial, alumbran por naturaleza, son dueñas de la luz eterna, nunca irán a extinguirse. Se alimentan del regalo de la humanidad, y resplandecen con un ímpetu que cobra nuevas fuerzas a su paso, una refulgencia tan blanca como la nieve decembrina que se derrite alrededor de sus tallos.
Se trata de rosas hechas de polvo. Polvo acumulado de las divergencias del territorio, viajero del tiempo y del espacio, con razones ignoradas para el mundo y para ellos mismos. En el límite de lo existente, las rosas blancas existen porque sólo ésa es su misión. No podría ser de otra manera. La felicidad derramada debe contar con alguna ruta de escape alterna; si se queda entre las personas se pudre. Debe hacerse polvo, debe viajar, dormir, soñar, constituir, brillar. No regresa, es generable y tiende a evaporarse como la luz en el crepúsculo.
Las rosas irradian, ríen, alargan sus pétalos mágicos de luz al universo La gente ha olvidado que existen allá lejos, que sus raíces se extienden en el rincón del mundo, en un sitio inalcanzable.
Los hombres son mustios porque olvidan la esencia, porque buscan comprar felicidad, manejarla cual negocio. Pero las rosas del eterno invierno no venden: regalan. Nunca dejan de brillar. Sólo los más pequeños lo saben, sólo los niños... juegan con ellas en su imaginación y duermen protegidos por sus fuertes destellos blancos y puros. Por eso, sólo ellos son sinceramente felices.
En el jardín blanco de la mansión infinita, brillan con pasión las rosas del invierno. No tienen fin sustancial, alumbran por naturaleza, son dueñas de la luz eterna, nunca irán a extinguirse. Se alimentan del regalo de la humanidad, y resplandecen con un ímpetu que cobra nuevas fuerzas a su paso, una refulgencia tan blanca como la nieve decembrina que se derrite alrededor de sus tallos.
Se trata de rosas hechas de polvo. Polvo acumulado de las divergencias del territorio, viajero del tiempo y del espacio, con razones ignoradas para el mundo y para ellos mismos. En el límite de lo existente, las rosas blancas existen porque sólo ésa es su misión. No podría ser de otra manera. La felicidad derramada debe contar con alguna ruta de escape alterna; si se queda entre las personas se pudre. Debe hacerse polvo, debe viajar, dormir, soñar, constituir, brillar. No regresa, es generable y tiende a evaporarse como la luz en el crepúsculo.
Las rosas irradian, ríen, alargan sus pétalos mágicos de luz al universo La gente ha olvidado que existen allá lejos, que sus raíces se extienden en el rincón del mundo, en un sitio inalcanzable.
Los hombres son mustios porque olvidan la esencia, porque buscan comprar felicidad, manejarla cual negocio. Pero las rosas del eterno invierno no venden: regalan. Nunca dejan de brillar. Sólo los más pequeños lo saben, sólo los niños... juegan con ellas en su imaginación y duermen protegidos por sus fuertes destellos blancos y puros. Por eso, sólo ellos son sinceramente felices.
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