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Bienvenidos.
Gracias por visitar el pequeño nido del cisne.

Cuento con un pequeño compendio de escritos que van resultando de luces esporádicas de imaginación. Ratos de cielos color violeta sobre mi cabeza.


Escritor amateur, graduado de Letras, aunque lejos de los mejores honores. Aficionado también a la Historia y a la Filosofía.
Espero que encuentren amenos mis breves relatos. No aspiro a nada, pero me alegraré de saber si al menos una persona logró cautivarse un par de minutos. Supongo que eso hace la diferencia entre una rutina trazada y un devenir diferente.

¡Gracias de antemano!

lunes, 3 de octubre de 2011

39. Infanticidio psicótico múltiple.



   —¿Por qué lo ha hecho? —preguntó el perito psiquiátrico.

­   —Mi mente me lo ordenó —explicó el presunto culpable, enfadado—. Ya sé que no lo cree usted, pero en efecto sucedió. No podía ver a esos niños divirtiéndose y jugando, definitivamente no lo soporté. Aquel niño que se mecía en un columpio era un monstruo para mí, una aberración de la naturaleza. El que jugaba con la arena, a hacer pequeños castillos y fortalezas, sinceramente no tenía perdón de Dios. Cada una de las siete víctimas que usted involucra y que ayer al atardecer cayeron. Por eso lo hice. Por eso los maté.

   —Eso no lo explica. Usted finge demencia, no tendrá consideraciones especiales ante la ley por su estado de salud mental, supuestamente dañado —observó el perito.

   —Es que esto es apenas el principio. La cabeza de pronto comenzaba a zumbarme terriblemente. En el momento de los asesinatos, no era yo, lo juro. Me dominaban escenas, recuerdos, usted comprende. Mis manos temblaban como en una neurosis, mis palmas sangraban porque involuntariamente enterraba mis uñas en ellas con los puños apretados. Y adquirían valor, adquirían fuerza nunca antes vista, y de pronto comprendí que un ser superior me hablaba al oído, era invisible pero entendía su susurro. “Mátalos”, me ordenaba. Yo ni siquiera tenía idea de cómo hacerlo. Pero mi mente me prometió en un lenguaje secreto, con palabras guturales y cavernosas, que me ayudaría y asesoraría en mi tarea. Simplemente, entendí que era necesario para aplacar mi espíritu, semejante al hecho de tomar agua desesperadamente cuando se muere de sed. Así fue. Señor doctor, yo no tuve la culpa, es injusto que me condenen por ello. Mi conciencia no fue la que obedeció, sino mi instinto salvaje y bestial, que todos tenemos, porque al fin y al cabo todos somos animales, ¿no es así? Señor psiquiatra, señor perito, ¿me denominará al fin como enfermo mental ante su Señoría? ¿Lo hará? Bueno, pues haga lo que quiera, no me importa que niegue con la cabeza. Tengo miedo, sabe, y no soporto a usted y sus sandeces.

   —¿Miedo de qué? —preguntó el perito psiquiátrico.

   —Miedo del poder de mi mente —manifestó el criminal en un murmullo—, que es infinitamente más malvada y poderosa que yo. ¿No lo ha sentido usted antes, doctor? ¿Ese poder oculto que lo llama a uno al camino para el que fue concebido? Eso es lo que me pasó a mí.

   —Explíquese.

   —Al niño que estaba en el columpio… Detuve su movimiento oscilante con una mano. La otra se convirtió en una garra improvisada que al primer contacto violento le reventó la tráquea de golpe. ¡Era como matar a un pollo, se lo juro! Aún siento su cuello flácido en mi mano, aún siento su arteria palpitando lentamente hasta que la muerte la cortó en seco… sí, y aún recuerdo la manera en cómo dejé caer su cadáver a la tierra húmeda, desde el columpio. Sí, señor perito, cuando se mecía asemejaba a un péndulo sin fin, lo estuve observando anteriormente. Un vaivén terrible, que me hizo sangrar el corazón. Había visto ese péndulo antes, en mi vida, en mi infancia. O era algo más… el caso es que mi espíritu brutal no soportó para saltar al aire, aprovechando mi hipnosis. Era como un cuerpo etéreo, sin forma ni color, que aunque no pude ver, distinguí su silueta en la tierra, en el lodo. Es extraño, pero lo es más aún que me haya susurrado órdenes al oído. ¿Y quién era ese ser? No lo sé, no era yo, no me reconocí en su esencia. Me ordenó, pues, que los matara, que él me indicaría el proceso. Por intuición le destrocé la garganta al primero, y por lo mismo maté, destripé y cercené los cuerpos de los otros seis. No sé si disfruté del acto, pero sí de la consumación. No me arrepiento de nada, de otro modo mi alma seguiría intranquila y golpeándome en el corazón, en el estómago. Agradézcalo, a estas alturas aún me seguiría exigiendo su dosis de muerte y de sangre, y quizá hubiera tenido que atacar a una persona tan respetable como usted. Nada de esto es algo comprensible para las mentes llanas. ¿Me entiende usted, doctor?

   El perito asintió, temblando, y con voz trémula, mientras hacía una anotación en su cuadernillo, dijo:

   —Sí, tendrá consideración especial en el juicio, por su estado de salud mental grave. Yo me encargaré de ello.

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