Bienvenidos!

Bienvenidos.
Gracias por visitar el pequeño nido del cisne.

Cuento con un pequeño compendio de escritos que van resultando de luces esporádicas de imaginación. Ratos de cielos color violeta sobre mi cabeza.


Escritor amateur, graduado de Letras, aunque lejos de los mejores honores. Aficionado también a la Historia y a la Filosofía.
Espero que encuentren amenos mis breves relatos. No aspiro a nada, pero me alegraré de saber si al menos una persona logró cautivarse un par de minutos. Supongo que eso hace la diferencia entre una rutina trazada y un devenir diferente.

¡Gracias de antemano!

martes, 27 de diciembre de 2011

56. Lágrimas de sangre.






-¿Y ahora qué fue lo que sucedió? -pregunté en un murmullo.
-Fue mi culpa -declaró ella, en tono aún más bajo. Sus fuertes sollozos la interrumpían con constancia.

Afuera, tras la puerta, resonaban ecos de violencia extendida, un mar de sufrimiento, con olas de injusticia.

-Pero... pero, ¿quién comenzó? -pregunté de nuevo en forma absurda, como si con ello lograra solucionar algo.
-¡Que fue mi culpa! -masculló ahora, avivando su llanto. En tal oscuridad en la que nos hallábamos, ni aun estando frente a mí hubiese distinguido su silueta.
-¿Tuya? No creo que hayas querido tú que papá la esté golpeando de manera brutal en la otra recámara.
-Se van a matar, se van a matar... -intercalaba una y otra vez ella, entre su llanto cortado.
-Cálmate, todo va a salir bien... -murmuré, en otro torpe pero bienintencionado intento por congelar la triste intensidad.
-No es cierto... se van a matar esta vez, sólo escucha... -volvió a balbucear mi hermana desde su lecho en la oscuridad.

No podía estar del todo equivocada, para nuestra pena. Los gritos desgarradores de mi madre tras la pared hacían casi imaginarla como atada a una hoguera, a juzgar por la fuerza con la que los despedía.

-No es justo -murmuré, con lágrimas en los ojos.
-Quizás lo sea -me respondió mi hermana desde la cama contigua. Apenas pude escuchar su susurro tras el alboroto-. Y es por mi culpa.
-No lo comprendo -manifesté, hundiéndome entre la noche y mis cobijas.
-Travesuras juveniles... Ya sabes, nimiedades. Pero para papá, todo desemboca en una consecuencia funesta. Qué te tengo que contar, tú ya lo conoces, mira lo que ocurre por mi estupidez. Nada nos va a poder salvar. Es un neurótico, un enfermo.
-Lo sé.
-Y mamá, que siempre tiende a defendernos de él ciegamente, por el inmenso amor que nos tiene y la cálida protección materna tan natural... -continuó.

Los golpes unilaterales se escuchaban resonando en el vacío. La oscuridad me aplastaba: un loco estaba matando a mi madre.

-¿Qué clase de travesura fue? ¡Debió ser algo mínimo! Te conozco, hermana... eres tan tranquila.
-Lo fue -me contestó al cabo de un tiempo-. Pero papá no entiende de razones. Está enfermo, sólo sabe canalizar su singular ira por la violencia externa.

Luego, su llanto avivó, como aviva una flama repentinamente con el combustible.

-¡Pobre mamá! ¡Siempre le toca la peor parte! ¡Y todo por querernos demasiado, todo por haberse casado con un loco!
-Te lo dije... no es justo, hermana -murmuré.

Carraspeó un par de veces, luego soltó con determinación:

-No, ya veo, no es justo. La que debería morirse tendría que ser yo. ¡Yo! ¡Lo deseo! ¡Que me mate de una vez! ¡Que lo haga, pero que los deje en paz a ustedes!
-Hermanita, no digas eso -la reprendí, temeroso.

Ella se incorporó de su lecho, y mientras salía de la habitación masticando serias palabras, yo cerré los ojos con espanto.

-Ya tengo el ojo morado y mil rasguños -la escuché mientras abría con sigilo la puerta de nuestra habitación para salir-. ¡Pero merezco más! ¡La muerte! Voy a defender a mi madre, no sé qué vaya a hacer. A merecer lo justo, supongo, eso es, a hacer justicia. Duerme, hermanito, por favor... tú no sufras. Duerme...

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