Bienvenidos!

Bienvenidos.
Gracias por visitar el pequeño nido del cisne.

Cuento con un pequeño compendio de escritos que van resultando de luces esporádicas de imaginación. Ratos de cielos color violeta sobre mi cabeza.


Escritor amateur, graduado de Letras, aunque lejos de los mejores honores. Aficionado también a la Historia y a la Filosofía.
Espero que encuentren amenos mis breves relatos. No aspiro a nada, pero me alegraré de saber si al menos una persona logró cautivarse un par de minutos. Supongo que eso hace la diferencia entre una rutina trazada y un devenir diferente.

¡Gracias de antemano!

martes, 27 de diciembre de 2011

56. Lágrimas de sangre.






-¿Y ahora qué fue lo que sucedió? -pregunté en un murmullo.
-Fue mi culpa -declaró ella, en tono aún más bajo. Sus fuertes sollozos la interrumpían con constancia.

Afuera, tras la puerta, resonaban ecos de violencia extendida, un mar de sufrimiento, con olas de injusticia.

-Pero... pero, ¿quién comenzó? -pregunté de nuevo en forma absurda, como si con ello lograra solucionar algo.
-¡Que fue mi culpa! -masculló ahora, avivando su llanto. En tal oscuridad en la que nos hallábamos, ni aun estando frente a mí hubiese distinguido su silueta.
-¿Tuya? No creo que hayas querido tú que papá la esté golpeando de manera brutal en la otra recámara.
-Se van a matar, se van a matar... -intercalaba una y otra vez ella, entre su llanto cortado.
-Cálmate, todo va a salir bien... -murmuré, en otro torpe pero bienintencionado intento por congelar la triste intensidad.
-No es cierto... se van a matar esta vez, sólo escucha... -volvió a balbucear mi hermana desde su lecho en la oscuridad.

No podía estar del todo equivocada, para nuestra pena. Los gritos desgarradores de mi madre tras la pared hacían casi imaginarla como atada a una hoguera, a juzgar por la fuerza con la que los despedía.

-No es justo -murmuré, con lágrimas en los ojos.
-Quizás lo sea -me respondió mi hermana desde la cama contigua. Apenas pude escuchar su susurro tras el alboroto-. Y es por mi culpa.
-No lo comprendo -manifesté, hundiéndome entre la noche y mis cobijas.
-Travesuras juveniles... Ya sabes, nimiedades. Pero para papá, todo desemboca en una consecuencia funesta. Qué te tengo que contar, tú ya lo conoces, mira lo que ocurre por mi estupidez. Nada nos va a poder salvar. Es un neurótico, un enfermo.
-Lo sé.
-Y mamá, que siempre tiende a defendernos de él ciegamente, por el inmenso amor que nos tiene y la cálida protección materna tan natural... -continuó.

Los golpes unilaterales se escuchaban resonando en el vacío. La oscuridad me aplastaba: un loco estaba matando a mi madre.

-¿Qué clase de travesura fue? ¡Debió ser algo mínimo! Te conozco, hermana... eres tan tranquila.
-Lo fue -me contestó al cabo de un tiempo-. Pero papá no entiende de razones. Está enfermo, sólo sabe canalizar su singular ira por la violencia externa.

Luego, su llanto avivó, como aviva una flama repentinamente con el combustible.

-¡Pobre mamá! ¡Siempre le toca la peor parte! ¡Y todo por querernos demasiado, todo por haberse casado con un loco!
-Te lo dije... no es justo, hermana -murmuré.

Carraspeó un par de veces, luego soltó con determinación:

-No, ya veo, no es justo. La que debería morirse tendría que ser yo. ¡Yo! ¡Lo deseo! ¡Que me mate de una vez! ¡Que lo haga, pero que los deje en paz a ustedes!
-Hermanita, no digas eso -la reprendí, temeroso.

Ella se incorporó de su lecho, y mientras salía de la habitación masticando serias palabras, yo cerré los ojos con espanto.

-Ya tengo el ojo morado y mil rasguños -la escuché mientras abría con sigilo la puerta de nuestra habitación para salir-. ¡Pero merezco más! ¡La muerte! Voy a defender a mi madre, no sé qué vaya a hacer. A merecer lo justo, supongo, eso es, a hacer justicia. Duerme, hermanito, por favor... tú no sufras. Duerme...

lunes, 12 de diciembre de 2011

55. La danza del solsticio.



   Bajo un húmedo y singular atardecer invernal, el campo mágico retozaba de una vida intangible pero estática: nada, o mejor dicho, casi nada parecía ser autónomo en sus movimientos; la grama quebradiza prefería dejarse ser juguete sencillo del rollizo viento, el cual, con ímpetus traviesos, la helaba tras cada paseo entre sus hierbas. Los árboles no podían contenerse a la sinfonía del crepúsculo temprano, y sus ramas ejecutaban un vals melódico al compás de las notas imaginarias y casi secretas.

   Contemplar las hojas era todo un deleite: ¡parecía como si buscaran pareja para ejecutar su baile!  Era cuestión de admirar sus pequeños movimientos trepidantes, que por estar aún prensadas a las ramas, realizaban por obra del vendaval. Una y otra vez agitaban sus cuerpecitos, como en un ritual de cortejo, todas frente a todas. Cada una quería ser la bailatina predilecta, llamar más la atención, y como el ruido que el aire realizaba les imprimía un toque de sonido semejante al aleteo, parecían gritarles a las demás: "¡miren, compañeras, qué bien danzo y con qué soltura me muevo! No cabe duda de quién fue quien aprendió mejor el arte del ritmo".

   Unas se aferran, otras gritan por soltarse de la prisión de las ramas. Desde las remotas alturas, el Sol rojo, incandescente, observaba cómo se desplomaban las últimas hojas del gran árbol, cómo iban revoloteando, girando en la nada, ejecutando magníficicos pasos de baile mientras caían, mientras dibujaban sus siluetas en el aire cenizo, hasta morir, quedando yertas en el cementerio del suelo, cubierto de hojarascas secas.

   El Sol, apenado, se retiró tras los montes. Las hojas, antes de fallecer, cumplieron la danza de sus sueños.

54. Rebeldía contra mi vida mundana.




   ¿Qué es de mi vida? ¿Qué queda de lo que fui? No atisbo tras el firmamento insustancial nada más que una sombra desgarbada de lo que fue un ciclo permanente de felicidad. O ni siquiera eso. Humo, niebla, polvo. Heme aquí siendo deshidratado por la carencia, agotado de vivir contra la corriente, posponiendo lo que siempre anhelé, todo por sentar las bases de la supervivencia. La injusticia se hospedó en mi alma, y a mi cuerpo lo trata como un juguete maldito: de aquí hacia allá y viceversa, una y otra vez, sin cesar. Me desgasto, me deshago entre lo mundano, ¿en dónde ha quedado el refugio paradisíaco de mi espíritu? ¿Y el calor ferviente de mi corazón dónde lo he de encontrar? ¿Acaso en el frío trato de las personas de hábitos mecanizados? ¿Acaso en el rodar de las horas entre espasmódicos congeladores infrahumanos? Y hacia allá voy, hacia allá me dirijo, velado por la crueldad de la vida aburrida. Voy para allá a destruirme a conciencia, desde el despuntar del alba silente, hasta que la Luna constituye su imperio entre las estrellas. ¿Qué otro recurso existe en mí? De quedarme a soñar, moriré. He de convertirme día a día en un hombre sobrio, caducado de ilusiones y tenaz en sus supuestas metas económicas. Pamplinas para el que no ignora las insustancialidades de esas banalidades.

   Pero el único remedio es adentrarse en el río y dejarse llevar por la corriente rabiosa. Vivir para servir a los otros, ser un esclavo sin liberación, soñar con negocios y desperar para ellos: una pesadilla que gira por los canales de la eternidad sin fin aparente. Vaya vida. No quiero negarme a matar mis ilusiones, pero de no hacerlo, moriré yo mismo con ellas.

53. Versos suicidas



Es una vela, que con un soplido
que alguien dé, se extinguirá para siempre.
Es un ser que se siente desvalido
al existir desamparadamente.

Es un alma tentada por la muerte,
quien le ofrece inolvidables delicias
y le otorga una esperanza tan fuerte
que deja seducir por sus caricias.

Una navaja, la sangre que brota,
una tormenta de penas que azota
el ímpetu de una brusca caída.

Finos aromas que huelen a muerte,
el cuerpo de un joven que se ve tan inerte,
fue seducción su absurda partida.

52. La muerte del alma



   La forma en cómo las cosas tuercen su camino hasta descender a profundidades estigias siempre toma como base un fundamento fantasmal, pero existente. Nunca pensé que mi corazón destrozado tuviera que sufrir las penas de un amor no correspondido. Pero entre los vestigios y los residuos que un huracán interno dejó en donde usualmente estaría su lugar, encontraría que la calidez sigue en el ambiente. Unos trozos rotos, marchitos, sedientos de lo que nunca sucederá, emergen de las tierras de la confusión y la desolación, pugnan por arrastrarse por negros senderos, buscan juntarse, anhelan la unidad. ¿Pero qué remedio tan poderoso puede rescatar a un órgano vital que quedó prácticamente pulverizado tras una tormenta devastadora? ¿Quién tan valiente osaría prometer una reparación completa de un corazón que se ha disgregado y cuyas partículas ruedan por las arenas infinitas de lo desconocido? ¡Nadie! ¿Cómo podría sufrirse una tortuosa espera de ansiar que un remedio sibilino pueda cohesionar cada uno de los sentimientos que ahora penan como famélicos espíritus, libres, sedientos de tener su oportunidad para brillar?

   Busqué un alma afín; mis intentos persistentes sucumbieron, como sucumbe un velero en altamar. No me queda más esperanza que aferrarme a la vanidad de la vida, lo que me resta de ella. Nadie podrá reparar lo desfragmentado, pues mi corazón asemeja a un cristal que ha sufrido el poder y la furia de un mazo descargándose sobre sí. Sólo pretendo que el tiempo me cobije a su paso navegante sobre mi cuerpo y mi alma, que derrame la sangre que he perdido por culpa de estos sentimientos malditos, que reencarne mi espíritu en esta materia que se convirtió en nada. ¿Quién más pudiera hacer algo mejor?

   Mi mayor tormento de ahora en adelante es resistir en este mundo viendo cómo mi sueño y mi ilusión se desmoronan, cuando la que constituyó mi alma gemela me rechace nuevamente, cuando vuelva a escuchar la palabra amor en cualquier lengua viperina. Mi existencia está condenada.

51. Muerte, dolor y lágrimas.





   Quedaba su sombra, quedaba su silueta. La forma del cuerpo que en otros tiempos hubiera tenido toda la vitalidad que cualquiera desearía. El alma se evanecía, se disipaba poco a poco: injustamente abandonaba a ese cuerpo exhausto, recorría regiones inalcanzables y luego, juguetona, volvía de pronto para volver a dar otro respiro sonoro. Luego de eso, emergía nuevamente de su superficie, retozaba sobre el ambiente mientras reía, y se volvía a colar sobre el cuerpo prácticamente inerte. Los latidos de su corazón no indicaban mucha actividad, eran inconstantes, eso lo constataban los diagramas cardiacos con la fineza de sus chillidos ante cada palpitación.

   Los ojos de Carolina se hallaban completamente cerrados, pero sus párpados torvos no constituían una idea de sufrimiento. Simplemente estaban ahí, caídos, pero en posición natural, casi como si estuvieran descansando de un extenuante trabajo. De hecho, su mirada estaba tan dulcemente extinguida que cualquiera hubiese apostado que dormía como un bebé. La apuesta fuera seria si de su cuerpo no salieran una cantidad considerable de agujas con extrañas mangueras que conectaban por lo alto a bolsas amarillentas; una manguera más gruesa en el centro de su cuerpo, justo en la fuente de la vida, corría hasta una máquina más voluminosa que las del resto.
Estaba fría. Fría como un témpano de hielo, como sólo sus dedos entumecidos podrían estarlo. Fría, porque su corazón se cansaba de vivir. Porque se extinguía, porque su estancia en este mundo del dolor era efímera.

   Ahí estaba Carolina, conectada a una máquina que le permitía existir con el mínimo pulso y aliento.

   A los pies de su cama, al borde, justo en donde la colcha caía con onduladas pronunciaciones sobre el suelo, tenía Lidia hundido su rostro entre sus brazos quebradizos, tiernos. Le parecía tener una eternidad velando por el bienestar de Carolina, pero en realidad era el sueño, el maldito sueño el que la vencía. Se había prometido mantener los ojos abiertos en una postura vigía, para que ningún demonio entrara por la ventana y le arrebatara a su mejor amiga. Ella estaba dispuesta a luchar por su supervivencia y salvarla de las garras demoledoras de la muerte.
Cuando levantó su rostro de entre sus raquíticas extremidades, y se dio el lujo de apartar sus cabellos incoloros de su rostro, se dio cuenta de lo inevitable que sería la próxima partida de su alma gemela. Sabía que esos pitidos que despedía el electrocardiograma eran más espaciados que la noche anterior, ¿o acaso las horas, incluso los minutos anteriores? El mundo había dado demasiadas vueltas desde que había perdido la conciencia. Ya nada le resultaba igual, incluso el sabor de las cosas quedaba particularmente extraño a su gusto, lo salado en vez de lo dulce y viceversa. Nada tenía sentido en la vida ya.

   Y en esto meditaba Lidia cuando puso a prueba sus piernas. Tanto tiempo había velado sentada el descanso de su amiga, que sus extremidades inferiores se rebelaban ante sus órdenes. Un pie apoyó primero, el otro no le respondió. Algo sucedía en su mente, determinó mientras se incorporaba. A trompicones, ciega y con el cerebro dándole vueltas en su cabeza, se acercó hasta la cama en donde yacía el cuerpo vacilante de vida de su ser más querido en el mundo, del alma que sin duda hubiera amado en caso de haber compatibilidad. Sí, ahí estaba pero ya no despedía calor, ya era un trozo de hielo, las mejillas de la joven enferma estaban pálidas, con el brillo blanco que sólo la próxima ida augura. Lidia le tomó la mano a la inconsciente Carolina: era la mano de un cadáver. Una lágrima rodó vacilante por la mejilla de una fiel amiga que comprende la situación.

   —Te mueres —murmuró.

   Un relámpago surcó la superficie mental de Lidia. Fue un destello que sus ojos no soportaron, un rayo mortal de dolor, de angustia y de amargura. Tambaleándose, luego de haber soltado la mano de Carolina, hubo de afirmarse en una de las paredes más cercanas. Su mente le jugaba malas pasadas, era otro signo inequívoco. ¿Qué pasaba con el mundo? ¿Por qué el amor más puro y honesto tiende a autodestruirse? ¿Qué el mundo no se compadece de los sentimientos? ¡Qué ironía!

   Procuró Lidia no devanarse el cerebro meditando trivialidades filosóficas, y volvió a contemplar el hermoso pero marchito rostro de Carolina. Una mano pasó por su mejilla quebradiza. Ya nada importaba.
Nada importaba a comparación de la tragedia latente, del olvido al que pronto iba a sumergirse la historia de una fidelísima amistad, de un contraste entre dos seres de luz, de una estrella fugaz que llegó, se presentó con toda su refulgencia y luego desapareció silente entre la espesura. Nunca, nunca más.

   —Hermana del alma, yo me muero contigo.

   Unas ganas de vomitar profundas. No sintió nada, aunque probablemente tendría dolor. Dolor físico, pues el alma ya no podía recibir más de eso, estaba anestesiado, estaba saturado de lo terrenal. Realmente no tenía significado ni mucho menos explicación. Del mismo modo, no había explicación sobre el electrocardiograma que, sospechosamente, había dejado de emitir sus pitidos desde hacía un par de minutos. Lidia no reaccionaba. Estaba acariciando el rostro de un cadáver.
Cuando cayó en cuenta, fue suave, porque el mismo rayo cuajó dos hielos.

   —Adiós, amiga, adiós… hermana del alma… Adiós, Carolina… fuiste todo para mí.

   Tampoco había muchos segundos para ella, y probablemente deseó apresurarlos. Cual perfecta novela, su cuerpo desvanecido resbaló por la orilla de la cama y cayó con sonoro golpe hasta el piso. No había lugar para mayor sufrimiento en esa estancia. Dos almas idénticas en sentimientos volaban hacia las mismas regiones siderales, esta vez para siempre.

50. El drama de un reloj



   No hay relojes que no corran por su cuenta. Malditos, programados para saborear lo inexistente, educados en una filosofía surrealista. Abandonados en un abismo abstracto, se sienten perdidos mientras sus manecillas giran sin mesura. La tendencia crítica a devorar lo insaciable los desquicia por dentro, pero sus almas están subordinadas a su conciencia, de modo que no los vemos cesar en su trabajo.

   ¿A dónde van, de dónde vienen? La ignorancia será perpetua en sus corazones de metal. Un despliegue mental haría comprensible su absurda existencia en el plano particular. Sus días corren idénticos, presas de vórtices como fauces sin fin; una hora no difiere de la otra, sólo en estrictos puntos de separación de luz. Es curioso que para el pequeño mueble el tiempo no exista: transcurra y sea un fantasma que no tiene rumbo ni origen, y posiblemente ni fin.

   Marca la fiel servidumbre el amplio paso de la estela artificial; de sus valores apenas se acuerda, y cuando lo hace no se lamenta, sino que trabaja con más ahínco, nunca flaqueando ante lo necesario, antes bien, calibrando energías mágicas, que su alma metálica le proporciona en dosis cada vez más severamente moderadas, a cada giro, a cada dinámica.

   Fiel hasta el momento de morir engalanando a un tercero con su porte, informándolo sin sueldo, sin mérito alguno. Ahí está el reloj, sin vida propia, desgajando sus engranes en un intento desconocido, pero preciso, de servir. No tienes vida, reloj, porque por humanos fuiste creado y para ellos servirás, cual esclavo en jaula; tu tiempo será inconsistente, y si algún día tu existencia se corrompe, tus manecillas quedan estáticas y tu corazón no da más vueltas, habrá sido sirviendo a tu amo. Es pues, tu eterno drama particular.

49. Pasiones Ciegas.




   Ruedan los ecos posteriores a una oscuridad sin límites, a un viento doloroso e implacable, a causa de la brutalidad que un inframundo ofrece.

   Puedes lamentar llegar a este estado en el cual yo perecí, en el que el nihilismo es sustancial, en el que el vacío se convierte en un trampolín invertido hacia la locura. Déjalos a ellos, séquito de ciegos caídos en la desgracia, que no saben lo que quieren, y si lo saben, no lo buscan en verdad, viven en un mundo de fantasía en donde se supone que el cielo es el tesoro absoluto. Créeme a mí y sígueme, no querrás pasar por el sendero de lluvia y sangre por el cual yo cursé y que me arrastró, me desnudó, me sesgó las ilusiones, la vida misma. Casi un infierno mental.

   Ingratos que acumularon mis desdichas, que me encerraron en un castillo negro en forma de ataúd perfecto, con las condolencias de su hipocresía, clavándome una repugnante cruz grisácea y corroída. ¡Me abandonaron! Aborrecen lo terrenal, buscan lo lógico en lo oculto, algo esotérico, ¡mi corazón magullado por los rastreros gusanos se conmovía, sí, aún en la agonía de sus latidos!

   Estoy en tu plataforma, la dimensión de los siervos es conocida para mí, y para ti me descubres tras el espejo, no eres tú, soy yo dentro de ti, me adueñé de la carne mundana, de lo que uno teme avergonzarse hacia los demás, con lo que en la mansión oscura de fuego se juega. Entiéndelo, no vales nada. Por eso volví, para salvarte, para que mis huellas se fundan con las tuyas. Me temes porque mi rostro es negro y volátil, ¿no es así? Porque llevo en la frente dos símbolos del toro. Es sólo una apariencia, tan básica que redunda en lo infantil: soy falso y a la vez tan cierto; regresé del reino de las sombras para que sepas lo que es la verdadera luz. Te mienten, y tu cerebro se desfigura, como al mío intentaron aplastar; el camino es nocturno y difícil, llena de rosas marchitas, con espinas que semejan sables. Alrededor lo enmarcan tablas paralelas y enhiestas en forma de T, pero tú sólo mirarás hacia enfrente, lo que estás viendo que aparece ante tus ojos, lo tangible y lejano: no adorarás, sino vivirás. Es ése mi mensaje: salvarte del negro ocultismo despótico. No soy malo en realidad.

48. Letras.



Las letras con suavidad se deslizan
por el agrado de la galanura.
Con pavoneo, las hojas tapizan
tu nombre con la máxima ternura.

No les ruega el autor de los suspiros,
le plasma el sentimiento sus conceptos;
tinta que se escurre por los caminos
esbozando los amores perfectos.

Amor, las letras mismas se acomodan,
son arpegios, son música, son vida,
se escurren y poemas te dedican.

Mas en tu dulce corazón se ahogan,
pues el reino infinito éste abriga
delicias que las palabras claudican.

47. Significado


Ayer reflexioné por vez primera
lo que significa ser el poseedor
de la grandiosa dicha de tu amor
y dde la esperanza que éste genera.

Significa encapullar en mis manos
la dulce fragancia de tu hermosura;
significa tratar de hallar cordura
en esta locura en que nos hallamos.

Es estar contigo en buenas y malas,
encontrar en tus ojos la elegancia,
imaginar que aspiro tu fragancia,
es sentirse como en un cuento de hadas.

Tomar tu prioridad frente a la mía,
aliviar los días de tu existencia,
que sientas a tu lado mi presencia,
todo eso es justamente lo que haría.

Ya ves que mi amor por ti es verdadero,
conoces los fundamentos activos
que son quienes me otorgan los motivos
que dan el sentimiento placentero.

viernes, 14 de octubre de 2011

46. La anestesia del dolor.





   No sabía que de su mirada, más que el misterio, destilaba el terror. Ignoraba, pues, que había sido objeto de un violento ataque de hipnosis profunda, que la enajenaba del resto del mundo. Ya nada le importaba, ni siquiera ella misma, era un mueble sin oficio, un trofeo viviente para el ofensor, y un fácil blanco para más represiones deliberadas.

   Su sublime presencia en el universo bien podría pasar desapercibida, sin nadie que se hiciera cargo de su contagiosa aura negra. El dolor ya no podía visitarla, quedaba demostrado de pronto que su exceso tiene un efecto anestésico colateral.

   Era como si un nido parásito se hubiera apropiado de su mente. Sus pensamientos ya no se fundían los unos con los otros. Caminaba de paso, vivía sin vivir, respiraba sin gozar del aroma del universo. Para ella, ya era demasiado tarse. Una mente parchada y unas cicatrices corporales que buscaban ocultarse sin lograrlo constataban que su camino por el mundo no cruzaba un jardín, ni lo había hecho nunca. Mas gracias a ello, yas penas ya no podían embriagarla, sino que rebotaban: sutilmente se hacía de hierro. Los comentarios a sus espaldas ya no podían herirla, como lo hacían en sus años de infancia. Sus paseos mustios por la escuela recordaban algún caso de sonambulismo extremo, algo inusitado. Se había ganado su fama, pero ella era ya casi sorda. No se enojaba ni sonreía ante ningún comentario patético de los extraños: alguna piedra había reemplazado a su corazón, y ahora agua fría corría por sus venas. Su mirada perdida asombraba a cualquiera, que pensaba enseguida que aquella llama estaba a punto de extinguirse.

   Pero con misteriosa condición, ella se negaba a abandonar lo terrenal. Vivía para sufrir y no le importaba. Había perdido la noción y la esperanza de tener un mundo mejor. Lograron lo que se propusieron con ella, un juguete.

lunes, 10 de octubre de 2011

45. De vuelta tú.

Precisaba un cariño verdadero,
las penas a su realidad cegaban.
Sus pobres esperanzas naufragaban
al no encontrar un camino sincero.

Es verdad, la culpa en el aire flota;
que no busque autor, se generó sola,
la misma que a su espíritu asola
oprime a su corazón y lo azota.

La percepción directa de las cosas
la trajo de vuelta al mundo invisible,
de lo que se antojaba previsible
ya regresó con sus alas airosas.

Y todos adoramos su existencia
en cuanto a sus ilusiones se adentra,
pues es cuando más alegre se encuentra
y resulta tan dichosa su presencia.

No debe ella olvidar que la adoramos,
que como sea, así la queremos,
esperando que en su presente estemos,
que nunca de su corazón huyamos.

___
Dedicado especialmente a mi amiga "Vanne Shihouin",  espero que se recupere pronto de su dolor.

44. Lobo.




   Adiós a la vida, soy la furia salvaje para el hombre que creyó verla encarnada, un torbellino de instintos e ignorancia. No me importará a mí en adelante, no les importará a ellos. ¡Ah, pero las funestas casualidades! ¿Es de imperiosa necesidad que alguien como yo sufra esta ignominia? ¡Miren quiénes lo dicen! La presa se transforma en cazador artificial, o por lo menos eso pretende. Hay que ver las necedades naturales, la turbia estupidez ante lo sobreentendido.

    Me miran con ojos que no intimidarían a un cervatillo y casi me hacen reír. ¿Tengo que hacerles daño, o simplemente me retiro por donde vine, dejándolos con las ilusiones de una visión?

    Un chasquido poner en alerta automática mis sentidos. ¿Por qué sonríe ese hombre? Como si no lo conociera. Es un tonto y un cobarde, y yo lo vi caer en un charco de lodo hace tiempo. ¿Y ahora pretendía lanzarme esa sonrisa retadora? Era ilógico, él tan débil.

    Ya antes había maldicho a las casualidades. El problema es que ignoro si el estar en ese lugar en un momento tan equivocado era una casualidad, o una obra producto de la causa y efecto.

    Yo no soy tonto. Ellos lo creen así, al ver a alguien que parece bestia. Pero no lo soy en su sentido despectivo. Podría acabar con todos si no estuvieran armados con esos garrotes. Igual podría hacerlo si lograra liberarme de esta estaca a la que me han aprisionado. ¡Todos, porque todos lo merecen! ¡Y de paso arrasar con su campamento, como el asesino y ladrón que me tipifican que soy!

    Los hombres se previenen con lo injustificable para su actuar, hasta darles aires despóticos a sus maneras, porque de hecho lo son. Las bestias se humanizan, y ellos se convierten en lo que representamos. Divertida ironía de la vida sería eso, si no tuviera que padecerla yo en vida.

43. Paraíso.





   La brisa rozó su rostro con dulzura, y la delicia la hizo sonreír. Un paraíso era suficiente para ella, la satisfacción. Tan sólo una ruta de escape, una válvula secreta, un rincón personal. Era lo único que pedía en su vida.

    Recordaba un lugar de alba perpetua y candor infinito. El éxtasis del paraje no tenía límites, y hasta donde le alcanzara la vista, todo era para ella. Se trataba de un lugar mágico en donde no había restricciones, en donde sus fronteras las fijaba su imaginación.

    Tampoco podía olvidar la felicidad que inundaba aquellas tierras de rincón a rincón. En el paraíso a donde ella ansiaba ir, nadie conocía la amargura de la tristeza. Era todo un deleite sin fin, el sitio ideal para que el encanto se apodere del alma. Ese era, pues, su paraíso secreto.

    Una vez más, en la vida real, las penas golpearon su corazón. Y de nuevo, no halló consuelo en el mundo de las figuras. No podía contentarse con nada más, y las opciones se reducían a una sola: escapar de lo que la aquejaba.

    Al cerrar los ojos, regresó a su hogar idílico, a lo que podría ser. Se vio caminando entre densa vegetación y blancos cielos tapizados de criaturas misteriosas, desconocidas para todos excepto para ella: eran sus mascotas, sus amigos, sus hermanos en cada adversidad que siempre estaban ahí para hacerla más feliz.

    A ese reino maravilloso he pretendido entrar con ella, tomarla de la mano y caminar sin rumbo, porque hacia todos lados se es alegre. Ruego porque la próxima vez pueda asistir al espectáculo de su paraíso personal.


___
Dedicado especialmente a mi amiga Vico, y al mundo que existe dentro de su propia mente. Que nunca deje de brillar.

42. El derecho de difamar.




   La posesión de mis sentimientos suena demasiado crítico como para que resulte éticamente aceptable. Un monstruo se afianzó a mi piel, y succiona mi esencia, dejándome vacío, sin vida. La sociedad no aprende otra visión que la del egoísmo, del que se deriva la violencia, la amenaza y la represión.

    Me convierto poco a poco en lo que quieren que sea, sin que tenga otro remedio, porque uno de los mayores defectos de la humanidad es su naturaleza social. Definitivamente, dependo de los otros, los cuales me moldean como mejor se les plazca sólo por vivir junto a ellos, por ser de su raza y habitar en su comunidad.

    Y ya estoy harto de no poder ser yo mismo. Mi espíritu se observa en el espejo de la ilusión, en la sangre que bombea mi corazón, y ya no se reconoce, incluso se espanta. Hemos perdido nuestra integridad.

    El ataque directo y violento a la gente de sociedad parece una vereda cómoda para mis tribulaciones; el mar de venganza es brillante para mis pupilas con su color escarlata.

    Ya que mi fin está cerca, quiero aprovechar para culpar a todos los hombres, a la raza humana, de mis infortunios y mis desgracias. ¡Ah, si hubiera nacido y vivido en soledad! Pero, tarde o temprano, la suerte de todo ser humano es morir junto a sus horribles congéneres, los que se encargaron de absorberle la vida y dejarlo vacío por dentro, sin valores, desintegrado.

    Esto ya es el límite, y creo que a estas alturas, a nadie se le puede negar el derecho de vilipendiar, el derecho de difamar. Es, por lo menos, mi última arma contra mis enemigos.

41. Coincidencia.

Coincidencia básica del destino
a la incredulidad de nuestras mentes,
se cruza con maravilla al cariño
que en el secreto expresaba ferviente.

Y la gran sorpresa de nuestro acierto
atacó nuestras almas con dulzura,
pues un amor que se supone cierto
de la duda desprende la ternura.

Las dubitaciones que le anteceden
a un gusto que ha de ser correspondido
Se evanecen topando a tu beldad.

Ignoro si al amor las penas ceden
Mas lo único que tengo entendido,
que esto es muy bello para ser verdad.



Hecho especialmente para mi amiga "Ana Yeri", no precisamente con dedicatoria directa, sino para su uso externo. Espero que te sirva.

lunes, 3 de octubre de 2011

40. Corazón de Cristal.



   Golpe con eco y sonoro, terriblemente placentero, y esto se convierte en una devastación. Nada que me cause una satisfacción personal más refulgente en mi inquieto corazón. Nunca me he molestado en colocarle un protector de goma a mi martillo. Igual sirve, y conforme al ruido de cristales, la adrenalina corre por mis venas con indecible fuerza.

   Es un espectáculo hermoso, verlos volar por el aire... destruir por destruir... la simple participación casi divina de mis energías en tendencias negativas para la sociedad, positivas para mi ansiedad.

   No soporto verlo intacto. Mi aspereza debe entrar en acción de la forma más violenta. Justo o no, es el óleo artístico de mi desprecio hacia los sentimientos humanos. Los añicos que vuelan con el golpe en el cristal se asemejan tanto a mi corazón despedazado... que me estremezco con verlos en los aires, para caer todos sin uniformidad en la tierra humillante.

   Adoro ver el vidrio quebrantado por un malvado. Me encanta destruir propiedades ajenas, por el placer de hacerlo, de delinquir, quizá. O es algo más. La inocente estructura indenfensa y frágil que es muerta a manos de un abusador. ¡Cómo río, y cómo lloro ante ello!

   Cuando un ave cae de su nido, cuando no canta más por la mañana... el mundo entero cambia. ¿Quién me hizo fallecer? Esa es la cuestión. Es culpable de lo que llaman vandalismo, y que yo nombraría venganza, o tal vez represión. Romper corazones es divertido cuando uno lo hace. Y ser delincuente parece extremadamente emocionante. ¿La mezcla de ello? Mi proceder.

   La alarma del auto violentado me apresura para que corra despavorido, martillo en mano. Para la gente soy un vándalo, un criminal en acción. A mí no me importa, fue una hermosa descarga más de mi odio, y nuevamente, me sentí al fin poderoso al destruir la fragilidad que emula un corazón.

39. Infanticidio psicótico múltiple.



   —¿Por qué lo ha hecho? —preguntó el perito psiquiátrico.

­   —Mi mente me lo ordenó —explicó el presunto culpable, enfadado—. Ya sé que no lo cree usted, pero en efecto sucedió. No podía ver a esos niños divirtiéndose y jugando, definitivamente no lo soporté. Aquel niño que se mecía en un columpio era un monstruo para mí, una aberración de la naturaleza. El que jugaba con la arena, a hacer pequeños castillos y fortalezas, sinceramente no tenía perdón de Dios. Cada una de las siete víctimas que usted involucra y que ayer al atardecer cayeron. Por eso lo hice. Por eso los maté.

   —Eso no lo explica. Usted finge demencia, no tendrá consideraciones especiales ante la ley por su estado de salud mental, supuestamente dañado —observó el perito.

   —Es que esto es apenas el principio. La cabeza de pronto comenzaba a zumbarme terriblemente. En el momento de los asesinatos, no era yo, lo juro. Me dominaban escenas, recuerdos, usted comprende. Mis manos temblaban como en una neurosis, mis palmas sangraban porque involuntariamente enterraba mis uñas en ellas con los puños apretados. Y adquirían valor, adquirían fuerza nunca antes vista, y de pronto comprendí que un ser superior me hablaba al oído, era invisible pero entendía su susurro. “Mátalos”, me ordenaba. Yo ni siquiera tenía idea de cómo hacerlo. Pero mi mente me prometió en un lenguaje secreto, con palabras guturales y cavernosas, que me ayudaría y asesoraría en mi tarea. Simplemente, entendí que era necesario para aplacar mi espíritu, semejante al hecho de tomar agua desesperadamente cuando se muere de sed. Así fue. Señor doctor, yo no tuve la culpa, es injusto que me condenen por ello. Mi conciencia no fue la que obedeció, sino mi instinto salvaje y bestial, que todos tenemos, porque al fin y al cabo todos somos animales, ¿no es así? Señor psiquiatra, señor perito, ¿me denominará al fin como enfermo mental ante su Señoría? ¿Lo hará? Bueno, pues haga lo que quiera, no me importa que niegue con la cabeza. Tengo miedo, sabe, y no soporto a usted y sus sandeces.

   —¿Miedo de qué? —preguntó el perito psiquiátrico.

   —Miedo del poder de mi mente —manifestó el criminal en un murmullo—, que es infinitamente más malvada y poderosa que yo. ¿No lo ha sentido usted antes, doctor? ¿Ese poder oculto que lo llama a uno al camino para el que fue concebido? Eso es lo que me pasó a mí.

   —Explíquese.

   —Al niño que estaba en el columpio… Detuve su movimiento oscilante con una mano. La otra se convirtió en una garra improvisada que al primer contacto violento le reventó la tráquea de golpe. ¡Era como matar a un pollo, se lo juro! Aún siento su cuello flácido en mi mano, aún siento su arteria palpitando lentamente hasta que la muerte la cortó en seco… sí, y aún recuerdo la manera en cómo dejé caer su cadáver a la tierra húmeda, desde el columpio. Sí, señor perito, cuando se mecía asemejaba a un péndulo sin fin, lo estuve observando anteriormente. Un vaivén terrible, que me hizo sangrar el corazón. Había visto ese péndulo antes, en mi vida, en mi infancia. O era algo más… el caso es que mi espíritu brutal no soportó para saltar al aire, aprovechando mi hipnosis. Era como un cuerpo etéreo, sin forma ni color, que aunque no pude ver, distinguí su silueta en la tierra, en el lodo. Es extraño, pero lo es más aún que me haya susurrado órdenes al oído. ¿Y quién era ese ser? No lo sé, no era yo, no me reconocí en su esencia. Me ordenó, pues, que los matara, que él me indicaría el proceso. Por intuición le destrocé la garganta al primero, y por lo mismo maté, destripé y cercené los cuerpos de los otros seis. No sé si disfruté del acto, pero sí de la consumación. No me arrepiento de nada, de otro modo mi alma seguiría intranquila y golpeándome en el corazón, en el estómago. Agradézcalo, a estas alturas aún me seguiría exigiendo su dosis de muerte y de sangre, y quizá hubiera tenido que atacar a una persona tan respetable como usted. Nada de esto es algo comprensible para las mentes llanas. ¿Me entiende usted, doctor?

   El perito asintió, temblando, y con voz trémula, mientras hacía una anotación en su cuadernillo, dijo:

   —Sí, tendrá consideración especial en el juicio, por su estado de salud mental grave. Yo me encargaré de ello.

38.Versos Sangrientos.

El sosiego y la calma anidaron
tras ímpetus de fuerzas ulteriores;
del yerto cadáver le acortaron
Penas y otros sufrimientos mayores.

Fue mi mano atroz, despiadada
que con silente cuchillo oportuno
arrancó la vida sin rastro alguno
de inocente persona despistada.

Sangre y órganos, lo vital para mí.
De la carne, evidencia han borrado
hambrientos perros que yo alimento.

Guardo mis reliquias en frenesí.
La experiencia que sellada ha quedado,
la apariencia tétrica que sustento.



lunes, 26 de septiembre de 2011

37. Depravaciones.



Uno, dos y tres, atrocidades jamás contadas al común denominador de la sociedad. Cuatro y cinco, quizá una más, seis. La gente lo llamaría perversión en un caso escrito, meramente literal, y algún especialista me hablaría de una parafilia psiquiátrica criminal. Rip, rap, hacen las tijeras luego, mientras pienso que yo lo llamaría causa y efecto. Después de todo, cualquier cosa que en el aire suba, tiene que bajar, y así las causas sociales crean mis consecuencias. Una y dos veces reacomodo mis gafas protectoras, tres y cuatro enjugo el sudor de mi frente con una esponja ya roja que siempre está a la mano.

Sólo quiero mi parte de recreación. No es justo trabajar sin retribución. Nadie lo soportaría. Y las recreaciones en las que participo deben ser estrictamente solitarias e invisibles.
Seis, siete, ocho, nueve y diez, cuento con los dedos de mi mano izquierda, luego de haberla enfundado en un guante esterilizado. No vaya a contaminarse el producto de mi labor. Y mientras me relamo los labios, me siento un héroe al librar al mundo de la plaga. Yo acomodo a los "indeseados" en el mejor lugar en que podrían estar, lejos de recibir ataques de la horda imperialista enardecida. Sí, soy un héroe, un ángel, que nadie me juzgue, pienso mientras tomo unas pinzas. ¿Diez, u once? Es cierto, fueron once. Once contados este mes... al menos hasta ayer. Qué mundo tan injusto, pienso antes de contar mentalmente: "once, doce...". ¡Doce hasta hoy, es cierto! Soy todo un asesino serial, casi exclamo mientras con las pinzas extraigo las entrañas del cadáver, para dejarlas en refrigeración.

Las cosas de las que me preocupo, pienso después mientras arrastro el cuerpo hasta el sótano, golpeando la trampilla que tiene grabada la imagen de una estrella de seis puntas. ¡No me miren a mí! Tantos en la sociedad me aman por eso, que ya no sé si lo que hago está bien o mal. Sólo sé que es divertido.

Luego aspiro el aroma y me vuelvo a asomar al refrigerador. Ahí está lo que extraje del cadáver, dejándolo vacío. Sonrío en medio de mi asquerosa locura criminal. ¡Gran banquete para mañana, he dicho!

viernes, 23 de septiembre de 2011

36. Holocausto.






   Ante las últimas horas para que el mundo sucumba, las cosas no pueden ir peor, los seres humanos no han aprendido a reaccionar. Pero estaba dicho, se hallaba bien establecido. La noticia de que el mundo al fin se acabaría se esparció como se esparce un relámpago por el cielo.
   Pocos creían lo que inevitablemente pasaría, y ante unas nubes cargadas de lluvia y desgracia, se reunía  la gente en familia para despedirse de lo que fue, de la vida que les tocó compartir.
   Antes de que los primeros rayos del sol despuntaran, se les había profetizado el cataclismo final. Era algo inverosímil, porque no había ninguna muestra de muerte en el ambiente, las desgracias no se presentaban y las horas pasaban, testarudas. 
   Que el tiempo se arrastre, que el tiempo gatee, que no avance con la convicción infundada que lo caracteriza, y que vuelva el rostro por única vez, para que descubra lo que ha dejado tras de sí y se compadezca, detenga el Holocausto, congele el dolor y al Sol que lo aprisionan ya las nubes. Las súplicas no le bastarán. No le bastan porque para él nada tiene valor, ni siquiera sus hijos los minutos. No hay principio, no hay fin; el tiempo es un dios que, junto con el espacio, serán los únicos sobrevivientes después de la destrucción del mundo.
   El dinal de todo se acerca y el dio no se termina en el ambiente. Aún a pocas horas de la muerte, las personas siguen culpándose unas a otras, siguen existiendo los abusos, no aprenden a hermanarse en los instantes en que más goza la contrariedad.
   Por eso, inevitablemente, todos moriremos, porque como humanidad nos lo merecemos, porque no tendríamos que esperar más y porque somos la especie más imperfecta del mundo.

35. Crónica de un alma dominada por el desquicio.





   La acritud de la sociedad y sus manifestaciones taladrantes habían hecho crecer en mí un sentimiento abominable hacia el cosmos que ya yacía con menor intensidad en las tierras de mi corazón. Nunca fue mi culpa de un modo concreto. Las situaciones pasaron vertiginosas, sin dominio de mi propia mente.Lo recuerdo bien todo.

    Una persona que pasó con la más absoluta serenidad por la vía volteó a verme y encendió sus ojos de lumbre, con ráfagas de reto sin consumar, y creí leer en sus labios indudables frases de odio fundidas en su extraño espíritu inquieto, lanzadas a propulsión sobre mi alma con toda intencionalidad. Dentro de mí, rebullían leones dormidos, aplacados mentalmente desde sus últimas manifestaciones en los senderos que cursaba en mi niñez. Entonces es cuando siento acelerado mi flujo sanguíneo, que arrastra plomo y basura, y que hiere cada centímetro interior de mi ser.

   Parece que la persona desconocida frente a mí, con sus ojos ígneos e intensos, desprendió de su monótona postura sus victimizantes garras, de zarpas afiladas, que ineludiblemente se dirigían a mi centro, a mi fuente carmesí de la vida, el oro que tanto protejo. ¿Era esto real? ¿O mi mente alterada jugaba con mis emociones? No tuve miedo de la quimera antropomorfa: con voluntad desconocida mi mandíbula se tensó y provocó un rechinido agudo e incómodo en mis muelas. La furia encarnada traspasaba los límites tolerables, penetraba sin permiso en mi aura, me hacía suyo. Me sentía peor que un cúmulo de dinamita andante, a tres segundos de estallar.

     Era él una figura amorfa ahora, una mancha de tinta en mis ojos. Su mirada extasiante seguía quemándome, yo a punto de perder los estribos. Era una situación de un descomunal carácter psicodélico, una maraña de ideas mal concebidas. Desde mi infancia, no había temido tanto por mi integridad, ni había repudiado tanto a un ser, vivo o muerto. Mis puños, algo separados ya de mi mente, temblaban viscerals queriéndose escapar de mi cuerpo para actuar con autonomía y sin represiones de conciencia alguna. Y cuando la condena a mi pretérito estoicismo dejó caer su látigo sobre mi cuerpo físico, toda humanidad se desvaneció: la presencia que ante mí se formaba me sonrió, aparentemente sin ninguna amabilidad, y su garra extendió por lo bajo. Al volver a encontrarme con su fogosa mirada de diablo y su silueta umbría, mi conciencia pasó a segundo plano, mi moral se pulverizó.

    Fue tiempo del ataque inadvertido. Ráfagas de aire caliente me cortaron mi respiración y me marearon al punto del desvanecimiento; no obstante, mis puños obraron con más fortaleza de la que pude pretender, como nunca, apretando la garganta del transeúnte desconocido. Dentro de mí, en mi océano interno de sangre hirviendo, una serpiente marina de aspecto terrible asomaba su cabeza formidable sobre la superficie del líquido rojo y chasqueaba sus fauces: era el dolor del dominio ajeno, incluso un sentimiento que a todas luces resultaría inverosímil. Pero lo era. Mi cerebro me dictaba que matara al hombre que supuestamente me confrontaba.

    Al primer hundimiento de mi navaja personal sobre su cuerpo, sentí que mi entorno se disfrazaba burlonamente en otra dimensión. Tras de mi víctima, veía el fuego, ¿quién me iba a decir que no estaba en el mismísimo infierno? La boca de una cueva, luego dos cuevas, luego tres, aparecían alrededor de nuestros cuerpos, en sincronía con las mortales heridas que le aplicaba al hombre. Mis oídos no percibían los aullidos que en la dimensión convencional lastimaban con su sonoridad.

    Mi boca se agitaba, pero no era yo, me veía como una víctima inerme, aún más que el hombre al que la vida se le escapaba por los orificios que mi navaja le propinaba. Eran situaciones que en un delicado trance se volvían cruciales. Mi furia se expandía colateral como un bravo océano bajo un ciclón titánico. Diez, y once, y doce, y perdí la cuenta, no me importaban los impactos del filo en la carne, no me importaba mi vestimenta, otrora blanca, que estaba presa de la evidencia más refulgente. Mi rostro representaba una personalidad diferente, diabólica, salpicada de un frágil color escarlata.

    Supe que el mundo se ennegreció ante sus ojos cuando no pude notar más el fuego en su mirada, cuando su sonrisa se había tornado en una horrible mueca petrificada, cuando sus zarpas perdieron todo vigor y toda chispa. Esa fue mi pobre anestesia, el dolor que sólo a mí me revivió. La caída de la navaja, su cuerpo y el mío constituyó una única precipitación ya fusionada. Fue cuando sentí un desaplomo en mi alma, una necesidad visceral satisfecha.

    El odio se escapó de mi cuerpo tan presuroso que cuando llegó. Yo estuve tirado, observando ahora con mis verdaderos ojos el crimen que a todas luces se me imputaría: el asesinato de un pobre anciano inocente y desconocido, que a mí se me había acercado con toda amabilidad a saludarme a los contornos de mi casa por motivos que para siempre ignoraré.

    Mi mente había jugado terriblemente conmigo. No podía perdonarla.

    No era mi culpa, de eso estaba seguro, y lo seguí estando cuando las personas irrumpieron al jardín de mi casa señalando ambos cuerpos: el de él, hecho un amasijo deshumanizado por la navaja, y el mío, con el brillo sanguinoliento que me denunciaba. Al levantar las manos y mostrar que me hallaba desarmado, me pregunté por qué no mejor me otorgaban la opción de esconder el cadáver en mi patio, como si nada hubiera acontecido, reivindicándome y siguiendo mi vida en paz. Era molesto ver a la gente condenándome por un hecho del cual yo fui víctima. ¡Soy una absoluta herramienta de asesinatos, moldeada por la misma sociedad! ¿No lo ven? ¡Soy una conglomeración de emociones que me gobiernan por los múltiples traumas de mi niñez! ¡Ayúdenme, no me condenen, soy una víctima!
La gente debería comprenderlo, pensé mientras me sometían.

    Y cuando mi barbilla tocó el suelo frío, mientras un cuerpo me contorsionaba, volví a ser presa de otra ilusión de la que no podía desprenderme. Las personas a mi alrededor se convertían poco a poco en sombras oscuras con ojos de fuego, que me miraban lentamente con sus sonrisas demoníacas.
No era yo. Sólo una idea se agolpaba en mi mente, multiplicándose de forma autónoma:

    ¡MATAR, MATAR, MATAR...!

jueves, 22 de septiembre de 2011

34. Soledad

La soledad, arrebato de furia
Tramando la sentencia sideral;
Del existir la gran plaga espuria,
Inclemencia de fervor pasional.

La estaca que, como a la corteza,
En fiel pie hunde su estructura
Tras capturarse en la aspereza
Queda estancada en la cordura.

Mazmorras tangibles: juego de niños;
En las blancas paredes de armiños
El sufrimiento suele ser audaz.

La emoción se incrusta a la mente
Alucina y perturba de repente
Con la burla y esencia mendaz.

33. Apatía

¿Quién, tras el espejo, asoma despacio
Con temor banal, medrosa mirada?
Que por algún resquicio, despistada,
Su destello fiel de oro y topacio,
Pero tan irresoluta y apocada
Entrever deja la marca del cansancio,
Mas del gozo y la dicha extraviada
De la fantasía cruel traspaso.

Hinca su brillo ocular el infante
Presa de la lágrima candorosa;
De la magia le privó algún tunante
Que la vida nos brinda generosa.

A tierna criatura, fin diferente.
¡Necia muestra de apatía al mundo!
¡El destino de éste es el presente
Del que el hombre deja moribundo!

martes, 13 de septiembre de 2011

32. El violinista

  
   Por el bosque de troncos seculares se escucha la melodía del mundo, que contiene los secretos del universo, reflejados en la candorosa armonía de sus arpegios. El rompecabezas puede armarse con ella. 
   Detrás del árbol Rey, situado con comodidad, una criatura misteriosa de pequeños ojos y de pasividad absoluta empuña su violín como si de un arma se tratase, y lo maneja con la destreza exaltada de un mago para interrumpir el silencio. Salvo las hadas y las luciérnagas, nadie más puede escucharla, y aun éstas se empeñaban en un principio en no prestarle la debida atención.
   Como si en ello se le fuera la vida y el alma, la extraña criatura de tímidos ojos exaltaba cada nota arrancada de su violín, quizá ignorando, o quizá no, de los efectos que comenzaba a producir.
    ¿Quién sabía por qué los lobos detenían sus persecuciones en jauría y cerraban sus fauces de repente, con los ojos desorbitados?
   ¿Quién sabía por qué ciertas lucecitas muy pequeñas a través de los árboles y la neblina, comenzaban a danzar misteriosamente al compás de la música?
   ¿Quién se explicaba, si es que alguien se percató, que la Luna salió de su morada antes de lo ordinario, y seguía con la mirada nívea aquellas notas invisibles?
   Y las bestias caían rendidas de la nada, una a una. Se acababan los colmillos blancos. Esa música quizá hablara de paz y de unidad, de amor y fantasía, de magia y de poder.
   Y las hadas con timidez, desplegaban sus delicadas alas y las agitaban para destilarlas, mientras se incorporaban y abandonaban las orillas del lago sagrado, hechizadas.
   Los duendes asomaban la nariz de los troncos. No era algo común que despedazaran el silencio de una forma tan grata.. ¿Quién fraguaba el cambio universal, quién osaba romper la continuidad de la vida en el bosque prohibido?
   Y de pronto, mientras el Halcón de plata se posaba en la más alta rama de un imponente abeto gris, lo comprendía todo a la perfección. Para ellos, para la comunidad. para el universo, los tiempos habían cambiado. Con la llegada del violinista intrépido, un nuevo ciclo comenzaba, y esta generación debía cederle el lugar.
   Eso no generaba en el halcón de plata ni el menor indicio de miedo. Chasqueó su monstruoso pico de metal y aguzó la vista, indagando entre el ramaje. No muy lejos se hallaba el árbol Rey, de lo prohibido y lo quimérico. Bajo su cobertura, con la tranquilidad de un músico entregado al goce y al disfrute del arte, se encontraba sin lugar a dudas el causante de la revolución. El halcón de plata notó que sus pequeños ojos le brillaban, y se preguntó con seriedad quién le habría enseñado tan milenaria y sabia melodía a esa joven criatura de aspecto tibio y delicado.
   Con osadía, extendió sus alas y fue a posarse en una de las ramas del árbol rey para escuchar mejor. Bajo él, desfilaban las quiméricas especies del bosque. Los zorros ígneos y las plantas andantes no se detenían, eran atraídos por la música. El halcón de plata se sobresaltó: revelaciones fortuitas cobraban forma ante sus ojos metálicos. Ahí estaba todo. El bosque entero perecería esa noche por las notas de la verdad emanadas del violín legendario, para darle paso a una nueva era. Uno tras otro, las criaturas fallecían en su desfile. 
   El ave agitó la cabeza. Se presentó ante él la esencia de la verdad, la figura de la magia y la llama eterna del poder y la destrucción. Lo era todo aquella canción. No había más que decir con tal revelación única en él. Era el nuevo cielo, la nueva era.
   Y el halcón de plata azotó muerto a los pies del violinista.